miércoles, 1 de mayo de 2013

ÉTICA Y TRABAJO EN RELACIÓN A UNA POLÍTICA BASADA EN LA LIBERTAD Y LA JUSTICIA (I)


Jean-Francois Millet, Las espigadoras (1857)


Francisco Almansa González.
Presidente de la Asociación Aletheia.

El concepto fundamental en el que se basa toda política es el de soberanía. Éste rige tanto para la comunidad como para el individuo. Una comunidad es realmente soberana sí, como tal, se gobierna por sí misma; de igual manera que los individuos pertenecientes a una comunidad son soberanos si las relaciones entre ellos no están mediadas por intereses vinculados a determinados poderes, que hacen que unos hombres sean unos medios para otros hombres.

La soberanía del individuo en la comunidad es conculcada desde el momento en que éste no sea considerado como un fin en sí mismo en todas las formas de relación que hacen del individuo, por vivir en sociedad, un «sujeto social». Esto es: único y uno más. De no ser así, aunque goce de igualdad formal, no pasa de ser, desde el punto de vista de las relaciones de poder internas a su comunidad, un mero «objeto» social. Simplemente uno más.

Si la soberanía es la piedra angular del edificio político, la política solo puede ser ética si la propia esencia de la soberanía lo es. ¿En qué consiste, por tanto, la verdadera soberanía? En el poder de afirmarnos como lo que realmente somos. Y esto, como venimos diciendo, tanto a nivel de comunidad como de individuo.

Una comunidad es soberana cuando es ella la que libremente dispone los objetivos a realizar, y estos objetivos son tales que su cumplimiento está vinculado al imperativo categórico de la Vida libre. Esto es: que la afirmación de la soberanía de cada uno implique la afirmación de la soberanía de todos. Así como a su versión negativa: que la negación de uno implique la negación de todos. Solo así, si pierde soberanía, no por ello la comunidad deja de ser comunidad, y puede recuperar la soberanía perdida.

Una ética, pues, del trabajo no se puede llevar a cabo sin una auténtica política soberana, y ésta a su vez es realmente soberana para los individuos si la suerte de los mismos está vinculada por el imperativo categórico de la Vida Libre.  La soberanía, por tanto, no es un poder sobre los otros, sino el poder de nosotros mismos, en la medida que se nutre de la savia que surge del verdadero humus del Ser: El Amor, la Libertad y la Unidad.

Winstow Homer, La señal de peligro (1890)

Una de las amenazas más inminentes, así como peligrosas, para la conquista de la auténtica soberanía, viene del intento de convertir un problema que es esencialmente de «relación de fuerzas sociales», y, como tal, de distribución injusta de propiedad y riqueza, en un problema meramente técnico. Pues se considera que el sistema económico, tal y como actualmente existe, es, de la misma manera que la naturaleza, algo que no se puede cambiar. Y las crisis económicas son interpretadas como el fruto amargo de ciertos voluntarismos, algunas veces debido a la codicia de unos pocos y siempre debido a la falta de flexibilidad del mercado de trabajo. Por lo tanto, aquí la ética nada tiene que decir, a no ser exhortar a los ciudadanos para que adecuen sus objetivos vitales a los oráculos de los técnicos, para que los Mercados, de igual manera que antaño los dioses del Olimpo, recuperen la confianza en la sensatez de sus creaturas.

Aquí el dogma que lo determina todo es: economía=mercado. Y toda la ética cívica y política gira hoy día sobre este supuesto. Por lo que apartarse del mismo es caer en anatema, tanto para “sensibilidades” de izquierda como para las “sensibilidades” de derecha. Que el trabajo sea una mercancía -pues ¿cómo si no hablaríamos de mercado de trabajo?- es algo éticamente bueno para este sistema; por eso lo injusto sería negar tal condición al trabajador, ya que eso supondría ir contra el Orden Providencial del Mercado. En todo caso, siempre hay libertad de elegir. Al que no le guste concurrir al mercado como mercancía, que se haga emprendedor. Pues, ya se sabe, el mundo está compuesto por seres con iniciativa y seres más o menos inertes.

