viernes, 24 de junio de 2011

ASAMBLEA 'LAS ESPIRITUALIDADES Y EL 15M'. Algunas propuestas a las cuestiones planteadas.


El pasado día 22 de junio se celebró en Sevilla la Asamblea 'Las espiritualidades y el 15M' cuya iniciativa partió de la Asociación Iniciativa Cambio Personal-Justicia Global. Dicha Asamblea se convocaba con el objetivo de plantear básicamente dos preguntas: "¿En qué nos interpela el Movimiento 15M a las diferentes tradiciones, organizaciones, instituciones, grupos, colectivos o movimientos de espiritualidad?" y "¿Qué podemos aportar desde la espiritualidad?" 

La Asociación Aletheia acudió a la misma con algunas propuestas que son las que a continuación exponemos:

«Una de las preguntas fundamentales planteadas en este encuentro que ahora celebramos es la de qué puede aportar la espiritualidad al llamado Movimiento 15M, que ahora se desarrolla. Una pregunta, no obstante, que puede hacerse extensiva al mundo actual en general, en profunda crisis, y cuyos fines son casi siempre sólo inmediatos. Pues bien, a este respecto, hay que tener muy en cuenta que las grandes tradiciones espirituales han sido siempre forjadoras de fines. Se han fijado siempre, por tanto, grandes metas. Uno de los fines establecidos por el cristianismo, por ejemplo, ha sido el establecimiento del Reino de Dios en este mundo, lo cual ya supone una fuerte llamada a la implicación y el compromiso, desde los principios evangélicos, en las realidades inmanentes. Cabe deducir, por lo tanto, que lo que puede y debe aportar la espiritualidad son, sobre todo, nuevos fines; guías claras para nuestra vida. Ahora bien, nos preguntamos: ¿cuáles deben ser estos fines? ¿En qué deben consistir principalmente? A nuestro parecer, estos fines y guías, en el contexto del mundo actual, deben ser, exclusivamente, aquellos que nos humanizan.

De lo anterior se deduce, por tanto, que todas las propuestas (tanto las puramente “espirituales” como las que parten desde otros ámbitos) que no conduzcan a dicha humanización carecen de valor en relación al Movimiento ciudadano que ahora nos ocupa. Pero, ante esto, debemos preguntarnos: ¿Qué es lo humano? ¿Es humano un sistema que, con el fin del lucro de unos pocos, condena a la inmensa mayoría a trabajos que alienan y embrutecen, impidiéndoles su propia realización como seres singulares? ¿Es humano si, aun existiendo sobradamente recursos disponibles para todos, vampiriza sistemáticamente tanto la naturaleza como el trabajo, y, en relación a este último, tanto el necesario para la subsistencia como el vocacional o libre, que recae generalmente en unos pocos por azar? Nuestra respuesta es que no, que no lo es. Por el contrario, cabe decir, como contraste, que todo poder original, o sea, verdaderamente revolucionario, ha sido siempre el que ha pugnado por sacar a la masa del anonimato, luchando por devolver a todo ser humano la dignidad que le corresponde.

Por tanto, la misión de lo espiritual es, a nuestro modo de ver, llevar a cabo una labor activa de humanización, trascendiendo de esta forma vías exclusivamente personales o subjetivas. Es esta la manera, según creemos, cómo lo espiritual debe implicarse en el mundo o entrar en la esfera de lo inmanente. Lo espiritual, pues, consistiría en la búsqueda de los poderes humanos auténticos. En consonancia con lo anterior, sería labor de lo espiritual, pues, el planteamiento del problema del fundamento de la legitimidad de todo poder. Si consideramos que existe una actitud espiritual allí donde un ser humano afirma a otro como un fin en sí mismo, y que falta absolutamente donde se le utiliza como un medio, cabe entonces plantear si no son formas ilegítimas de poder todas aquellas que nos utilizan, que nos emplean, de una u otra manera, como medios (somos puramente mano de obra intercambiable o consumidores desde el punto de vista de la producción y electores manipulables desde el político, por no citar otras formas de manejo humano aún más burdas o brutales, también a la orden del día). De esta forma, lo que puede la espiritualidad aportar a este movimiento es, a nuestro parecer, una nueva Palabra que, a la vez que sea conciliadora, cuestione toda forma ilegítima de poder, ya que el verdadero espíritu es aquél que busca un nuevo poder original para el cual todos sus fines son relativos al fin último siempre presente: el presenciarnos como fines originales o fines en sí mismos. Se trata de superar, de esta manera, las formas actuales de poder -opacas por estar mediadas por el control de los medios, siempre concentrados en unas pocas manos-, para pasar a un poder transparente, llamado así por estar centrado en el poder de los seres humanos en tanto que seres conscientes, para los cuales los medios sólo sirven.

Se deduce de todo lo anterior, a nuestro modo de ver, de una nueva exigencia en el actual proceso reivindicativo que estamos viviendo, planteada desde la propia conciencia espiritual: la necesidad de aspirar , sobre todo, a una vida plena y digna -que es a la que todo ser humano tiene completo derecho. En otras palabras: lo elemental nos pertenece y no debe mendigarse, y mucho menos legitimar a los actuales poderes pidiéndoles que nos concedan lo que ya por derecho es nuestro. Se trata de erradicar el absurdo de que, para adquirir lo más necesario, se tiene que producir lo superfluo. Nuestro nivel reivindicativo debe hallarse, pues, en consonancia con una nueva conciencia superior de la dignidad humana.

