lunes, 30 de mayo de 2011

ANDRÉ COMTE-SPONVILLE O LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA


Es el anterior un reputado escritor y filósofo de nuestros días ensalzado hoy con el aura prestigiosa que otorga, entre otras cosas, haber sido nombrado miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética Francés desde 2008. Con una triste alegría (o una alegre tristeza) -tristeza al cabo-, despliega, en un breve librito suyo: El amor, la soledad (Paidós, 2008), su saber y opiniones sobre nosotros: un público extenso, ávido de respuestas y claves, sencillas, comprensibles, para salir psicológica, intelectual e incluso espiritualmente a flote en un mundo que se nos aparece como incomprensible, contradictorio y, paradójicamente, en contraste con los medios de que dispone, cada vez más estrecho. No logra el autor, sin embargo, a nuestro parecer, su objetivo. Cargado sobre todo de cierta ambigüedad, aborda espinosos temas con una aparente sencillez que no es verdaderamente sino falta de respuestas. Quedamos, pues, tan sedientos como al principio, y desde luego nada satisfechos -es difícil que así sea- con su fórmula de la «alegre desesperanza».

Poco podemos profundizar, desgraciadamente, en un medio como éste, en su tratamiento de tantos y tan variados temas que alegremente maneja como coloridas bolas un malabarista. Y malabarismo se necesita para, desprestigiando a la filosofía -aunque sea involuntaria o indirectamente-, se apoye en ella una y otra vez, casi como un último recurso. La viene a calificar como complicación inútil que, en muchas ocasiones, nosotros mismos nos creamos, en contraste con la «maravillosa simplicidad» de las cosas. Notable abstracción ésta, por otra parte. La captación de esta simplicidad genuina es, según él, lo que nos acercaría a la sabiduría -a la que distancia de la filosofía, que toma excesivamente en sentido académico. Así pues, la vida es simple «como una rosa»; las cosas son simples como el “ser-ahí” de la rosa, que desafía, con su aplastante facticidad, todos nuestros conceptos y categorías. Y es que, al parecer, nuestros viejos filósofos no cayeron en la cuenta de que la rosa, sobre todo, «existe». ¡Gran descubrimiento! Debió ser por su manía inveterada de dar «más importancia» a la filosofía que a la vida, como critica nuestro autor de algunos personajes que afirma conocer. Quizás nuestro filósofo vergonzante no se da cuenta de que aquella joven humanidad, como los niños, se preguntaba, sobre todo, porque todo le resulta interesante; y lo que buscaba era precisamente la simplicidad absoluta que ellos llamaban Verdad o Ser. La filosofía que entonces se hacía era una y la misma cosa que un estilo de vida. Coherencia y transparencia hasta el final. Y fue precisamente por eso por lo que la edad de oro de la Filosofía fue a su vez la edad de su inocencia.

Y en esa «maravillosa simplicidad» de las cosas, de la vida, que se nos ofrecería -si sabemos observar bien- en toda su completa desnudez; en esa «aceptación de lo real», es donde se hallaría, según el autor galo, la clave de la felicidad. En la vivencia plena de la «eternidad del ahora», que no es necesariamente el instante concreto, pero sí «el eterno presente de lo que dura y pasa». Con ello se remite directamente Sponville a las filosofías orientales para recoger de ellas su concepción de la única plenitud y felicidad posibles en el ser humano. Ésta sólo pasaría, sin embargo, como es sobradamente conocido, por la eliminación del ego. Es curioso que el autor no haya recordado este importante detalle cuando, sólo algunas páginas más adelante, concibe la vida humana con todas sus manifestaciones -incluida, por supuesto, la política- como radicada únicamente en el individuo. La base de cuyo desarrollo histórico se encuentra, precisamente, en el afianzamiento y desarrollo del yo personal. Tremenda paradoja. Y nuevamente cae en la misma contradicción al convertir el deseo -arraigado inequívocamente en el yo- en la clave del hombre. Claro que a lo mejor no es tanta si lo que pretende Sponville es convertirnos (si es que no lo hemos hecho ya) en seres centrados en el presente -o sea, que no se proyectan en el futuro-, caracterizados por su aceptación de «lo real» -o sea, que renuncian a toda utopía-, dentro de lo cual (de lo real) se encuentra su propio egoísmo (y es aquí donde nuevamente juega su papel el yo). Pues, al fin y al cabo, afirma, la sociedad no es otra cosa (y esto, por lo visto, hay que aceptarlo como parte de lo real dado) que una compleja red de pequeños (y grandes) egoísmos. Y de esa red dependen las ventajas que cada uno de nosotros obtiene, y que son la clave del mantenimiento social. Y nada mejor, al parecer, para mantener todo este entramado, que el recurso casi omnímodo a las cosmovisiones orientales. Nada de proyectos colectivos; nada de pensamiento, de razón; nada de fines comunes que unifiquen. Individualismo y conformismo radicales. He ahí el progresismo de nuestro autor. He ahí su píldora de la felicidad.

