La editorial Comares de Granada, junto
con la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), acaban de publicar
en papel el libro colectivo titulado Identidad religiosa y relaciones de trabajo. Un estudio de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
La obra, que ya salió en formato digital
gracias a UNIR, ha sido editada por la profesora Isabel Cano Ruiz
(Universidad de Alcalá de Henares) y es fruto del trabajo conjunto de
investigadores del Grupo de Investigación ‘Culturas, religiones y
derechos humanos en la sociedad actual’ de UNIR. La primera parte de la obra está
dedicada a un planteamiento general del tema de ‘Las identidades
religiosas en las sociedades modernas’, y se inicia con el capítulo de Rosa María Almansa Pérez, profesora de UNIR, acerca de la ‘Esencia de lo social y conflicto de identidades en las sociedades contemporáneas’.
Conflicto de identidades
El trabajo constituye una reflexión
acerca de las razones que pudieran encontrarse en la exacerbación del
conflicto entre identidades en las sociedades contemporáneas. Partiendo
del principio de que toda construcción social se haya erigida, en el
fondo, sobre un compromiso ético fundamental –pueda considerarse éste
justo o no-, la autora delimita la existencia de dos tipos
básicos de sociedad en el mundo contemporáneo: las que denomina como
«contractuales» y las «finalistas».
Más información sobre el libro: Identidad religiosa y relaciones de trabajo.
Las primeras no serían otras que las que
se configuran como una asociación contractual entre los individuos que
la conforman «para la mejor defensa de los intereses de cada uno». Sus
raíces son netamente burguesas y reconocerían su origen en el llamado
«pacto social», teñido no pocas veces de tintes míticos. Así pues, tales
formaciones sociales se encontrarían en lo esencial privadas de fines
que, como tales, colectivamente las trasciendan.
El único fin común que les pudiera
servir de verdadero aglutinante sería el del llamado «desarrollo» o
«crecimiento económico», del que todos teóricamente pueden beneficiarse
–y es por ello en buena medida que se consideran a sí mismas sociedades
«libres». Un crecimiento que se constituye, pues, como un auténtico
garante para el mantenimiento de lo que la autora denomina,
irónicamente, una «justa desigualdad».
A esta forma de configuración
social, que se ha hecho hoy prácticamente universal, se contrapondría
netamente a la que la autora llama «tradicional», «simbólico-espiritual»
o «finalista», actualmente en neto retroceso y decadencia.
Esta última se caracterizaría por poseer un fundamento trascendente al
que se remite y por el cual ella misma se explicaría o recibiría su
sentido último..
En esta categoría cabría una variedad
asombrosa de modelos sociales y espirituales, desde los primitivos y
también los antiguos –que en general poseen su referente en un pasado
arquetípico-, como las sociedades configuradas en torno a grandes
sistemas religiosos –como el cristianismo, el islam, el budismo o el
hinduismo-. Como específico de la era contemporánea, la autora incluye
asimismo el marxismo por considerarlo una visión utópica basada en una
concepción teleológica de la historia, que hundiría sus raíces a su vez
en el propio cristianismo.
Al menos desde el punto de
vista estrictamente teórico, los planteamientos de ambas cosmovisiones
resultan mutuamente incompatibles. Así, las sociedades
«contractuales» afirman el carácter estrictamente individual de su
configuración social –escamoteando permanentemente el fundamento social
de toda personalidad individual-, por lo que mirarán con desconfianza
todo fin social de carácter universal. Por el contrario, las sociedades
que Almansa llama «finalistas» aceparán únicamente los fines
individuales compatibles o subsumibles en sus propios fines universales,
que son los que, a su vez, considera en exclusividad capaces de dar a
los proyectos particulares verdadera consistencia espiritual; o, dicho
de otra manera: hacerlos «reales».
La crisis de las sociedades finalistas
En nuestro mundo contemporáneo, no
obstante, el triunfo del capitalismo desde finales del siglo XVIII y,
más recientemente, la debacle de la utopía marxista en las llamadas
sociedades del Este –pero también en las del Oeste y en casi todo el
Tercer Mundo-, habría conducido a un escenario agónico para las sociedades finalistas.