Hacemos aquí algunas propuestas de reivindicaciones que son, a nuestro parecer, esenciales en cuanto se encuentran en consonancia con nuestra naturaleza de seres llamados a gozar de una libertad plena:

-El ser humano y la naturaleza deben erigirse en patrones fundamentales de una nueva economía. Quiere esto decir que toda producción de bienes materiales, así como las formas de distribución y cambio inherentes a la misma, deben ser sólo relativas a la afirmación de la singularidad humana (corporal, psicológica y espiritual) y natural, considerada la primera tanto al nivel del individuo como al nivel del Nosotros.

-Puesto que todo el proceso de la vida social se sustenta con la energía humana (fuerza de trabajo) consumida en el trabajo humano necesario para el mantenimiento de dicha vida social y con la energía tomada de la naturaleza, el objetivo ha de ser el de restituir a ambos sistemas a sus condiciones óptimas iniciales. No se puede gastar más energía que aquella que permite la regeneración óptima del sistema.

-La restitución de la fuerza de trabajo en su estado óptimo (que debe cuantificarse objetivamente y ser universal, se trabaje o no), debe constituir, asimismo, el límite a la hora de recibir o tomar de los recursos sociales. Y ya que la vida digna consiste en tomar lo justo para poder dar lo mejor de sí mismo -porque la dignidad reside no en recibir, sino en poder dar- lo anterior excluye de antemano cualquier acumulación, en beneficio privado, de medios o recursos sociales por encima de dicho límite, porque esto siempre implica la utilización de otro como medio. La persona humana es -y, por tanto, así debe considerarse a todos los efectos- un fin en sí misma, de lo que se deduce que los medios de producción no pueden ser monopolio privado. Los medios de producción deben estar a disposición de todos, no sólo para cubrir carencias físicas, sino para el desarrollo de las personalidades humanas.»

domingo, 19 de junio de 2011

EL MOVIMIENTO DEL 15 DE MAYO: UN ANÁLISIS CRÍTICO


Se ha abierto una brecha, por primera vez de forma importante, en la legitimidad del sistema parlamentario occidental tras la caída de los regímenes socialistas del Este de Europa a fines del pasado siglo XX. Tras el desmoronamiento de estos últimos, ya nada parecía amenazar el sistema democrático-capitalista triunfante, que se encontraba sin adversarios serios que pudieran cuestionar sus propios fundamentos ideológicos y, por tanto, también políticos, económicos, militares o “culturales”. Tanto el fundamentalismo islámico como los jirones aún supervivientes del modelo socialista estatal no constituían sino residuos del pasado, dentro del cual China vino a desarrollar una forma política dictatorial que, identificada con el nombre de comunismo, responde sin embargo perfectamente a las exigencias del desarrollo de un capitalismo salvaje, pues lo que menos respeta son los derechos sociales que, al menos, toda forma comunista pretende salvaguardar.

Sin embargo, y pese a contar con el campo abierto a nivel planetario, y, por tanto, con todas las ventajas para su afianzamiento y expansión, el sistema democrático-capitalista se cuartea. Y su crisis no tiene las características, precisamente, de una crisis parcial o de crecimiento, sino de agotamiento. Contábamos, desde 2007-8, con una crisis económica brutal que se cifra a nivel planetario, y que deviene del propio modelo productivo en su fase financiero-especulativa, y contábamos también con una debacle ambiental bastante anterior, de tal magnitud y peligro de irreversibilidad que pone inevitablemente fecha de caducidad o bien a la Tierra o bien a este modelo económico. Tenemos ahora, además, en la palestra una aguda crisis de legitimidad del modelo político que ampara tanto unas prácticas como las otras. Y ello no obstante a que el movimiento de protesta surgido tan recientemente en España -el aún heteróclito Movimiento 15-M y, sobre todo, la plataforma que le sirvió inicialmente de impulsora, Democracia Real Ya (DRY)- afirma (al menos por lo que respecta a los lemas asumidos mayoritariamente) no cuestionar el modelo político en sí, sino los abusos producidos a su sombra y la dejación de sus funciones a favor de los grandes poderes económicos, convertidos en los verdaderamente rectores. Pero vayamos por partes.

La irrupción, de forma pública y manifiesta, de la discusión, por parte de una minoría significativa, del funcionamiento de toda la tramoya institucional, no constituye sino el necesario comienzo de un proceso crítico y cuestionador. Pero aún tremendamente inmaduro. En primer lugar, por desconocer, en muchos casos, la naturaleza misma del sistema cuyos defectos ahora se señalan; unos defectos que son congénitos, y no coyunturales, y que por tanto no resultan remediables manteniendo el sistema de premisas sobre el que se asientan. Así, por ejemplo, la falta de representatividad de la democracia española, según se denuncia repetidamente, y para la cual se insiste como remedio en la reforma de la actual ley electoral, muy restrictiva para los pequeños partidos. Sin embargo, semejante reivindicación no es pareja a la identificación de los actuales partidos, especialmente los mayoritarios, como partidos que, por naturaleza, representan únicamente los intereses de determinados grupos y sectores sociales, pues desde el momento en que en la sociedad existen estratos que poseen en mayor medida el control de los medios (principalmente económicos, pero también de otros tipos, como son los de transmisión ideológica), imprescindibles para la subsistencia de la mayoría y para el funcionamiento social, éstos requieren asimismo sus propias organizaciones políticas que aseguren el mantenimiento de sus intereses. Podrá modificarse la actual ley electoral y favorecerse así el acceso a las instituciones de partidos de más pequeño espectro, pero difícilmente con ello se remediarán dos cosas que constituyen el auténtico cáncer del actual modelo democrático (entendiendo por tal el que permite el sufragio universal): por un lado, la adhesión de millones de votantes a partidos cuyos verdaderos intereses se les escapan -es decir, la realidad del voto no libre, entendiendo por tal no el directamente coaccionado, sino el guiado por la ignorancia, la manipulación y la incultura política de grandes masas de población-; y, por otro, la práctica permanente de la alternancia en el poder, que otorga apariencia de cambio y pluralidad, pero que en realidad resulta una maniobra muy hábil para impedir el desgaste irreversible de partidos que, en esencia, vienen a representar, con leves variaciones, a los mismos sectores poblacionales, principalmente, como queda dicho, a los detentadores de los medios.