Todo esto es tributario de una concepción muy determinada del ser humano. Éste se encontraría, según él, confinado en una soledad radical. En el mejor de los casos, en una soledad acompañada o compartida que, aunque pueda constituir también la mayoría de los casos, no pierde por ello su carácter radical. Nada, según él, trasciende esa soledad; nadie puede llevar por otro el «peso» de su vida. Difícil conciliar esto, parece, con la encantadora simplicidad de lo real. Y tal es la esclavitud de nuestra vida que tratar de librarnos de nuestras propias determinaciones equivale, según nuestro filósofo, a liberarnos de nosotros mismos. Luego realmente la libertad no es posible. Sí, tal vez, la libertad para esto o para lo otro; pero no la Libertad, con mayúscula. Para Sponville no constituimos, pues, ni podemos llegar a hacerlo, fuente alguna de libertad -entendida como plenitud del propio ser-, porque estamos encadenados a nosotros mismos.

Rechaza la libertad concebida como libre albedrío, tomando como una mera ficción que se pueda decidir desde la nada. En ese caso, o no se decide o se decide cualquier cosa. Efectivamente. Pero eso no significa, como le ocurre a él, que haya de caerse en el determinismo. Se trata, en cambio -cosa que no concibe nuestro autor, ni tampoco otros muchos- que estamos en proceso de conquista de nuestra propia libertad. En otras palabras: de evolución espiritual.

¿En qué se fundamentaría entonces, según Compte-Sponville, la dignidad humana? Para él somos, en principio y fundamentalmente, cuerpo. Si algo nos hace radicalmente iguales sería esto. Más tarde, nos dice, viene la cultura, toma esto y lo convierte en igualdad de derechos. Lo cual constituiría ya una moral. Se trata de la misma concepción que defendía hace ya años Umberto Eco en su polémica con el cardenal Martini sobre los fundamentos de la moral (¿En qué creen los que no creen?). Se podrá compartir este extremo o no (ya lo veremos), pero lo que no entendemos es porqué la «cultura» ha de tomar esto como un referente para la igualdad humana. ¿Por interés, por seguridad, al modo de Hobbes, que, al fin y cabo, por ello mismo defendía el absolutismo? Más bien el interés, la conveniencia (aunque sea común), precisamente por ser externa a nosotros mismos, es siempre a la postre una excusa y una tentación enorme para la vulneración de derechos, como se demuestra desgraciadamente una y otra vez. En cambio, la solidaridad auténtica no nace de la identificación con lo más básico del otro, sino con lo más genuino de él. Y es, por esto, una fuerza espiritual, y no una convención. Por ello los hombres y mujeres más solidarios han sido siempre los que han sabido ver lo mejor de los otros; y justo por ello los han amado. Y el amor sí que da la fuerza para moldear la cultura (la verdadera cultura: la que humaniza): por ello sus pioneros han sido siempre grandes hombres y mujeres que han amado mucho y, en consecuencia, suelen haberse sacrificado también mucho. Si algo nos mueve a respetar y proteger la vida de por ejemplo un recién nacido (uno de los ejemplos que aduce Sponville), no es el reconocimiento de un cuerpo básicamente igual al nuestro (que es la justificación que argumenta el autor), sino que es símbolo de la Transparencia del Ser, que no es otra cosa que el símbolo de la Inocencia que la auténtica filosofía busca cuando habla de la Verdad.

