jueves, 1 de enero de 2009

MÁS ALLÁ DEL MAL.... LA LIBERTAD


Capilla Sixtina



Publicado en Revista Alandar (9 de octubre de 2007).

Parece un lugar común decir que en el Cristianismo se está dando un proceso de crisis cada vez más inquietante… ¿o esperanzador? Por un lado, cobran fuerza sus versiones más fundamentalistas, aferradas fuertemente a concepciones ligadas al pecado, la condenación o la culpabilidad humana. Por lo que se refiere a las llamadas bases progresistas de la Iglesia, éstas se hallan notablemente desorientadas y enfrentadas al dilema entre dogmatismo y relativismo. Queriendo escapar de las connotaciones autoritarias del lema de que el Cristianismo es la única religión verdadera, se afirma como contrapartida la igualdad, a todos los niveles, de todas las religiones.

Sin embargo, si es cierto que resulta completamente necesario respetar toda manifestación religiosa, y también aprender del núcleo de sabiduría del que cada una de ellas es depositaria, parece incongruente venir a afirmar que las religiones son como cartas intercambiables en un mundo que parece mejorar cuanta más diversidad religiosa exista. Esto, si se reflexiona un poco, no sólo es un suicidio, sino que elimina de hecho el valor propio y singular de cada religión.

Tradición evangélica

El Cristianismo que pretende ser más fiel a la tradición evangélica original, debe, si de verdad desea aportar soluciones, ofrecer respuestas. Respuestas a cuestiones candentes planteadas en un mundo lastrado por contradicciones que parecen insalvables. Por ejemplo, interrogantes tales como si la verdad es realmente incompatible con la libertad, si la libertad es una forma de ser del ser humano en plenitud o sólo una capacidad de elección, o si esa misma libertad es tan difícil de hacer congeniar con la justicia o la solidaridad. También habría que responder a cuestiones como si el ser humano es, en esencia, culpable o inocente, y cómo lo ve, en este sentido, el propio Jesús. ¿Debemos amar a nuestro prójimo –y a nosotros mismos- aun siendo culpables, o, por el contrario, podemos amarnos gracias a que mantenemos, a pesar de todo, nuestra inocencia primordial? Y, en el caso en que lleguemos a la conclusión de que somos culpables, o que lo es una parte de los seres humanos, ¿qué características debe poseer ese amor, si es que decidimos continuar siguiendo, con todo, ese precepto evangélico? Evidentemente, las formas de actuación varían mucho dependiendo de cuáles sean los presupuestos de los que partamos y, sin clarificar estos últimos, será casi inevitable que nos dejemos arrastrar por el ambiente social o ideológico general.

Aquí pudiera enlazarse con una de las principales conclusiones de la Teología de la Liberación, la de la “opción por los pobres”. Parece necesario tener claro que la opción por los pobres no es únicamente cristiana. Ha llegado a ser, afortunadamente, un imperativo ético bastante universal no necesariamente ligado a presupuestos religiosos. Hay, pues, que aclarar también por qué defendemos dicha opción precisamente desde tales presupuestos. Por otra parte, también se hace imprescindible explicitar qué tipo de liberación defendemos para los pueblos oprimidos de la Tierra. Si ésta no es únicamente de promoción económica (lo cual, a su vez, como ha ocurrido tantas veces, sitúa a los individuos y a los pueblos en situación privilegiada para ejercer ellos mismos la opresión sobre otros), entonces seguramente es nuestro deber plantearnos a qué tipo de ser humano y sociedad libre aspiramos, si ella es posible y desde qué premisas. Por otra parte, tampoco estaría de más hacernos una reflexión sobre el papel, necesario o no, de “los ricos”, sobre si son o no culpables y cuál es su destino, si llega, como proclamamos, el Reino de Dios. Todo ello, naturalmente, enlaza directamente con la cuestión clave de la salvación o condenación del ser humano, hoy también pendiente. Parece evidente que nuestro cristianismo se ha laicizado hasta extremos difícilmente concebibles en el pasado, pero que queramos seguir pasando por alto esta ardua problemática no significa que no tenga peso y que, además, su carácter no resuelto nos impida avanzar a la hora de ofrecer alternativas reales a las injusticias y desequilibrios –sociales, existenciales, ecológicos, económicos…- del mundo de hoy.