Wassily Kandinsky, Pequeños mundos III (1922)

Tomando en consideración la perspectiva expuesta, está claro que los problemas de corrupción no pueden constituir una mera excepción (como parecen tratarse muchas veces en el 15-M): es la propia legitimación permanente de este estado de cosas la que la genera constantemente, por lo que resulta inútil pedir “honestidad” a los políticos o a los empresarios. Hay que comenzar por destruir la aquiescencia social hacia ideas tales como “éxito económico” (siempre realizado a costa del trabajo de otros) o “competitividad” (basada igualmente en la desvalorización ajena), y empezar a instituir nuevos patrones de comportamiento humano que sirvan a su vez de referente para la propia organización económica y política. Si comenzamos a considerar, por ejemplo, el desarrollo personal o humano -entendido en el sentido más completo posible- como un derecho fundamental e inalienable de todos y de cada uno, está claro que la acumulación de patrimonio o de recursos económicos en manos de unos pocos dejará de ser ya cuestión de “más o menos” (lo que ahora se critica es que esta acumulación resulta “excesiva” y hay que rebajarla), para pasar a plantearse cuáles son los recursos a que todos y cada uno -en estricta igualdad- tenemos derecho para el máximo despliegue posible de nuestro propio potencial humano. Porque ese desarrollo personal es profundamente solidario o no lo es en absoluto. Estamos aludiendo, así, a que la regeneración social requiere una profunda revisión de valores -entendiendo por fin la necesaria solidaridad entre los seres humanos si queremos conseguir ser nosotros mismos-, sin la cual los conflictos que vivimos no harán sino perpetuarse y agudizarse.

Sin embargo, parece ser un lema ampliamente asumido en el 15-M (y sobre todo en los planteamientos iniciales de DRY) que no cabe salirse del cortoplacismo y la forma localizada de las demandas, aisladas éstas a su vez entre sí: reforma electoral, eliminación de los paraísos fiscales, aumento de la progresividad en los impuestos, parón al recorte de derechos sociales, independencia del poder político respecto al económico, etcétera. Es decir, que no “vale” salirse del marco o “reglas de juego” establecidas por el propio sistema, debiendo criticarse sólo sus “desviaciones”. De ahí el conocido lema “No somos antisistema: el sistema es anti nosotros”. De forma que se elude ver en el “sistema” un todo organizado, profundamente interdependiente, dirigido a un fin: salvaguardar la autoidentificación de ciertos grupos sociales como “dominantes”, para lo cual poseen prioridad absoluta sus demandas y requerimientos, al fin de mantener dicha identidad (que puede tomar distintos nombres: los “triunfadores”, los “emprendedores”, los “hechos a sí mismos”, los que ponen el “riesgo” y la “iniciativa”, los VIP, etc.). Los “beneficios sociales” que recaen en el resto de la población no son sino los recursos sociales sobrantes una vez satisfechas las necesidades de identificación de los primeros (a través de cosas tales como primas, coches de lujo, mansiones -más grandes o más modestas-, joyas, objetos de arte, etc.).

No obstante, esta visión del sistema como un todo y, sobre todo, su cuestionamiento global como tal, viene calificándose en muchas ocasiones como “ideología”, y, como tal, descalificándose. De esta forma, va imponiéndose realmente un debate en el seno del Movimiento acerca de qué es ideología y qué no lo es, y por qué el sistema de premisas que tenemos establecido permanece permanentemente a salvo de tal consideración, y por tanto incuestionable. ¿Realmente, entonces, podemos hablar de todo, o se nos está imponiendo una censura por parte de los “a-ideológicos” (o perpetuamente objetivos) que nos dicen hasta dónde podemos llegar en nuestras críticas y cuándo estamos tocando el cuerpo impronunciable de dogmas? Hablar de capitalismo, por ejemplo, viene a considerarse -y así lo hemos leído en más de una ocasión, y también vivido personalmente en los procesos asamblearios en los que hemos venido participando- “sacar los pies del plato”, “hacer ideología” (o sea, falsear las cosas con miras particularistas). Y lo que es casi peor: sobreviene, con ello, la alusión a que, con este tipo de planteamientos, se viene a romper la “unidad” del movimiento. Nos preguntamos, pues: ¿no es contradictorio pretender mantener la “unidad” marginando (no siempre voluntariamente) a los que apuntamos al carácter estructural de las injusticias que denunciamos, y señalamos, además, su continuidad histórica (estas injusticias no son, desde luego, cosa reciente)? ¿Hay que mantener la “unidad” a costa de renunciar a llamar a las cosas por su nombre? ¿O es que algunas cosas no tienen nombre (o tienen otros que suenan mejor)? Pues está claro que este tipo de reduccionismos y escamoteos es ideología, y de la más clara. Y pretender estar por encima de toda ideología es nada más y nada menos que pretender ser fuente de valor -de lo cual creemos que están bastante lejos-, convirtiéndose, pues, en los mejores sostenedores del ideario ideológico liberal que nos sirve de marco (lo sepamos o no, lo explicitemos o no), al pretender mantenerlo “puro”. Precisamente fue ese uno de los grandes “logros” de la Transición: hacernos creer que sobrevenía un sistema en el que cabían todas las ideologías, pero que no representaba él, en sí mismo, a ninguna (era a-ideológico, qué casualidad). Esta claro que dejamos bien enterrada la enseñanza marxista -a nuestro parecer, más que acertada- de que «la ideología dominante es la de la clase dominante».