Unas últimas palabras -pues no podemos extendernos aquí mucho más- únicamente para el tema de la esperanza, que también aborda nuestro autor. Así, nos dice: «Lo que mata a la gente es el hecho de esperar. Cuando se acepta que no hay nada que esperar, es más fácil lograr la felicidad» (p. 112-113 del librito citado). O sea, que lo que le sucede al autor, sin que parezca advertirlo, es que tiene la esperanza de que sin esperanza la vida sea más sencilla, y por tanto mejor. Así pues, ésta es, básicamente, según él, la verdad: que no hay nada que esperar; y a enseñar y a ayudar a aceptar esto es para lo que debe servir la filosofía. Porque en el amor, como en la vida, el placer basta, el presente basta. Y ahora nos preguntamos nosotros: ¿de verdad en el amor el placer basta? ¿De verdad en la vida el presente basta? Suena más bien esto a penosa resignación que, desde luego, a explosión vital. Porque la verdadera vida es la que se anticipa al futuro y, por tanto, lo decide y construye, recreándose, por supuesto, en el eterno presente de su hacer, de su dar, de su recibir los presentes de los otros. Es decir, en el eterno presente de la relación bella con los otros y con el mundo. Pero nadie dice que esto tenga que ser estático. El verdadero artista, de hecho, es el que está siempre anticipándose y volviendo a su obra (recreándose), sin que esto suponga estatismo ni ausencia de proyectos, sino todo lo contrario. Cosa distinta es que -aprovechando esta analogía con el artista- como seres humanos hayamos alcanzado aún nuestro proyecto definitivo: el de serlo completamente.

lunes, 23 de mayo de 2011

EL CAMBIO NECESARIO DE PARADIGMA Y LA VALORACIÓN DEL SER


Algo empieza a moverse. Sin embargo, la dirección del movimiento responde más a un simple reflejo de autodefensa que al impulso deliberado y reflexivo de un proyecto. Se reivindica lo elemental: decencia política, justicia social, democracia real, distribución proporcional de las cargas derivadas de la crisis, rendición de cuentas de los responsables de la misma, etc. Pero estas demandas pertenecen de pleno derecho al paradigma que nosotros también denominamos como de «legitimación consensuada de las desigualdades», por el que al individuo, cuyo destino se concibe marcado por sus propios actos, se le reconoce el derecho a poseer todos los medios materiales que su “capacidad” le permita, como son dinero, empresas, casas, objetos de todo tipo, etc. El único límite que en teoría se le impone es, claro está, el que no influya en el destino de los otros individuos, que, como se presupone, ha de ser el resultado de su libertad cristalizada en elecciones irreversibles.



He aquí los dos puntales ideológicos sobre los que se vertebra el paradigma vigente -hoy, a nuestro parecer, en estado terminal: la capacidad individual y la libertad. Por la primera obtenemos el derecho a realizar todas aquellas empresas de que somos capaces, y de las cuales, por lo mismo, sus frutos nos pertenecerían, para bien o para mal; mientras que por la libertad adquirimos tanto el derecho a probar nuestras capacidades en realizaciones concretas, como de asumir la responsabilidad de las decisiones adoptadas en el ejercicio de las mismas. La feliz combinación entre una óptima dotación de capacidades y un “uso” responsable de la libertad es lo que lleva al Fin Último o Meta Final del Paradigma: «el Triunfo».

