Francisco Almansa González
El proceso por el cual la ciencia pone de manifiesto presencias antes ocultas, y que por lo mismo antes constituían límites para la acción humana -y, dado lo cual, también para su libertad-, se llama objetivación. Objetivar implica, pues, poner ante sí de alguna manera una realidad antes oculta, pero que, en la medida que ha sido des-cubierta, nos ofrece unas posibilidades antes en-cubiertas; porque ser objetivado es una y la misma cosa que ser relativizado o “localizado”. Esto supone, a su vez, que, paralelamente a esta relativización-localización, el sujeto se deslocaliza relativamente a la presencia objetivada, lo cual implica que es más libre en relación a la misma. Dicho de otra manera: la presencia objetivada ya no actúa a espaldas del sujeto.
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Jean-Leon Gérôme, Pigmalión y Galatea |
No obstante lo anterior, en el proceso de objetivación se da la paradoja de que, por una parte, el conocimiento de lo antes desconocido nos hace más libres, pero por otra, esta presencia objetivada nos revela también un condicionamiento antes ignorado, y que precisamente por ser ignorado nos creíamos más libres. Pero la cuestión estriba en que, al “disiparse” la libertad ilusoria que creíamos poseer, los descubridores de tales presencias parecen quedar “cautivados” por la realidad de las mismas, considerándolas como realidades determinantes de nuestro propio poder de autopresenciarnos o autoidentificarnos. Dicho poder no es otra cosa que la esencia misma de la libertad, ya que si nuestra identidad no nos pertenece es que sólo somos un medio; pero entonces es absurdo hablar de libertad. Esta actitud frente al objeto descubierto (ya sea por el poder de la inteligencia, de la imaginación, de la intuición, etc., mediante el virtuosismo de un método, como sucede tanto en la ciencia como en el arte), es lo que denominamos “síndrome de Pigmalión”. Como se sabe, este escultor de la antigüedad quedó cautivado por la escultura que él mismo había creado. Esto suponía que lo objetivado por el creador en ese mármol sin forma se convirtió en una traba para su imaginación creadora. «¿Para qué buscar otro sitio si aquí radica todo?» En este caso de Pigmalión, es la Belleza en sí la que cree haber encontrado, en la figura de su obra. Ahora bien, no es la Belleza en sí lo que Pigmalión ha objetivado en el mármol (por lo que el amor excluyente a su obra lo limita, ya que lo que ama es una particularidad de la misma), y el que confunde lo que no tiene límites -en este caso, la Belleza- con lo contingente, se queda “localizado” en los límites de su descubrimiento o de su creación.
Dos gigantes del pensamiento como fueron Darwin y Marx fueron víctimas de sus propios descubrimientos, y en la medida que por los mismos alcanzamos mayores cotas de libertad, sin embargo, el reduccionismo de sus conclusiones contribuyó decisivamente al alejamiento de la máxima kantiana de que «el hombre es un fin en sí mismo». Pues si somos el resultado o producto de realidades que nos trascienden, como acaban deduciendo ambos (la biología en el caso de Darwin y la economía en el de Marx), justo por eso seríamos un “producto” de las mismas, por lo que nuestro fin último se nos escaparía inevitablemente, pues siempre será relativo a estas realidades. Ahora bien, son los medios los que no tienen un fin en sí mismos, y, por lo tanto, son ellos a los que su identidad no les pertenece, pues se les identifica para no ser ellos mismos. Es el caso de cualquier máquina. Así pues, la libertad que objetivamente se gana con dichos descubrimientos, hasta donde alcance su verdad, se pierde por otra parte en su afán reduccionista, pues tratan de “reducir” a una sola dimensión ontológica, a un ser que, por su dimensión esencial, que es su ser consciente, está simultáneamente más allá y en el seno de todas las dimensiones del ser, ya que es el ser que se autolocaliza.
Con Charles Darwin el ser humano queda vinculado al resto de las especies animales por medio de una solidaridad genética que no limita, sino que, por el contrario, facilita el hecho de la singularización de las diversas especies. Pero esta filiación, que constituye, desde el punto de vista del conocimiento, una avance importantísimo para el control racional y realización de nuestras posibilidades somáticas, al ser considerada como nuestra realidad esencial en tanto que seres vivos, reduce las dimensiones de lo consciente a meros instrumentos al servicio de la supervivencia. Ahora bien, como todo instrumento es un medio cuyo fin no le pertenece, es imposible hablar de libertad cuando aquello por lo cual nos diferenciamos de lo que no somos -la conciencia- es un simple medio que sólo sirve a la ciega autorreplicación de estructuras bioquímicas -los genes- que, según J. Monod, son el resultado del azar y la necesidad.