Está claro, por otra parte, que la “desideologización” del movimiento tiene sus consecuencias. Una de ellas es la exclusión sistemática de la sociedad civil organizada en el mismo, pretendiendo partir de un falso “punto cero” que lo que hace es despreciar el bagaje y la experiencia organizativa, la tradición y logros teóricos, el pasado de lucha y la propia identidad de muchas asociaciones y organizaciones ya existentes y comprometidas de muchas maneras con los problemas que ahora se denuncian. De esta forma, nuestra reducción a “meros” individuos, ignorando nuestros anteriores vínculos y compromisos colectivos, responde, nuevamente, a la propia visión ideológica dominante, que concibe a los seres humanos como entes aislados cuyos destinos se forjan, exclusivamente, a través de la responsabilidad y el talento personal. De esta idea procede, fundamentalmente, la actual legitimación de los privilegios sociales. Esta estrategia no es, pues, “desideologización”, sino, nuevamente, encontrarse dentro del marco ideológico más ampliamente asumido.

Lo mismo ocurre, a nuestro parecer, con la renuncia a todo tipo de “poder” o a la formación de un movimiento o partido político capaz de transformar nuestras reivindicaciones en realidades. Se incurre, con esto, en una contradicción flagrante: se pretende renunciar a ser un poder, pero, de hecho, se ejerce en la calle todos los días (¿o es que las demostraciones públicas masivas, las asambleas, las protestas ciudadanas de diferente índole no son ya, de hecho, una forma de poder o contrapoder?). Por otra parte, diciendo que se renuncia a toda forma organizada para ejercer el propio poder, por considerar a los partidos estructuras escasamente democráticas, se insta una y otra vez a los partidos ya constituidos a que “escuchen” a los ciudadanos y cedan a sus demandas. O sea, a que las implanten ellos mismos, considerando que pueden y deben querer hacerlo, puesto que su deber es representarnos. Luego, indirectamente, les devolvemos la legitimidad que previamente creíamos haberles cuestionado.

Una vez dicho todo esto, y para quienes hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí, habrá quien se pregunte porqué considerábamos, al comienzo de este artículo, que se ha abierto una grave crisis en la legitimidad del sistema. Pues aparte del por muy importante hecho de que comienzan a no darse por buenas muchas prácticas que, hasta hace poco, no eran contestadas sino por pequeñas minorías, porque va a ser difícil mantener estas contradicciones a medida que se vaya demostrando la rigidez del sistema para la asimilación de muchas de las demandas que vienen planteándose. La pretendida “libertad” de opciones del sistema democrático (según el cual “todo es posible” siempre que nos conduzcamos por los cauces “adecuados”) va a chocar inevitablemente con un implacable determinismo que impide que ciertas medidas sean imposibles, dadas, por ejemplo, las leyes internacionales de movimientos de capitales, a las cuales, obviamente, se les ha otorgado un rango superior. No obstante, es muy posible que nos encontremos en una fase necesaria de todo proceso inicial de toma de conciencia colectiva. A este respecto, no podemos sino recordar los comienzos de la propia Revolución francesa, en las que las demandas del Tercer estado se dirigían no a la eliminación de la institución aristocrática -y ni mucho menos de la monárquica-, sino a la asunción, por parte de los primeros, de sus propias obligaciones tributarias. Algo imposible en el contexto de la sociedad del Antiguo Régimen. También ahora nos encontramos en un Antiguo régimen, aun sin saber aún que es tal.

lunes, 13 de junio de 2011

ALGUNOS FINES IRRENUNCIABLES EN RELACIÓN A TODO PROYECTO POLÍTICO.

Nos encontramos en un momento crucial, límite. Un momento en el que, además, se ha demostrado el agotamiento de las acciones localizadas para la solución global de los problemas, a pesar del carácter paliativo que dichas actuaciones puedan poseer respecto a los abusos de un sistema esencialmente injusto. Ha llegado, pues, el momento de los fines universales para la resolución de problemas que son de índole global.

Para la definición de tales fines resulta imprescindible el esclarecimiento de los patrones esenciales que el ser humano debe poseer como referentes de sí mismo en sus principales esferas de actuación (o patrones autorreferenciales). Ello resulta crucial para conocer qué es a lo que fundamentalmente debemos aspirar y qué debemos principalmente defender, pues tales referentes se derivan de nuestro carácter esencial como seres que buscan afirmarse en la plenitud de su conciencia y de su cuerpo. El objetivo de dicho esclarecimiento es hacer verdaderamente posible la consecución de un orden social libre y solidario, pues sólo conociendo lo que nos hace auténticamente humanos podremos caminar hacia él.