Para recuperar, o, más bien, conquistar la soberanía como poder de afirmación de lo que realmente somos (y nunca debemos ser mercancías, pues esto significa ser instrumentos para otros -debido, en primer lugar, a la forma de distribución de la propiedad-), es necesario convertir la sociedad segmentada en que vivimos, tanto a nivel nacional como a nivel mundial, en Comunidad Soberana. Pues si ‘Caín’ significa propiedad, es claro que si nos olvidamos de ésta para conformarnos con fijar salarios mínimos o proporciones de 1:10, 1:100, etc., etc., la fraternidad que de ello salga será tan cainita como la que hasta ahora ha habido.
BramanteSan Pietro in Montorio (1502-10)

Una Comunidad Soberana es el hermanamiento real de sus miembros (todos/as igualmente necesarios) bajo una serie de condiciones, de las cuales solamente vamos a exponer dos, dado que el tema que es objeto de esta reflexión es el trabajo. La primera condición es el reconocimiento de un «cuerpo común». Esto significa, entre otras cosas, que no existan cuerpos para los que los recursos naturales disponibles prácticamente no tienen límites, mientras que a otros cuerpos les bastaría con aquella porción de naturaleza que pueden adquirir en el mercado al precio de un euro diario. La naturaleza no es generosa para unos y mezquina para otros, sino igualmente generosa para todosPor lo tanto, es «ley natural» que la naturaleza no sea directa o indirectamente -a través del poder adquisitivo- propiedad de nadie, y menos para esquilmarla.

Como cuerpo común, la comunidad tendrá una “sensibilidad” común, lo cual, necesariamente le hará reaccionar como un solo individuo, pues solo de esta manera se puede tomar conciencia real y efectiva de que ciertos problemas son de todos. En una sociedad segmentada como la que vivimos, los problemas que por su naturaleza afectan al conjunto de la misma, dada su unidad formal y su segmentación real, de hecho se dejan sentir principalmente sobre las capas de la población más desposeídas de recursos, tanto materiales como culturales. Los “otros” nunca parecen tener prisa, pues los efectos de los problemas los neutralizan temporalmente para ellos con aquellos recursos que se necesitan precisamente para solucionar las causas de los mismos.

Para que exista, por tanto, comunidad, es necesario que se dé una sensibilidad realmente común, lo cual implica, en primer lugar, considerar la naturaleza no como un simple medio cuya utilización depende directa e indirectamente del poder de consumo de las sociedades segmentadas, sino como una realidad autónoma que, precisamente por serlo, es capaz de producir unos dones que, como tales, no pueden ser mercantilizados de ninguna manera. El valor de dichos dones solo dependerá del trabajo necesario para hacerlos útiles a la vida comunitaria, articulada en lo que hemos de llamar cuerpo común. Y con esto pasamos al trabajo propiamente dicho como segunda condición para la afirmación de una comunidad soberana.

El ser humano, aunque puede utilizar su cuerpo como instrumento, sin embargo, a diferencia de los animales, éste no es un cuerpo instrumento. Aquéllos nacen con los instrumentos-cuerpo, necesarios para su supervivencia, y de ahí su pertenencia necesaria a un medio natural determinado, pues estos instrumentos corporales forman parte de su constitución genética, y si por los mismos obtienen lo necesario para vivir, también por ellos se encuentran esencialmente limitados durante toda su vida.

John Constable, La esclusa (1824)

Los humanos, en relación con el cuerpo animal, se puede decir que poseen dos cuerpos: uno natural, pero, paradójicamente, no apto por sí solo para vivir en la naturaleza; mientras que el otro es artificial, y está constituido por el conjunto de todos aquellos medios necesarios para la realización del trabajo, con los cuales, por ende, se sirve para moverse por cualquier medio natural, y, por lo mismo, dotándose de la capacidad de actuar sobre cualquiera de ellos.

Este cuerpo artificial es el cuerpo relativo del ser humano. Por él desarrollamos «cuantitativamente» las cualidades de nuestro cuerpo natural-social, cuerpo esencial o cuerpo patrón. Y lo denominamos cuerpo patrón porque en relación a él, y conforme a las cualidades y posibilidades del mismo, se ha de desarrollar el cuerpo relativo o instrumental. La dignidad del cuerpo humano radica precisamente en que él mismo ya no es un instrumento, sino un patrón instrumental. Si a pesar de todo tiene también propiedades instrumentales, es porque como todo patrón de una determinada manera de ser, ha de poseer el atributo de aquello de lo que es patrón. Un metro ha de ser necesariamente longitud; sin embargo, una vez fijada la longitud metro, toda otra longitud es relativa a su patrón. Pero el cuerpo, a diferencia del metro, no tiene nada de convencional, es un patrón surgido de la propia evolución natural, por la cual, y por medio de la desinstrumentalización del cuerpo animal y el desarrollo paralelo de la conciencia, se ha alcanzado un límite del Ser: el de la instrumentalidad como síntesis artificial entre naturaleza y conciencia.