Sin embargo, el cuerpo es objetivizado por la conciencia, lo que significa para ésta mayor independencia respecto a aquél y al medio. Y esto tanto es así que se puede decir que uno de los vectores esenciales de la evolución es el control progresivo del cuerpo por la conciencia. Esto le ha permitido despojar al cuerpo de los instrumentos naturales de relación con su medio, que si bien permiten la supervivencia, por otra parte, y en la medida que son elementos constituyentes de su somaticidad, lo limitan a determinados entornos. Son, en otras palabras, inercias incorporadas, y, como tales, dependientes de un espacio natural. Con el hombre, gracias a la conciencia, estas inercias adaptativas son exteriorizadas como medios de trabajo, técnicas operativas, etc., lo que le permite actuar en cualquier medio, hasta el punto de que el propio cuerpo se convierte en el «Medio-Fin». Esto es, en el patrón universal de todo otro medio-instrumento de orden material. Es la conciencia, por lo tanto, la que libera, en el proceso evolutivo, al cuerpo, y con ello a sí misma, porque es en ella donde radica el poder de la libertad. La conciencia, pues, se autopresencia en mayor medida en tanto que libera al cuerpo de sus instrumentos naturales, esencialmente inertes, convirtiéndolo a su vez en patrón de todo instrumento inerte.
Cuando K. Marx elabora el Materialismo Histórico, creyendo, según sus propias palabras, haber puesto la dialéctica idealista de Hegel sobre sus pies, y por lo tanto en condiciones para andar, o sea, avanzar como método científico, tiene en mente aquella dimensión de lo social que para él constituye el fundamento último de todo cambio, y lo que es aún más importante, la que constituye la matriz misma de la identidad del hombre. Esta matriz no es otra, según Marx, que la economía, cuya fuerza motriz radica en el desarrollo de las fuerzas productivas. Todo lo demás serían “superestructuras”, incluyendo lo que en su tiempo se denominaban “producciones del espíritu”, y que Marx y Engels llamaron ideologías, y cuyo papel no sería otro que el de legitimar las relaciones de producción existentes en los distintos modos de producción que a lo largo de la historia se han sucedido. Ahora bien, ocurre que, excepto ese período histórico que los creadores del materialismo histórico denominaron “comunismo primitivo”, el resto de la historia la sociedad ha estado dividida en clases sociales, debido a la apropiación por parte de un grupo humano de los medios de producción; hecho que le ha permitido la explotación directa e indirecta del resto de las clases.
El mérito de Marx consiste, a nuestro parecer, en haber descubierto el papel legitimador que en gran medida las “producciones espirituales” -ideologías- realizan del tipo de relaciones existentes. Aristóteles aprueba la esclavitud; en el Bhagavad-Gita la división de la sociedad en castas recibe asimismo una sanción positiva; Adam Smith nos habla de una “mano invisible” que regula el mercado, y así un largo etcétera. Son «racionalizaciones», en el sentido del psicoanálisis, que se introducen en la mayor parte de las producciones del pensamiento, debido también a una represión, esta vez ejercida por una clase social sobre otras clases que, siendo desde el punto de vista de su esencia humana idénticas, sin embargo una se considera superior a la otra o las otras, lo cual conlleva una inevitable distorsión en la autoidentificación de todos. Dicho de otra manera, es la división social en clases lo que constituye una auténtica barrera para la objetivación por el ser humano de su propia esencia. Ahora bien, aquello por lo que no se permite que lo que tenga que presenciarse se presencie es lo que llamamos represión. Luego la simple existencia de clases constituye en sí misma una represión, pues impide, repetimos, la objetivación del Nosotros Mismos universal.
Pero Marx, aunque descubre que en las sociedades de clase “el amor a la verdad” no es tan desinteresado como parece -y éste es uno de sus mayores logros- a renglón seguido considera que la identidad humana es relativa a las relaciones de producción históricamente determinadas. Descubierto el enigma de la Esfinge, el que se despeña es Edipo. Es, pues, un factor imponderable -el desarrollo de las fuerzas productivas- el que, en última instancia, acuñará en la moneda de la sociedad la efigie que nos corresponda como identidad relativa.
Ahora bien, este determinismo económico-social surge después de un auténtico descubrimiento liberador, ya que descubierto el fundamento de la “falsa conciencia”, el camino a emprender ha de ser el de conquistar la auténtica Conciencia, aquella que nos define como «comunión de singularidades».