René Magritte, La llave de los campos (1936)
Nos encontramos en la fase agónica de un paradigma terminal, basado en el presupuesto de progreso entendido como desarrollo permanente y exponencial de las fuerzas productivas (entendidas como todo tipo de técnicas y la tecnología en general). De dicho paradigma formaron parte igualmente las sociedades llamadas socialistas nacidas a raíz del ciclo de revoluciones inspiradas en el ideario marxista. En él se ha colocado al medio (nuevamente, dichas técnicas y tecnologías), esto es, a lo que sólo sirve, como centro absoluto, como pivote esencial del desarrollo social y humano. Sin embargo, el medio no es nada en sí mismo; es, por el contrario, lo que remite a otra cosa (fundamentalmente a nosotros mismos y a la naturaleza), por lo que no es de extrañar que en dicho paradigma tanto lo esencial del ser humano (incluso su supervivencia misma) como la propia naturaleza se encuentren hoy muy gravemente amenazados.

Se trata, pues, de construir un nuevo Presente. Y éste ya no puede ser otro que un Presente Transparente, llamado así porque es aquel en el cual todos nos podemos presenciar como lo que somos y, por tanto, reconocernos como Nosotros Mismos en todas las diferencias y en todos los cambios. Este presente transparente se diferenciaría del Presente Pasado de la antigüedad -que se definía en relación a un pasado ideal o edad de oro-, del Futuro Presente de las sociedades basadas en la utopía de un futuro mejor, basado tanto en una realidad espiritual como material (hoy vigente fundamentalmente a través de esta última, pues la fe en el progreso es esencialmente la fe en el desarrollo de la ciencia y la técnica), y también del Presente hoy vigente, que no es sino de transición, y que no se define sino por la necesidad un presente cualquiera (un “aquí y ahora” cualquiera). Este Presente Transparente del que hablamos se convierte, así, en el patrón autorreferencial más importante.

En función del anterior, debe definirse el patrón de autorreferencialidad relativo a la producción (y todo trabajo necesario es productivo, por cuanto en él siempre se produce un resultado que nos lleva, directa o indirectamente, al reconocimiento de nosotros mismos -punto primero). Dicha definición es necesaria para saber qué y para qué debemos producir, y también qué tenemos derecho a tomar o a recibir. Marx ya se acercó a él al entender a la fuerza de trabajo como generadora de todo valor, pero no lo completó al no cuantificar objetivamente la restitución de dicha fuerza de trabajo, considerándola relativa. Y aunque, en efecto, ésta varía en función de diversas coyunturas, tanto personales como históricas y sociales, sí que pueden llegar a establecerse unos parámetros básicos por los cuales medir la restitución de la fuerza de trabajo en su estado óptimo. Porque ésta no debe ser restituida sino de esta forma: en las mejores condiciones posibles, tanto físicas como psicológicas, en un momento y condiciones dados. Éste debe ser, por tanto, uno de los objetivos esenciales de toda producción, así como el límite a la hora de recibir o tomar. Ya que la vida digna no es sino ésta: la que toma lo justo para poder dar lo mejor de sí mismo. Porque la dignidad reside no en recibir, sino en poder dar. Y, en consonancia con lo anteriormente apuntado -el patrón de autorreferencialidad básico-, es precisamente el logro de esta dignidad lo que nos permitirá reconocernos como Nosotros Mismos en toda diferencia y en todo cambio.

Y si nuestra dignidad consiste principalmente en la capacidad y posibilidad de dar lo mejor de nosotros mismos, se perfila con ello el patrón autorreferencial de todo trabajo, que no es sino el trabajo libre o vocacional. A él, pues, es al que fundamentalmente debemos aspirar, conviniendo, pues, en el reparto y minimización del que llamamos trabajo dependiente (en general, el no vocacional), que debe ser en lo posible realizado por máquinas cuando no cumpla la condición siguiente: que el cuerpo humano sea el patrón autorreferencial de todo instrumento. Quiere ello decir que todo instrumento o medio debe adaptarse a las características propias del cuerpo humano con el fin de potenciarlo, desarrollando en él nuevas potencialidades, y nunca el cuerpo, por el contrario, adaptarse al instrumento, embotándose o atrofiándose en consecuencia.

Leonardo Da Vinci, El hombre de Vitruvio,canon del cuerpo humano (1490)
En relación al poder, y a la hora de dilucidar qué poder es legítimo y cuál no, es necesario establecer como patrón autorreferencial al que llamamos poder Original. Este es aquél por el cual todos sus fines son relativos a la afirmación del que es (o debe ser) su fin siempre presente: la afirmación de todo ser humano como un fin original o un fin en sí mismo. Por lo tanto, todo fin relativo concluye allí donde su prolongación amenace con convertirnos en medios, y, por lo tanto, podamos ser utilizados. Cuando un poder original o liberador busca perpetuarse afirmando un fin relativo como el fin absoluto (por ejemplo, el desarrollo científico-técnico), se convierte en un poder represor. Es por ello que en un orden libre y solidario, el estado debe ser el poder organizado de todos para afirmar, garantizar y desarrollar el poder de cada uno, siendo el único poder legítimo el inherente a ese orden libre y solidario.