El triunfador, pues, producto singular de la Madre Naturaleza y del Padre Elección Responsable, pertenece por derecho propio a los pocos elegidos de entre los muchos llamados; y, como tal, merece su premio, pues se nos dice: se premia la libertad responsable, y por ella el triunfador ha realizado sus capacidades que otros “libremente” dejan marchitarse. Pero es que además el premio se considera de la más elemental justicia: el disfrute de lo conseguido por sus “virtudes” (naturales cuando se refieren a su inteligencia, talentos, etc.) y morales: elección dirigida a la realización de sus virtudes naturales, conforme al marco legal democráticamente consensuado. Pero como además la visión secular dominante no permite hacerse ilusiones sobre recompensas en un “más Allá”, se pone todo el empeño para no dejar pasar la oportunidad de que el disfrute del premio sea en el “más Acá”.

Ahora bien, el triunfador, en este paradigma, es declarado como tal solamente si pasa por la prueba iniciática de la competición contra los otros. Se triunfa si se llega a ser más en algo que los demás. Aquí lo que vale es lo que Hegel denominaba como la «diferencia indiferente», esto es: la cantidad. Quiere decir lo anterior que por el hecho de ser más en algo y en relación a otros no significa ni mucho menos que hayamos conseguido lo que en verdad andamos buscando, y que no es otra cosa que la plena coincidencia con nosotros mismos. O ser ni más ni menos lo que somos.

Sin embargo, la competencia, por tener precisamente a los otros como una referencia con la cual hay que compararse, lleva inexorablemente a la pérdida de sí. Ser, pues, un triunfador en este «paradigma terminal» es ser un desconocido que es algo más en algo que otros desconocidos con los que se compara.

Este descarrío del ser por el que se busca el llegar a ser “más que....”, nos sumerge todavía más en el anonimato ontológico; algo que se revela claramente por el esfuerzo de los triunfadores por alcanzar la fama. Ya que un triunfo sin fama parece no significar nada. Esta competencia por salir del anonimato que se extiende a todas las esferas de la vida social, tratando, a ser posible, de no ser menos que otros, ya que el ser más que todos en algo está vedado a la mayoría, es el factor clave que lleva a la compulsión del tener y a su ostentación como una fórmula a la vez de competencia y de éxito.

Sin embargo, aunque titubeante, a veces contradictorio y otras veces incluso dogmático, un nuevo paradigma trata de abrirse paso. En él, la visión holística y el protagonismo de la conciencia son dos notas esenciales por las cuales trata de diferenciarse del paradigma agónico aún presente. Esta valoración de la conciencia supone eo ipso una valoración del ser humano, pues es gracias a ser conscientes por lo que nos podemos definir como humanos. Pero a nuestro entender el hecho de ser conciencias significa mucho más, ya que sólo por ella el ser puede diferenciarse de la nada; y si tenemos en cuenta que la nada es lo que define a la muerte, se colige de inmediato que sólo por la conciencia la vida realmente se diferencia de la muerte. Y es precisamente por este poder de diferenciación que la vida no consciente no posee, es por lo que surge el temor a la muerte, y simultáneamente el esfuerzo por conjurarla. Ahora bien, de lo que se trata es que el hecho fundamental del ser autoconsciente es este poder de diferenciar entre ser y nada, que es a su vez la condición necesaria de todo otro poder, pues sin él, como humanos, nada somos. Porque se trata del auténtico triunfo sobre las tinieblas en relación a todas aquellas formas de ser que, por mucho que nos apabullen sus magnitudes y su complejidad, en tanto que carecen de consciencia, para ellas ser y no ser son idénticos. De lo anterior se desprende que sólo por la conciencia y por su poder diferenciador de la nada el ser es valorizado. Dicho de otra manera: la conciencia es el valor por el cual todo otro ser es valorizado. Lo cual significa que toda conciencia es por igual un valor que valoriza al ser. Desvalorizar, por tanto, a la conciencia, implica la desvalorización del resto del ser y, con ello, el triunfo del absurdo, el cual es expresado por la ecuación nihilista Ser=nada.