Al aparecer lo artificial en el mundo, éste adquirió un valor de supervivencia para sus creadores, pero a su vez, dada la separabilidad de los instrumentos de aquéllos que los utilizan, la enajenación de los mismos por la fuerza o por fraudulentas legitimaciones ideológicas constituyó y constituye uno de los factores que más contribuyen a la alienación de las relaciones humanas.

Los instrumentos o los medios de producción son el cuerpo relativo de la humanidad, y la apropiación privada de los mismos supone una apropiación indirecta del cuerpo del trabajador. La apropiación directa del cuerpo del trabajador -como en la esclavitud-, constituye su cosificación absoluta. La igualación como mercancías, tanto de los instrumentos de trabajo como de sus patrones-cuerpo, por el mercado, constituye una cosificación de la persona en su dimensión esencial de trabajador. Tal hecho supone una «perversión» de la evolución humana, pues lo que nace como medio liberador es utilizado como algo extraño a la función en relación a la cual nació. Los instrumentos como medios de producción artificiales nacieron solamente para potenciar cuantitativamente las cualidades del cuerpo humano, y no para apropiárselos por un grupo humano  para obtener de tal enajenación un beneficio.

Tal perversión supuso la ruptura de la comunidad originaria, en la que si bien en ella los individuos poseían poca conciencia de su singularidad, sin embargo, el grupo actuaba como un cuerpo común, y, como tal, el destino de cada uno se veía inseparable del destino de todos. En el origen, por tanto, el trabajo poseía dos dimensiones esenciales, pues cada uno trabajaba tanto para sí como para el grupo. Por eso la conciencia de pertenencia a la comunidad era tan fuerte, y el trabajo era a su vez considerado como una manifestación tan natural de su ser como el respirar o las relaciones sexuales.

Pelliza da Volpedo, El cuarto poder (1901)

No habrá comunidad real, sino sociedad segmentada en grupos que compiten entre sí, con individuos que igualmente compiten por los frutos del trabajo, por los dones de la naturaleza o por el trabajo mismo, mientras persista la disociación entre el fin real del cuerpo relativo como potenciador de las cualidades humanas y el fin espurio que históricamente ha sido legitimado por ideologías represivas, al servicio de grupos humanos beneficiarios materiales de dicha disociación.

Por otra parte, la apropiación de los medios de producción con fines lucrativos lleva a que el trabajo quede mutilado, tanto en su dimensión personal como en su dimensión comunitaria. Se ha de trabajar mediatizado por los fines de otros, con lo cual, la dimensión de realización personal que todo trabajo debe de permitir, o en el peor de los casos no ser obstáculo para ella, queda subordinada a unos intereses extraños, por el hecho de que lo que debe de servir de liberación como potenciación de las propias cualidades, sirve ahora como medio de sometimiento de la voluntad del desposeído de un patrimonio acumulado desde los primeros homínidos. Pues nuestra humanización no puede comprenderse sin los instrumentos y sin el trabajo; dado que por la relación dialéctica entre ambos llegamos a ser lo que somos. Ser fieles a todo ese proceso evolutivo es una exigencia humanizadora y, por tanto, ética. Para ello, es necesario restituir el patrimonio de nuestro cuerpo relativo a su verdadero propietario: la comunidad trabajadora.

Si todo esto es así en relación a la dimensión material del trabajo, en relación a la dimensión inmaterial del mismo no puede decirse otra cosa que «la casa del Padre ha sido convertida en una cueva de ladrones». Efectivamente, como lo inmaterial es ya del todo imposible medirlo, lo que se hace es subastarlo. La almoneda y el mercado rigen también en lo inmaterial, que no es en cualquiera de sus manifestaciones sino la producción del espíritu. En esta dimensión se ignora por completo que la ley que rige la misma no coincide con la de la vida material, pues, al contrario de ésta, toda realización inmaterial es aquélla por la cual nos reconocemos como nosotros mismos en lo que esencialmente somos. Es por eso por lo que dicho tipo de realizaciones no producen tampoco ningún tipo de desgaste[1], pues la propia realización es la afirmación plena de nuestra mismidad. Nada en ella hay que recuperar por tanto. Ni tampoco se necesitan recompensas materiales, ya que es ella misma la recompensa.