Una vez expuestos estos patrones autorreferenciales básicos, cabe puntualizar lo siguiente acerca de los mismos:
  1. Un patrón autorreferencial es un fin en sí mismo, por lo que toda represión consiste en utilizarlos como medios.
  2. Todo lo que limite o impida la afirmación de dichos patrones referenciales constituye asimismo una forma de represión.
  3. La legitimidad de todo poder nace de ser un patrón autorreferencial. Un poder sin legitimidad es aquél que utiliza los patrones esenciales para sus fines puramente relativos.
  4. Una sociedad justa y libre es aquélla en la que las leyes de todas las leyes son los patrones autorreferenciales. 
Relacionados con estos temas le recomendamos: PRINCIPIOS SOBRE EL PODER (I) Y (II).

sábado, 4 de junio de 2011

PRINCIPIOS PARA UNA NUEVA ECONOMÍA: PRINCIPIOS ECONÓMICOS DEL AFIRMACIONISMO (REVISADOS Y AMPLIADOS)

  1. Toda producción de bienes materiales, así como las formas de distribución y cambio inherentes a la misma, sólo son relativas a la afirmación de la singularidad humana y natural, considerada la primera tanto al nivel del individuo como al nivel del Nosotros.
  1. Todo el proceso de la vida social se sustenta con la energía humana (fuerza de trabajo) consumida en el trabajo humano necesario para el mantenimiento de dicha vida social y con la energía tomada de la naturaleza.
  2. El gasto de energía en ambos casos ha de ser conforme al objetivo de restituir a ambos sistemas a sus condiciones óptimas iniciales. No se puede gastar más energía que aquella que permite la regeneración óptima del sistema.
     4. Para que una ciencia sea ciencia -incluyendo a la economía- ha de poseer un patrón de medida que tenga un valor universal y cuya alteración sea controlable.
    5. El único patrón de medida que reúne tales exigencias es el valor de la fuerza de trabajo en su estado óptimo, conforme a las posibilidades de un determinado tiempo, y medida en tiempo necesario de trabajo social.
Corolario: Como el patrón de medida no puede ser comparado, no puede tampoco ser intercambiado. Luego no debe haber mercado de trabajo.
  1. Se considera constitutivo de la fuerza de trabajo todo lo relativo al cuerpo que puede experimentar desgaste en el proceso de trabajo, esto es, todo tipo de energías (física, psicológica, mental).
  2. El cuerpo humano ha de ser asimismo el patrón de todo medio o instrumento de trabajo, de tal manera que éstos se adecuen perfectamente a las características del mismo, con el fin de enriquecer siempre sus posibilidades.
  3. El valor real de un producto del trabajo es aquel que puede medirse objetivamente.
  4. Sólo se puede medir objetivamente la energía humana y natural consumidas por el trabajo.
  5. El valor de utilidad de un producto del trabajo y, por lo tanto, de un trabajo, depende de su mayor o menor grado de adecuación al fin inmediato para el cual ha sido concebido, así como su adecuación al fin último de toda utilidad: la plena afirmación de la Vida. Que para la naturaleza significa potenciar su biodiversidad, y para el ser humano el mantenimiento óptimo de la fuerza de trabajo y la máxima potenciación del trabajo libre o aquel que se realiza por él mismo -también denominado trabajo vocacional-, reduciendo paralelamente el trabajo dependiente o relativo, que es aquel que se realiza con vistas a un fin externo a él mismo. El trabajo libre es también aquél que se realiza por él mismo, por lo que la ley de su realización es esencialmente el sujeto que lo lleva a cabo.
    11. Un trabajo o un producto posee un valor negativo de utilidad aunque se adecue perfectamente al fin inmediato para el que ha sido concebido o tenga un “gran éxito de mercado” si perpetúa más allá de lo necesario el trabajo relativo, si no contribuye al mantenimiento óptimo de la fuerza de trabajo y, por último, si atenta contra el poder de autorregeneración de la naturaleza y, por lo tanto, a su biodiversidad.
    12. Las ideas no se desgastan; pueden ser válidas y, en determinadas condiciones, dejan de serlo. Son patrones cualitativos, en relación a los cuales se realizan procesos económicos.
Modelo del disco de Poincaré.


Corolario: Como las ideas no se desgastan, es imposible “restituirlas”. Luego las ideas tienen un valor incalculable. Ni se compran ni se venden. 
13. Trabajo libre es aquél que no puede ser realizado por una máquina, puesto que es inherente a la singularidad del que lo realiza, y, por lo tanto, el producto resultante lleva impreso el sello de la originalidad (ver asimismo el punto 10 para completar).
14. Toda realización auténticamente singular es un patrón de medida en relación a otras producciones, y, en tanto que tal, no puede compararse; luego no tiene precio. Es propiedad universal. 

15. Un ser vivo no es una máquina, y el ser humano menos que ningún otro. 

16. La repetición en serie de un trabajo originalmente libre lo ha de hacer una máquina.

17. El dinero es el reconocimiento social de los límites del poder de realización sin las realizaciones de los otros.

Corolario 1: El dinero es la expresión de la necesaria solidaridad allí donde todo poder de realización es limitado, como sucede en las sociedades altamente complejas y basadas, por lo tanto, en una elevada división social del trabajo.