 Picasso, Mujeres corriendo por la playa (1922)
Conforme a lo anterior, la valoración no es para nosotros un acto meramente subjetivo, pues si así fuera no habría manera de escapar de la espiral ascendente hacia el absurdo del nihilismo, sino que con ella se reconoce la mayor o menor “distancia” de una forma de ser en relación a la nada. Pero como esa “distancia” sólo es posible establecerla gracias a la conciencia, ésta se nos revela como un patrón esencial del Ser. Y, como tal, un límite de la nada, ya que es el ser que más se diferencia de la misma, o lo que es lo mismo: menos se identifica con ella.

Cuando insistimos en la diferencia entre conciencia y nada, lo primero que hay que tener en cuenta es que la nada es falta absoluta de singularidad, por lo que todo alejamiento de la misma es ya una determinada forma de singularizarse. De aquí que la conciencia, en tanto que alejamiento esencial de la nada, sea la forma esencial de singularidad del ser. Sabemos que algo es tanto más singular cuanto más por sí mismo se diferencia de lo que no es, pero esto es justamente lo que sucede con la conciencia. Es, por tanto, por este poder de autodiferenciación en relación a todo otro ser, y fundamentalmente de la nada, por lo que es el ser que se autovalora. Siendo esto precisamente lo que la convierte en el patrón de todo valor.

Vemos, según lo visto hasta aquí, cómo la conciencia, en tanto que es la forma esencial de la vida, puesto que sólo por ella la vida se diferencia auténticamente de la nada, lo que busca a partir de esta diferenciación original es diferenciarse lo más posible de la nada. Algo que sólo es posible en la medida en que es la singularidad del ser que al autovalorarse valora a todo otro ser.

Estamos, por tanto, en las antípodas del paradigma terminal en el que actualmente nos desenvolvemos, pues en él rige el dogma de la competencia como mecanismo esencial de progreso, siendo la esencia de la misma la desvalorización permanente del otro y, a la postre, de todo ser. Rige asimismo como patrón de todo valor «la utilidad», y, claro está, se compite por ser más y más útil, siendo lo útil en última instancia lo que da beneficios. Todo, por tanto, se convierte en un medio para este fin, que, como sabemos, es la sacralización de la cantidad, pues por ella se mide el éxito y el fracaso. Esta desvalorización universal en aras de lo “útil” es lo que nos revela de forma palmaria los síntomas de una decadencia o vejez irreversible de un paradigma. Pues en la mala vejez -ya que también la hay buena-, es un hecho que, al vivirla como fracaso, todo se desvaloriza, empezando por la vida en general. Asimismo, la codicia es un huésped que la debilidad atrae con frecuencia, pues cuando no se puede.... ¿qué es más útil que el dinero?

Sólo nos resta decir que si en el nuevo paradigma la conciencia se revela como el patrón del Ser y de su valorización, es a su vez necesario destacar que una de las dimensiones de la misma por la cual el Ser es más diferenciado como singularidad, contra el fondo indiferenciado de la nada, es el Amor.

jueves, 19 de mayo de 2011

¡REACCIONA!




Parece que este título, así como el de Indignaos de Hessel, se encuentra en la base de las actuales reivindicaciones y movilizaciones que recorren el país, y que se recogen en el conocido lema de Democracia real Ya! Se hace necesaria, por tanto, una atenta lectura de ambos textos si queremos conocer al menos los planteamientos, aspiraciones y alcances iniciales del movimiento. Y eso es lo que vamos a intentar hacer aquí. Porque, nos parece, no basta con simpatizar y adherirse a una corriente que, efectivamente, trata de desenmascarar, por fin, múltiples y gravísimos abusos cometidos especialmente sobre los sectores más débiles de la población, y lo más importante: el carácter falaz de las llamadas “democracias” actuales. Con ser muy importante, no basta esto, no. Hay que ejercer una y otra vez el pensamiento crítico, saberse distanciar adecuadamente de los procesos sin caer en triunfalismos fáciles, porque corremos el serio riesgo de ser arrastrados por un voluntarismo que no haga, a la postre, sino fortalecer las posiciones reaccionarias. Ejemplos en la historia los hay de esto muy abundantes. Léase, por ejemplo, el 68 francés.