Son estas realizaciones las que se llevan a cabo por amor a su objeto, de tal manera que implican simultáneamente la afirmación del sujeto como singularidad solidaria. De no ser así, como sucede en la egocracia, las mejores cualidades pueden transformarse en los instrumentos más perversos. ¿Qué es si no una gran inteligencia puesta al servicio de la investigación de armas bacteriológicas, o dedicada a la especulación de cualquier tipo? Los dones de la naturaleza y del espíritu no pueden ser subastados al mejor postor, pues es precisamente en los dones donde el Ser se revela con más transparencia, ya que son realidades que se afirman por sí mismas. Por lo que su propia afirmación constituye un fin en sí mismo para sus poseedores, y un presente para todos.

¿Qué conclusiones prácticas pueden sacarse de lo dicho hasta aquí en relación a un proyecto político que tenga como metarreferencia en todos sus fines y realizaciones la Ética?

Un ser humano pertenece íntegramente a una comunidad, y una comunidad existe realmente como tal, si éste se experimenta como necesario para la misma; y esto solo es posible si:

Darío Regoyos, Salida de la fábrica (1902)


a) Trabaja; b) su trabajo implica su realización personal, que es la auténtica manera de trabajar para sí; y c) su trabajo es un beneficio para toda la comunidad y no para unos pocos.

Luego un proyecto político de libertad y justicia ha de procurar:

a) Trabajo para todos; b) potenciar el trabajo vocacional, y en todo caso que éste nunca vaya en detrimento de la dignidad humana; y c) que todo trabajo redunde en beneficio de todos, en la medida que directa o indirectamente esté integrado en la realización de un fin común a toda la comunidad.

Lo anterior implica necesariamente la implementación de un nuevo tipo de planificación económica que no sea la «orientativa» del capitalismo, llevada a cabo a partir del New Deal en EE.UU. y en Europa durante tres décadas después de la segunda Guerra Mundial, y que  respondía no a la consecución de una genuina justicia social, sino al mantenimiento de la esencia de la egocracia, dado el reto que suponía en aquellos años el ascenso económico, político y militar de la URSS. Asimismo, tal planificación tampoco ha de ser conforme al modelo burocrático de esta última superpotencia, pues una cosa es administrar los recursos económicos y asignarlos en relación a objetivos jerarquizados conforme a un orden de necesidades, y otra es que tal jerarquización haya sido establecida con la legitimidad suficiente para que la consecución de dichos objetivos sea asumida como responsabilidad de todos y de cada uno.
La alienación creciente entre administrados y administradores hizo que éstos no viesen más camino para consolidar los privilegios ya conseguidos, que asumir el marco político económico capitalista o egocrático. Por tanto, ni planificación egocrática ni burocrática, pues la única planificación legítima es aquélla que responde a la reconstrucción de la comunidad humana y a su mantenimiento. Precisamente por ello, la denominamos planificación comunitaria. Entendida, además, como el factor vertebrador de la Economía de la Gratuidad, o aquélla en la que el privilegio consiste en sentirse humano.

Pablo Ruiz Picasso, Niña con paloma (1901)
 Un primer paso, tanto político como económico para conseguir los objetivos propuestos, es la fijación tanto de unos ingresos tanto mínimos como máximos. No para mantenerlos en una relación permanente, sino como punto de partida para una planificada aproximación de rentas que lleve a su convergencia en lo que hemos denominado Valor de afirmación material del Ser Humano. Algo, por otra parte, que no puede dejarse ad calendas griegas, pues, de lo contrario, la convergencia se transformaría en divergencia; y, como el velo de Penélope, todo lo reconstruido sería rápidamente desconstruido.

El egócrata, que es el hombre del paradigma del tener, siempre cree que no obtiene lo que se merece según sus méritos, y como en este punto, mutatis mutandi, se parece bastante al estadio de la niñez, su comportamiento sirve más de modelo a imitar por parte del niño que el de la singularidad solidaria. Si queremos, por tanto, educar conforme al modelo comunitario o de la Gratuidad del Ser, y no maleducar conforme al marco egocrático de referencia, que asfixia de hecho el desarrollo integral de la infancia, el que el niño viva y crezca en un modelo de convivencia que exija su participación en la consecución de objetivos verdaderamente comunitarios, es ineludible.