Corolario 2:
-La administración de la disponibilidad del dinero equivale a la administración de la solidaridad social.
-Las entidades financieras privadas propias del capitalismo administran la solidaridad social en beneficio propio.
  1. Quien más dinero necesita para la restitución y mantenimiento de la fuerza de trabajo –trabaje o no- es quien menos poder verdadero tiene (poder corporal, psicológico o espiritual).
     19. Hay dos tipos de elección económica: la elección libre y la elección relativa o dependiente. La primera es inherente a la singularidad de quien elige, y, por lo tanto, mantiene o potencia su poder de realización, mientras que la segunda sólo es relativa a las realizaciones de los otros. 
    20.Toda elección (económica) relativa o dependiente que se subordine en primer lugar a una elección libre es una elección racional. En caso de no ser así, la denominamos elección edípica. 
    21. El capitalismo es un sistema económico-social que potencia la elección edípica sobre la racional. 
    Corolario: El capitalismo es un sistema económico irracional porque subordina la libre elección a la elección edípica, sustituyendo la justa solidaridad por una dependencia servil, y la justa afirmación de la singularidad por un individualismo egoísta y gregario. 
    22. Llamamos Orden de justa solidaridad a aquél en el que la afirmación del poder de los que pueden (mayor inteligencia, energía espiritual, amor, etc.) implica el desarrollo o potenciación del poder de los que no pueden. 
    23. El orden de la justa solidaridad es el necesario para el establecimiento del Orden de la libertad, que es el inherente a la afirmación de la singularidad de sus partes, por cuanto la afirmación de la singularidad de cada una implica la afirmación de la singularidad de las demás.

La Danza (1909), Henri Matisse

ALGUNAS IDEAS DE AFIRMACIONISMO POLÍTICO.

El desarrollo de unos nuevos principios y formas de actuación y organización políticos deben encontrarse basados, inevitablemente -si aspiramos seriamente a su efectiva realización- en una nueva definición de las relaciones humanas e, incluso, de la concepción misma del ser humano tal y como se encuentra hoy entendida de forma prácticamente generalizada. En este sentido, hoy poseemos un nuevo reto: la creación de un nuevo Nosotros más universal que aquél basado no sólo en la solidaridad a través del trabajo manual, sino en el principio de que la afirmación de cada uno de nosotros en su singularidad implica, necesariamente, la de los otros, y no es, al contrario, un límite. Es decir, que frente a la libertad confinada burguesa, según la cual mi libertad acaba donde empieza la de los otros –y que implica inevitablemente la falta de entendimiento- resulta necesario plantear que la libertad, o es solidaria –en el sentido de que depende de la libertad de los otros, y viceversa-, o no lo es.

En definitiva, no estamos sino planteando una revisión de categorías que dominan nuestro pensamiento –y por tanto nuestra forma de concebirnos y, a su vez, consecuentemente, de relacionarnos y actuar- y que pertenecen a la ideología dominante (que, recuérdese, es la de la clase dominante), como esta concepción individualista de la libertad. Una idea de la libertad, además, que no sólo nos convierte en individuos aislados empeñados en la realización de proyectos particulares –y que da lugar al “hombre entrópico” (o dominado por la entropía), como lo denominamos-, sino que se ha convertido en uno de los instrumentos más poderosos de culpabilización humana. Es decir, en lugar de contemplarnos como seres en proceso de conquista de su libertad –y una comprensión de nuestro carácter intrínsecamente solidario puede contribuir a su ampliación-, nos concebimos como seres –especialmente a los “otros”- que eligen de forma abstracta entre el “bien” y el “mal”. Esto nos da un falso poder para juzgar y condenar permanentemente, en lugar de poner nuestro énfasis en comprender todo lo que nos falta para lograr ser verdaderamente nosotros mismos. Y sólo una concepción de la libertad basada no en la elección puntual, sino en el pleno desarrollo de todas nuestras potencialidades humanas –o ser verdaderamente lo que somos, lo cual nos hace ya singulares- (y sin lo cual no somos libres), puede hacernos avanzar, precisamente, hacia su consecución.

Es por todo lo anterior que nos hemos atrevido a plantear, en función de esta nueva concepción de la libertad –entendida como la plena y justa realización de lo que se es-, unos nuevos principios de relación humana, que puedan guiar de alguna manera nuestra actuación. Para ello nos hemos basado en el concepto de singularidad, entendiendo que el desarrollo de nuestros más elevados potenciales –especialmente nuestra capacidad creadora a todos los niveles- nos hace singulares, y por tanto libres, siempre que ese desarrollo, como hemos dicho, se base asimismo en el desarrollo de la singularidad de los otros, imprescindible para el nuestro propio. Así, pues, hemos considerado también que una sociedad sólo puede entenderse como libre si se vuelca en potenciar la singularidad de sus miembros –empezando por el desarrollo de la vocación-, muy al contrario de lo que sucede en nuestras sociedades, donde los fenómenos de “masas” –o de vulgarización a gran escala- están tan extendidos y potenciados, al tiempo que se fomenta el protagonismo excesivo de personajes en buena medida artificiales.

Estos principios de los que hablábamos (que consideramos imperativos categóricos universales) son los siguientes:

1. Ser uno mismo en relación a un Nosotros en el que la afirmación de cada singularidad implique la afirmación de todas las demás.

2. Lo anterior implica que cada uno de nosotros se definiría, al mismo tiempo, como «único» y como «otro más». Es decir, nuestra singularidad nos convierte en un referente o ley para los otros (únicos), al tiempo que obedecemos a la singularidad de los otros (y en ello nos convertimos en “otros más”). Pero en las singularidades, desde el momento en que significan plenitud personal, no se compite, sino que se comparte.