Llama muchísimo la atención, en primer lugar, que, salvo alguna excepción aislada, ninguno de ambos textos se sale del paradigma dominante. En general, tratan de re-moralizar el sistema, reconducir su rumbo, mitigar o incluso terminar con sus “excesos”, pero no se cuestionan sus fundamentos mismos. Se pone el dedo acusador sobre un capitalismo insaciable, carente de límites, pero la mercantilización de las relaciones humanas que supone por definición el capitalismo no se pone en solfa ni siquiera en una ocasión. Se pide trabajo, pero se olvida que el marxismo puso al descubierto que el trabajo en el capitalismo sigue suponiendo explotación aunque ésta se encuentre doblemente enmascarada en primer lugar por una relación contractual entre el que posee los medios de trabajo y el que no los posee; y en segundo lugar, porque la alta productividad alcanzada por el desarrollo técnico-científico hace que “toquemos a más” aunque la parte expoliada sea aún mayor. En resumen, que está renunciando a una de las aspiraciones esenciales de la izquierda: la reivindicación de la propiedad común de los medios de producción. Los recursos son de todos. ¡Estamos dando por bueno que sólo el egoísmo es capaz de hacer funcionar una sociedad!

No podemos seguir aspirando al rescate de los valores solidarios humanos si continuamos bendiciendo la competencia, que es el fundamento mismo de la lógica capitalista. No se puede continuar en la lógica del “más y el menos” dentro de los presupuestos mismos del sistema que niega y corrompe nuestra humanidad misma. Es significativo, a este respecto, esta reflexión de Rosa María Artal en Reacciona: «Pocos apuestan ya por el fracasado comunismo como alternativa. […] Libertad de mercado, pues, pero tiene que incluir otras libertades imprescindibles, de cumplimiento conminatorio […]. La libertad no puede ligarse únicamente al beneficio económico» (p. 109). Está claro, en esta cita, qué libertades se hacen depender de qué otras, y no al contrario. ¿Hasta cuándo vamos a considerar el beneficio económico un derecho, o incluirlo en el catálogo de libertades, cuando supone, inequívocamente, explotación de seres humanos y negación de todas las formas de vida? ¿Hasta cuándo vamos a seguir dando por buenos los presupuestos del liberalismo de los siglos XVIII y XIX?

El libro de Hessel recurre una y otra vez al “espíritu” del fin de la Segunda Guerra Mundial. O sea, a los supuestos valores fundadores de nuestras democracias. Algo parecido se trata de hacer en Reacciona. Y una y otra vez se legitima todo el sistema volviendo los ojos con nostalgia al llamado Estado del Bienestar. Decimos que hemos comenzado un movimiento revolucionario. Pues bien, afirmamos que no hemos visto nunca una revolución que cuestione el sistema hacia el cual reacciona calificándolo como «Estado del Bienestar». No seamos ingenuos: si se nos concedieron ciertos beneficios y servicios sociales no fue nunca por filantropía, sino para impedir que se propagara el ejemplo de los países del Este, lo cual no quiere decir ni mucho menos que los tomemos como modelo. Nuestro tan querido «Estado del Bienestar» se ha construido sobre el sacrificio y la explotación despiadada de las poblaciones del Tercer Mundo. Y nos ha dado las migajas de los inmensos recursos sociales haciéndonos santificar, así, un estado que es puramente de clase, y que, por tanto, toma como patrón las necesidades subjetivas de un determinado grupo social que no persigue sino reconocerse a sí mismo, en su propio paraíso privado. ¿Vamos a seguir asintiendo también con unas democracias basadas en la ideología del mérito según la cual los éxitos económicos o el nivel de vida son directamente dependientes del mérito personal?