Una crisis que la autora estudia en concreto para algunos casos, como
son los de la India, el de los países islámicos sometidos a la euforia
de los «petrodólares» o a través de algunas contradicciones del propio
marxismo. Dado el acoso o decadencia experimentados, de este
tipo de sociedades han surgido reacciones de carácter fundamentalista en
algunos casos de extrema virulencia. No obstante, según la
autora, precisamente por su carácter reactivo –secas ya sus raíces de
auténtica creatividad y autenticidad culturales- y su tendencia a volver
intransigentemente al pasado, carecerían de futuro históricamente
hablando.
No obstante lo anterior, ello no quiere
decir que las que Rosa Almansa denomina sociedades contractuales se
encuentren, a su vez, libres de una situación crítica. En ellas, la relativización creciente de los valores considerados tradicionalmente como guías o «faros» en el devenir social habría alcanzado, hoy, su paroxismo.
Con ello, «el sistema político-social de Occidente se ha[bría]
distanciado de cualquier sistema ético que lo trascienda, perdurable,
ontológicamente consistente –que no consista meramente en unas
determinadas “reglas de juego-”».
En otras palabras: los únicos valores válidos serían, ya, los puramente instrumentales.
Esto abocaría inevitablemente a una situación de conflicto permanente
entre intereses opuestos, alentado por el permanentemente invocado
sistema de competencia. Y ello porque solo unos fines solidarios compartidos, en tanto que tales, capaces de afirmar la naturaleza singular y diversa de las partes, es lo
que permitiría, a una sociedad, crear orden verdadero (y, en tanto que
tal, el único capaz de crear nueva diversidad afirmadora, a su vez,
tanto del conjunto social como también de otras sociedades). Así pues,
en Occidente, sería la pérdida de estos referentes éticos universales,
de este compromiso ético fundamental base de toda conformación social,
lo que daría primacía a las llamadas «reglas de juego», éstas de por sí
inconsistentes y sujetas, permanentemente, a la capacidad de imposición
de hecho de los más fuertes.
Sería justamente esta entronización casi
absoluta de los valores puramente instrumentales en el llamado
«Occidente» la que estaría favoreciendo –o permitiendo- la aparición de
dos fenómenos que, aunque otras veces presentes históricamente,
encuentran hoy nuevo caldo de cultivo.
Uno de ellos sería el de la reivindicación identitaria ferozmente exclusivista
–paralelo, pues, al del fundamentalismo nacido en la agonía de las
sociedades finalistas-, visible en movimientos tan alejados
geográficamente como el Tea Party norteamericano o partido Fidesz-Unión
Cívica Húngara, ambos muy bien tolerados en general por los gobiernos
occidentales. El otro sería el de la connivencia o alianza instrumental con fuerzas fundamentalistas de todo tipo,
aun cuando éstas nieguen los principios más elementales del sistema
democrático pluripartidista, como sería el caso de la avenencia durante
décadas con fuerzas del integrismo islámico más retrógrado.
El necesario equilibrio
Una situación, pues, de crisis
generalizada, tanto en Oriente como en Occidente, que, según la autora,
dada la globalidad del fenómeno, nos situaría «al borde del abismo». Una
situación que nacería, según ella, una vez generalizados y entronizados
casi completamente los fines de carácter instrumental, de la negación de nuestro ínsito carácter fraternal, de nuestro ser-con-los-otros constitutivo, que no puede sin embargo, en tanto que tal, sepultarse completamente.
Es por ello que, de tal contrasentido,
nacerían formas de identidad contradictorias, como las afirmaciones
colectivas del individualismo a ultranza, en las cuales existe una
asombrosa unanimidad acerca de que la única identidad posible –o libre-
es la del individuo tomado como aislado y sin identidad, tomando esta
última, en su sentido social, como necesariamente opresiva.
En estas circunstancias, para la autora, «resulta urgente el planteamiento de nuevos fines sociales que consideren tanto la dimensión social –fraternal- humana como la singularidad irrenunciable de todos y cada uno de sus miembros,
teniendo en cuenta que esa singularidad solo se convierte
verdaderamente en tal si desarrolla su propia facultad solidaria, y
viceversa.»
Fuente de la imagen de Portada: Firma del Pacto del MayFlower
Fuente de la imagen: Talibanes afganos