3. Ser uno para ser diferentes. Las diferencias separadas no llegan a la unidad de lo Uno; es lo Uno lo que se hace diferencia. En la unidad, lo singular no es algo separado del resto, sino afirmativo del otro (amor) y de uno mismo (dignidad, autoestima, transparencia).

Uno de los medios y, a su vez, expresiones esenciales del proceso de singularización humana, es el trabajo libre, vocacional o creativo. También lo llamamos trabajo esencial o auto-referenciado, porque en él se toma como componente esencial del trabajo al trabajador mismo, y no sólo el producto o el medio de su trabajo. El trabajo auto-referencial se dirige tanto hacia el sujeto como al objeto, aunque teniendo en cuenta que el sujeto es lo esencial y siendo su labor perfeccionar tanto uno como otro. Por el contrario, el trabajo que no potencia la singularidad del que lo ejerce es el denominado “hetero-referencial”, en el sentido de que la referencia de ese trabajo es externa a lo esencial del propio sujeto. Es el trabajo dirigido fundamentalmente a satisfacer las necesidades del cuerpo, así como otras referencias externas a lo esencial de la propia conciencia humana (dinero, prestigio, etc.), tendiendo, por ello, a vampirizarlo o agostarlo, en lugar de potenciarlo. Se trata del trabajo que la terminología marxista daba en llamar trabajo alienado, que no es otro, en definitiva, que el que limita al ser humano porque no pone en juego la propia singularidad. Y en cuanto esto ocurre no se trata, en consecuencia, de un trabajo libre.


Es por ello un hecho muy triste que se hable de “economía libre de mercado”, una economía donde las cosas se diferencian precisamente por lo más indiferenciado, que es el dinero, y no por la singularidad humana, que es lo que auténticamente se diferencia. La libertad, pues, debe situarse en su justo lugar: no allí donde se realiza el intercambio, sino donde se produce el trabajo, sabiendo muy bien porqué se trabaja y para qué. Y todo esto fuerza a reivindicar una SOCIEDAD DE TRABAJO LIBRE, que es la que responde a la singularidad humana y protege y afianza todas las formas y grados de la vida.

Se hace, por tanto, urgente, definir un nuevo patrón de medida del trabajo humano que mida su verdadero desgaste y necesidades de restitución, pues a partir de él se podrán medir las retribuciones directas e indirectas que deberán aportarse por la sociedad a sus miembros. En otras palabras: la medida del valor ya no puede estar basada en la mera reproducción de la fuerza física de trabajo, y tampoco puede seguir siendo variable, dependiendo del mercado o de la clase social. Debe ser universal –esto es, ser igual para todos- y, además, procurar que la fuerza de trabajo se restituya a todos los niveles (físico o biológico, psicológico, cultural y –para los creyentes-, también espiritual). De esta forma, sería necesario crear una línea de investigación acerca de las necesidades surgidas de las diferentes actividades humanas, de forma que se vayan creando criterios generales, pero que puedan ir variando con el tiempo, en función de la propia evolución humana y de los medios de trabajo.

En función de un nuevo patrón de restitución del desgaste del trabajo –basado, pues, en lo que venga a considerarse una vida digna a todos los niveles, desde los más básicos a los más elevados-, éste, proponemos, puede venir a restituirse de dos maneras:

-Unos ingresos salariales –o sus equivalentes- directos, que abarquen un abanico de diferencias lo mínimas posibles.

-Unos recursos sociales que deberán volcarse especialmente hacia aquellos que sufren –por las razones que sean- más desgaste.

De esta forma, a diferencia del elemental comunismo primitivo y del que llamamos comunismo de clase (o aquel que se establece en función de una clase particular que se toma como universal y que aspira al máximo desarrollo de las fuerzas productivas de ese momento), aspiramos a un nuevo comunismo: el comunismo de los seres humanos libres, que establezca un tope al patrimonio privado, un abanico salarial o de ingresos mínimo, y recursos sociales indirectos para el desarrollo del ser humano en cualquier plano.

En función de todo lo anterior, deben redefinirse también los conceptos mismos de Estado y democracia. Entendemos la sociedad de clase –y, consiguientemente, sus Estados- como el sistema dirigido a defender los intereses fundamentales de un grupo humano –el grupo dominante-, incluidas sus necesidades de identificación y distinción, y, sólo subsidiariamente, los de otras clases o grupos sociales. En el capitalismo, es precisamente ese principio básico el que viene regulado por el mercado. Sin embargo, sin principios ni fines comunes aparece inevitablemente la entropía entre los seres humanos. Es, por ello, tan importante que conozcamos qué es lo que, socialmente, se tiene derecho a tomar –en nuestro criterio, sólo aquello que se desgasta-, para conocer también lo que se ha de dar. Es en esto en lo que ya entra precisamente la función del Estado. Así, creemos que se debe entender el Estado como la forma de organización de poder de todos para afirmar y garantizar el poder de cada uno. Algo que, desde luego, no ocurre con el Estado capitalista, en el que el poder se concentra para garantizar el del grupo dominante, y en el que tampoco se garantiza el auténtico poder de cada uno –entendido éste como el máximo desarrollo de sus posibilidades humanas, con todo lo que ello conlleva. Y, en ese mismo sentido, la democracia debe entenderse como el poder de “nosotros mismos”, es decir, como afirmación de la singularidad solidaria: como grupo colectivo en ese Estado y como singularidad individual, pero siempre en ambos sentidos y nunca en detrimento de cualquiera de ellos.

Francisco Almansa González. Filósofo. Presidente de la Asociación Aletheia.
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