No pidamos la regeneración de un sistema que no sólo es ya irrecuperable, está en fase de decadencia aguda y está haciendo naufragar a la humanidad entera, sino que, además, es inhumano por propia definición. No es posible una verdadera democracia partiendo de estas bases, ni una auténtica justicia social, ni mucho menos un verdadero desarrollo humano: sólo tendremos nuevos engaños, más idiotización, más explotación, aunque puedan seguir edulcorándonosla. Podrán hacer ciertas concesiones temporales, obligados por las circunstancias, pero volverán a las andadas. Y lo que es mucho más importante: conscienciémonos de que este sistema lo hemos estado manteniendo entre todos mientras estábamos en período de vacas gordas. No hay auténtica regeneración sin autocrítica. No es tiempo de intentar salvar al sistema nombrando sus virtudes: hay ya que trascenderlo.

martes, 17 de mayo de 2011

LA ESPERA NO ES UNA ESPERANZA VACUA


Hemos seleccionado unas hermosísimas citas de un texto milenario, el I Ching o Libro de las Mutaciones, por su enorme carga de sabiduría. Sirven de inspiración en la espera de aquel que aspira a las mayores hazañas, a las tareas más arriesgadas, pero también las más nobles. Y nos enseña que ese aguardar tiene un gran sentido cuando realmente se espera lo adecuado. Es esta nuestra pequeña selección de una gran palabra:



I CHING. EL LIBRO DE LAS MUTACIONES (Barcelona, RBA, 2006).

«La real comunidad entre los hombres ha de llevarse a cabo sobre la base de una participación cósmica. No son los fines particulares del yo, sino las metas de la humanidad lo que produce una duradera comunidad entre los hombres; por eso está dicho: comunidad con hombres en lo libre tiene éxito. Cuando predomina la unión de este tipo, pueden llevarse a cabo aun las tareas más difíciles y peligrosas […].» (84-85)

«Se ha alcanzado aquí el colmo de las tinieblas. La potencia tenebrosa tuvo al comienzo tan alta posición que pudo herir a todos los seres buenos y esclarecidos. Pero al fin ella perece, a consecuencia de sus propias tinieblas, pues el mal ha de hundirse en el mismo instante en que vence plenamente al bien, consumiéndose así la fuerza a la cual hasta ese momento debió su existencia.» (208)

«La espera no es una esperanza vacua. Alberga la certidumbre interior de alcanzar su meta. Sólo tal certidumbre interior confiere la luz, que es lo único que conduce al logro y finalmente a la perseverancia que trae ventura y provee la fuerza necesaria para cruzar las grandes aguas.
Alguien afronta un peligro y debe superarlo. La debilidad y la impaciencia no logran nada.
Únicamente quien posee fortaleza domina su destino, pues merced a su seguridad interior es capaz de aguardar. Esta fortaleza se manifiesta a través de una veracidad implacable. Únicamente cuando uno es capaz de mirar las cosas de frente y verlas como son, sin ninguna clase de autoengaño ni ilusión, va desarrollándose a partir de los acontecimientos la claridad que permite reconocer el camino hacia el éxito.
Consecuencia de esta comprensión ha de ser una decidida actuación perseverante; pues sólo cuando uno va resueltamente al encuentro de su destino, podrá dominarlo. Podrá entonces atravesar las grandes aguas, vale decir tomar una decisión y triunfar sobre el peligro.» (41-42)

«[...] quien ha reconocido la necesidad de la cohesión, y no siente dentro de sí la fuerza suficiente para actuar él como centro de la solidaridad, tiene el deber de unirse a otra comunidad organizada.» «Compárese el conocido dístico: “Aspira siempre a la totalidad; si no puedes llegar a ser un todo tú mismo, adhiérete como miembro al servicio de un todo.» (58)