Aportaciones al debate

Por nuestra parte, desde Aletheia queremos hacer algunas aportaciones a un debate que nos parece actualmente insoslayable. Parece posible hacer algunas propuestas que inciten a la reflexión y el diálogo. Entre ellas se encuentra la de considerar la libertad como plenitud de ser y, como tal, fuente de todo bien. Desde este punto de vista, la libertad no puede ser concebida, en consecuencia, como origen de ningún mal, ya que un ser completo no elige algo que pueda ir en contra de su plenitud o integridad. De aquí se deduce que el ser humano no es verdaderamente libre cuando “elige” su propio mal o el de sus semejantes, simplemente porque no ha llegado al término de su evolución espiritual. Y con ello su dignidad no queda menoscabada, pues si el ser humano no es aún plenamente libre, el mal al que asistimos cotidianamente viene por los atajos que se toman para alcanzar ese bien que es la libertad.

De lo anterior también se extrae que un ser humano que se concibe, de una manera o de otra, separado de los otros seres humanos, no está completo. Por ello, pensamos que la auténtica libertad puede lograrse únicamente desarrollando un yo singular y solidario: sólo puedo ser yo mismo si los otros son sí mismos, y viceversa, entendiendo este “ser sí mismo” de la forma más integralmente humana. Este principio no admitiría exclusión alguna (todos los seres humanos son necesarios) y, además convierte el problema de la maldad humana en un problema de carácter evolutivo (no hemos alcanzado aún nuestro auténtico ser). La misión humana consistiría, pues, en lograr lo que venimos a denominar como “libertad inocente”, una libertad no ligada ya a la trasgresión y el pecado, sino a ser la manifestación espontánea de nuestra propia singularidad.

Podemos decir que las anteriores son nuestras piedras de toque fundamentales. A partir de ellas, pensamos, pueden ponerse las bases de una nueva forma de concebirnos, lo que es fundamental, a su vez, para transformar nuestra forma de ser y de actuar. A partir de aquí, nuestra intención es no sólo plantear el debate arriba expuesto, sino también proponer nuevas formas de actuación y redes de solidaridad basadas en el principio de la afirmación del ser humano como ser necesario (todo lo contrario del ser humano “sobrante”, tal y como es concebido, de hecho, en el actual modelo vigente).

Precisamente, la universalidad de estos principios permitiría numerosas modalidades de aplicaciones prácticas que fueran factor de impulso para la transformación de nuestro mundo, permitiendo, además, la unificación de la imprescindible faceta espiritual con otras como la económica, la social o la política, excesivamente disociadas en el momento actual.

Rosa Mª Almansa Pérez.

Doctora en Historia.

LA MUERTE DE DIOS


Hace dos mil años y en un lugar remoto del epicentro político del Imperio de Roma, hizo su aparición una auténtica Singularidad Espiritual que constituyó el origen de una nueva historia que, según todas las “señales” de nuestro tiempo, está tocando a su fin. Sus palabras se repiten en infinidad de lugares, pero son cada vez menos los que las escuchan, y aquellos que lo hacen dudan muchas veces de la filiación divina de su autor. Es más, el que murió para que el Reino de Dios triunfara en este mundo sembró con su Palabra la semilla de una nueva civilización que, una vez que alcanzó su mayoría de edad, proclamó con orgullo y de muy diversas maneras que Dios ya no le era necesario al hombre, lo cual equivale a decir -y así se dijo y se dice aún literalmente- que Dios había muerto. Podemos, pues, afirmar que la era de Cristo Jesús comenzó con su muerte/resurrección, y que acabará de la misma manera, ya que «la cizaña ha crecido suficientemente para ser separada del trigo», aunque esta vez la muerte/resurrección corresponderá esencialmente a su Mensaje; y así como el cuerpo resucitado de Cristo Jesús implicó la purificación de todo aquello que debe morir para que el cuerpo esencial viva eternamente, de la misma manera la Palabra que ya nadie escucha, y que desde este punto de vista está muerta, resucitará limpia de toda contingencia histórica y de toda adherencia sectaria. 