Conforme a lo anterior, se requiere el establecimiento de un calendario, que si bien sea lo suficientemente flexible –pues, en este caso, aunque la meta esté definida, sin embargo «el camino ha de hacerse al andar»- no por eso ha de dejarse al albur de la circunstancias, ya que éstas las creamos nosotros mismos con nuestros miedos, o lo que es peor, con nuestras desidias.

La convergencia entre los límites máximo y mínimo dependería necesariamente de los valores de los mismos. Si éstos están muy distantes, no solamente el mínimo seguiría siendo demasiado mínimo, sino que, además, los receptores del máximo dispondrían del suficiente poder económico para hacer lo que siempre han hecho: sabotear un proceso que consideran que va contra sus “legítimos” intereses. De igual manera, si los límites son fijados de forma voluntarista, por mor de justicia, demasiado próximos, se tendrían dos inconvenientes: a) la reacción incontrolada de los que supuestamente pierden, y b) la imposibilidad de adecuación gradual de la estructura económica a la nueva forma de distribución de la riqueza y del poder de disponibilidad de la misma.

Se necesita, por tanto, una definición lo más precisa posible en la determinación cuantitativa del valor de afirmación material, puesto que él nos da la referencia objetiva en relación a la cual podemos conocer la distancia real de los valores mínimos vigentes a dicho valor. Con esto ya tendríamos incluso una medida de la injusticia social, lo cual es una auténtica palanca ética a la hora de abordar un proyecto que, como todo proyecto de esta índole, encontraría toda suerte de obstáculos, siendo quizá uno de los que menos se ha de desdeñar el del pragmatismo apriorístico, siempre encubridor de intereses amenazados o de cobardías espirituales disfrazadas de “realismo”. Pensemos que a lo largo de toda la historia han sido precisamente las clases dominantes las que más se han opuesto al cambio “por pragmatismo”, así como todos aquéllos que viven en su entorno, suministrándole racionalizaciones legitimadoras del orden existente.

Tenemos, además, que este valor referencial determinado cuantitativamente, pero en función de determinaciones cualitativas, que nos definen como vidas humanas en su dimensión material, serviría a su vez para unificar en una sola variable -esta vez auténticamente independiente- toda esa dispersión de medidas referentes a la calidad de vida, que adolecen del relativismo estadístico vigente en la sociología de nuestro tiempo. Aquí no hay más que una referencia, que es la energía humana consumida en el trabajo «necesario» para reproducir en condiciones «óptimas» dicha energía. En qué consisten dichas condiciones óptimas es algo que solo una actividad interdisciplinar puede dar la respuesta, dada la multidimensionalidad de nuestro ser vital. Sin embargo, al destacar como factor incondicional del Valor de afirmación «la reproducción óptima de la energía humana consumida en el trabajo», se está determinando ese concepto hoy por hoy tan indefinido de «bien común», y sobre el cual se pretende realizar otro tipo de economía. Valgan unos cuantos ejemplos:

Claudio de Lorena, Puesta de sol (1642)
Un aire igualmente de limpio para todos es tanto un bien común, como una condición necesaria para la reproducción óptima de nuestra energía vital. Una alimentación equilibrada y nutritiva, igualmente accesible para todos, es un bien común y un componente del valor de afirmación material o reproducción óptima de la energía consumida. Una ciudad segmentada en zonas residenciales y zonas suburbiales o ciudades dormitorio, es un factor de desvalorización ideológico-social y de estrés, incompatible con el bien común y con el necesario equilibrio psicológico, componente éste también del valor afirmativo material de la vida. El diseño de una tecnología cuyas condiciones innegociables sean: a) respeto al medio ambiente; b) potenciadora de las posibilidades del cuerpo humano, reconocido éste como el patrón al cual las técnicas han de adaptarse, y no al contrario; y c), como corolario del anterior, puesto que se trata siempre de diferenciar netamente entre máquina y hombre, el sustituir por máquinas todos aquellos trabajos que, mutilando la imaginación, en tanto que componente genuinamente humano, hacen penetrar la inercia de lo maquinal en sus estructuras psicológicas, frustrando con ello toda posibilidad de trascendencia creadora o de auténtica libertad espiritual.

Como se ve, la consecución de un objetivo tal implica aunar en un solo fin tres formas de acción: la política, la económica y la científica multidisciplinar. Así como un decidido compromiso ético.
(Sigue)


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