«La Posesión de lo Grande: Elevado Logro.
[…] La Posesión de lo Grande está predeterminada por el destino y en correspondencia con el tiempo. ¿Cómo es posible que ese débil trazo tenga fuerza suficiente como para retener y poseer a los trazos fuertes? Lo es gracias a su desinteresada modestia. Es éste un tiempo propicio. Hay fortaleza en lo interior, y claridad y cultura en lo exterior. La fuerza se manifiesta con finura y autodominio. Esto confiere elevado logro y riqueza.» (89)

«El que realmente toma en serio su modestia ha de procurar que ésta se ponga de manifiesto en la realidad. En este sentido debe proceder con gran energía. Si surge alguna hostilidad, nada más fácil que buscar la culpa en el otro. Un hombre débil acaso se retire entonces, ofendido, refugiándose en sí mismo, sintiendo autocompasión y tomando por modestia su actitud de no defenderse. La verdadera modestia se manifiesta procediendo vigorosamente uno a poner orden, y en ese sentido comenzará con el propio yo y con su círculo más estrecho […]. Únicamente cuando uno tiene el valor necesario para hacer marchar sus ejércitos contra sí mismo, podrá realizarse algo vigoroso.» (98-99)

viernes, 6 de mayo de 2011

UN LUGAR A DONDE IR


Caspar David Friedrich, Un soñador (Las ruinas de Oybin) (1835)
 
¿Dónde está el amigo
que busco por doquiera?
Cuando apunta el día
mi inquietud también aumenta.
Cuando el día muere
lo busco todavía.
Aunque el corazón me abrasa
yo voy siguiendo sus huellas
en cualquier brote de vida:
el aroma de la flor,
la esbeltez de la espiga;
en el suspiro que lanzo
y en el aire que respiro
está presente su amor,
y oigo cantar su voz
en el viento del estío.

Ingmar Bergman (Fresas Salvajes, 1957).


"Dice: Buscad continuamente su rostro. Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo. No se busca a Dios moviéndonos, sino deseándolo. Y el feliz encuentro no extingue los santos deseos, sino que los prolonga. ¿Acaso la plenitud del gozo adormece la añoranza? Es poner más aceite en la llama. Así es. Desbordará la alegría, pero no se agota el deseo ni la búsqueda. Imagínate, si puedes, esa diligente búsqueda sin indigencia, ese afán sin ansiedad; lo primero lo excluye la presencia y lo segundo la abundancia"
San Bernardo de Claraval

Un lugar a donde ir
"En aquel momento comprendí que lo importante ante la libertad no es tener un barco, sino un lugar a donde ir, un puerto, un sueño, que merezca toda aquella agua que hay que atravesar".
Alessandro D´Avenia.

"Noto mis palabras libres y a la vez con peso. El peso se lo dan los hechos por los que he pasado, aunque ya se han convertido en alas y plumas que la hacen volar, tan ligera como grave. Sólo ahora que tengo peso, sé volar".
Alessandro D´Avenia.

"la realidad exige seriedad para poder ser reconocida, exige ojos abiertos, mente atenta y corazón acogedor para que el Misterio que ella encubre se revele en su verdad profunda".
Einstein

Syme: “No, yo no estoy tan indignado. Yo te agradezco, no sólo el vino y la hospitalidad que me has dado, sino mis hermosas aventuras y radiosos combates. Pero te quisiera conocer. Mi alma y mi corazón se sienten tan dichosos y quietos como este dorado jardín, pero mi razón está llorando: yo quisiera conocer, yo quiero conocer...”
G.K.Chesterton, El hombre que fue Jueves, 1908.

Agradecemos desde aquí a V. Cabañas (Please give me a Parachute!!) el descubrimiento de estas hermosas citas, salvo el poema bergmaniano inicial, que se nos presentó con el visionado de su obra maestra Fresas salvajes, todo un canto a la redención humana.
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