    Ahora bien, esto no significa el retorno a la exégesis neotestamentaria para determinar exactamente qué se dijo y qué no; o bien qué pueden significar tales o cuales hechos de su vida. Esto, como de costumbre, no llevaría sino al aumento de la confusión que reina actualmente. Hoy, lo que se espera, consciente o instintivamente, por parte de aquellos que no se han dormido (como les sucedió a la vírgenes necias que esperaban al Esposo) es la resurrección de la Palabra de Aquel que dijo de sí mismo ante Pilatos que Él era el testimonio de la Verdad. Y es que en la medida en que la Palabra ha muerto también el Hombre está muerto, pues éste sólo accede a su auténtica identidad por la misma, tanto a nivel individual como a nivel social. Ahora bien, sin identidad no hay vida, puesto que lo que muere «ya no es lo que era». Ni volverá a ser lo que fue –añadiremos nosotros- cuando retorne.

         Estamos, según lo anterior, en un tiempo de muerte, porque la muerte de Dios o de su Palabra es una y la misma cosa. Y no refuta este hecho todo el ruido y agitación que produce el espectáculo permanente que el hombre ha hecho de sí mismo, en donde todo acaba siendo gesto impúdico y mirada obscena, sino que más bien lo corrobora, pues al agotarse el numen creador, síntoma de la auténtica vida, sólo nos queda representarnos a nosotros mismos. Sin embargo, he aquí la gran paradoja de nuestro tiempo, el hombre sin Identidad, y en este sentido muerto, está accediendo al poder de resucitar la carne y, con ello, al control de su vida biológica; pero de nada le servirá dicho poder si previamente él mismo no es a su vez resucitado –y ésta es la verdadera resurrección de los muertos- por la resurrección de la Palabra, única fuente de Vida y por tanto de Identidad.

        Sin embargo, no es en las iglesias que en este mundo de hoy se disputan la Palabra Verdadera en un sedicente diálogo en el que nadie está dispuesto a ceder –pues, ¿en qué se puede ceder en relación a verdades de fe?- donde hay que buscar la Nueva Palabra. Son como árboles donde ya no se desprenden sino hojas secas. Y como dijo Jesús: «dejad que los muertos entierren a sus muertos». El nuevo Árbol de la Vida ya no crecerá en el jardín particular de ninguna iglesia, pues en todas ellas se ha plantado demasiado próximo al árbol del pecado y sus frutos caídos han emponzoñado la tierra.

         


        Allí donde radica el mayor bien también radica el mayor peligro; por la libertad, por la belleza, por la justicia, por Dios, etc., los hombres han violado la Libertad, la Belleza, la Justicia y hasta han matado a Dios por defenderlo. Asimismo sucede con La Palabra, pues si en ella radica en primer lugar la Verdad, lo cierto es que, en la palabra, la mentira y la hipocresía encuentran su refugio más seguro. Pero la Palabra por la que se alumbra la Verdad es Palabra Inocente, y sólo por la recuperación de la inocencia en la Palabra, la Verdad deviene Presente. Quiere decir lo anterior que son inocentes los que por la Palabra buscan la Verdad, pero al ser justo la Palabra la esencia estructuradora de la identidad, lo que buscan es, en último término, “ser ellos mismos”. Ahora bien, el que es uno consigo mismo es el inocente, pero también es aquél que puede llamarse libre. ¿Pero quién es aquél que no quiere ser uno consigo mismo? O, dicho de otra manera: todos queremos ser inocentes porque buscamos una identidad por la que, como Uno, no experimentemos falta por la que nos sentimos estar de más en la existencia; pues sólo por la inocencia experimentaremos nuestro ser necesario, que no es otra cosa que nuestra auténtica identidad. 


        Para saber quienes somos hemos de experimentar primero la inocencia de nuestra condición que nos hace uno con nosotros mismos. Si Cristo, tal y como lo anuncia el Apocalipsis de San Juan, es Uno, y de su boca sale una espada de doble filo, esta vez el arma esencial de Dios será la Palabra que une los opuestos. De esta manera, el Hombre debe reconciliar en él lo que en su doble evolución de sujeto (individual y colectiva) ha perdido: a la Naturaleza y a Dios. Y esta doble comunión sólo es posible por la realización de la Palabra, que, como Uno, reconcilie a la subjetividad humana consigo misma, revelando su Inocencia Original, por la cual sólo es posible su Resurrección, o sea, su Salvación.

Francisco Almansa González
Filósofo y presidente de Aletheia.


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