miércoles, 23 de noviembre de 2022

EL LARGO DECLIVE DE LA IZQUIERDA: UN DIAGNÓSTICO

Transcribimos a continuación el artículo de Francisco Almansa, filósofo y Presidente de esta asociación, que aparece con el título "El largo declive hacia la izquierda: un diagnóstico" en la revista Canarias semanal en el siguiente enlace: https://canarias-semanal.org/art/33527/el-largo-declive-de-la-izquierda-un-diagnostico


Hace tiempo que, en diversos foros y encuentros, debatimos y tratamos de reflexionar acerca de los orígenes y circunstancias del declive actual de la izquierda, así como sobre sus posibilidades de superación. Nuestra postura es que la principal causa de su actual estancamiento es que ha olvidado su propio proyecto, que no era otro que crear una nueva sociedad. No mejorar esta: crear una nueva sociedad. Sin embargo, se da la paradoja de que la clase social que construyó, en sus grandes líneas maestras, este régimen en el cual hoy vivimos instalados, que no es otro que el de 1789 —esto es, el de la Revolución Francesa, el de la burguesía—, no cree ya en su propio proyecto político: lo utiliza, le sirve de legitimación, cubre con él las apariencias, sus vergüenzas, pero ya está. 

   Sin embargo, la izquierda en general sigue creyendo en este régimen político del 89 (¡de 1789!): cree que es válido si se le proporciona un adecuado contenido social. Y ese es el objetivo general de la izquierda. Dotar de contenido social, con el fruto de las luchas de clases habidas desde 1789 hasta hoy, un régimen político que nació de la mano de la burguesía, fundamentalmente por y para la burguesía. Es un sistema político que no solo nace unido a una concepción muy determinada de la persona: la persona como individuo abstracto o aislado, esto es, desligada de los lazos sociales que le conforman como tal persona; sino que, como todo sistema político, no es independiente de una determinada economía. En este caso, el sistema político democrático nacía inextricablemente unido a una forma de economía vinculada a una forma de propiedad donde una parte posee lo necesario para la vida de todos los demás. Es verdad que esto no era nuevo, que solo había hecho, entonces, tomar nuevas formas, si cabe, más descarnadas en muchos aspectos que las anteriores. Pero en esto consistía —y sigue consistiendo— el poder efectivo de una sociedad; y este es el poder real que el Estado continúa velando para que se mantenga. En esto, al parecer, somos todos nosotros muy conservadores: mantenemos un sistema político vinculado a uno económico que es, en aspectos esenciales, igual desde hace 5.000 años. Parece que hemos dado por sentado que esto no se puede o no se debe cambiar. De esto ya ni siquiera se puede hablar.

    No vamos a negar que se han realizado progresos desde la Revolución Francesa, pero no nos engañemos: esos no son méritos atribuibles a la burguesía, ni a su sistema político; son aspiraciones que nos pertenecen en tanto que seres humanos, y que, por tanto, podemos encontrar en sociedades muy distintas. Y son, además, logros y conquistas que, las más de las veces, se han realizado a pesar de la propia burguesía, cuyas reales aspiraciones de igualdad fueron, salvo unas pocas excepciones, limitadas. Hay, pues, quién lo duda, aspectos universales, y por tanto aprovechables, en el régimen democrático. Pero no debemos caer en el error de atribuirlas al propio régimen político, sino al desarrollo de nuestra propia humanidad. Recordemos, a este respecto, que Platón, ya en la antigüedad, reivindicó en algunos aspectos la igualdad de la mujer. Aspiraciones de igualdad se han dado en grupos disidentes desde siempre. Recordemos, en cambio, que hasta 1971 las mujeres no tuvieron en Suiza derecho al voto, cuando, sin embargo, sí lo adquirieron ya en la República Democrática de Azerbaiyán en 1918. ¡Qué paradojas!

    Ahora mismo queda claro que las llamadas reglas de juego democráticas se utilizan, y si hacen falta regresiones, se hacen. Y esto no está ocurriendo solo en España. Se está haciendo en todo el mundo, porque las actuales reglas políticas ya no les sirven, y no les sirven porque su economía no funciona. Nos encontramos, pues, con unas fuerzas políticas que pertenecen cada vez más al pasado: formas de expresión política, de opresión política, que no nos resultan ya tan posmodernas”. Que huelen cada vez más a rancio.


    No debemos pensar, sin embargo, que el problema consiste en que los que están al frente del poder político o económico no son lo suficientemente honrados; esto es, que basta más honradez para que las cosas funcionen como deben funcionar. Además, existe una idea, muy extendida entre la izquierda, de que la única responsable de la actual situación es una élite financiero-bancaria. Ella sería, junto con una “casta” política, también reducida, la responsable de todos los desastres que padecemos. Sin embargo, puede afirmarse que todo aquel que posee un determinado nivel de bienes que es necesario para la vida de los otros es ya parte del sistema. Y estos son unos cuantos, sí: unos cuantos millones, que están interesados, de una u otra manera, en el mantenimiento del sistema. En un artículo sobre la influencia de la clase media alta en la vida política estadounidense, Richard V. Reeves afirmaba que «con frecuencia, los detractores más vehementes del pequeño club encaramado a la cumbre de la pirámide pertenecen a las clases sociales más próximas a este: más de una tercera parte de los manifestantes que acudieron el 1 de mayo de 2012 al llamamiento del movimiento Occupy Wall Street disponía de unos ingresos anuales superiores a 100 000 dólares.» No seamos, pues, ingenuos: no se trata de “cuatro sinvergüenzas”. Si así fuera, no existirían tantas resistencias al cambio. 

    Estamos, pues, lidiando —y también sustentando— con toda una clase social que ya no cree en su propio sistema. Es por ello que, cuando hace falta, se alía con quien sea. En Chile, Salvador Allende quiso respetar las reglas del juego. ¿Qué le pasó? Que lo echaron, a pesar de que fue impecable: escrupuloso con las reglas de juego del sistema. Porque esas reglas de juego no pueden cambiarse, no nos engañemos, desde dentro del sistema mismo, utilizando esas mismas reglas: están indefectiblemente trucadas. El historiador británico Mark Curtis lo ha mostrado en un libro en el que pone al descubierto la total connivencia del gobierno y los empresarios británicos con la sangrienta Junta Militar chilena que aplastó el gobierno de Unidad Popular elegido democráticamente. El cinismo que muestran es tal que todavía nos pone los pelos de punta. El entonces ministro británico de asuntos exteriores afirmó, por ejemplo:

   «“Para los intereses británicos [...] no hay duda de que Chile bajo las órdenes de la Junta ofrece mejores perspectivas que el caótico camino de Allende hacia el socialismo; nuestras inversiones deberían mejorar, nuestros préstamos se podrán reprogramar satisfactoriamente y los créditos a la exportación se podrán retomar más adelante, y el estratosférico precio del cobre (importante para nosotros) debería caer cuando se restablezca la producción chilena”.»

     Y continúa el autor: «Todo esto se hizo en un contexto en el que los estrategas británicos reconocían inequívocamente que “la tortura continúa en Chile” y que “los nuevos líderes al parecer tienen tendencias cuasi fascistas”.» Y ellos mismos concluían que una de las desventajas del éxito del golpe militar iba a ser que se desconfiaría de las vías democráticas para lograr un cambio social en Latinoamérica. Sin embargo, a pesar de sus propias confesiones, nosotros seguimos ciegamente confiando en sus propias reglas de juego.

   Más ejemplos: Ya en 1823, la propia Inglaterra ayudó a financiar a los Cien Mil Hijos de San Luis para acabar con una experiencia liberal en España y restablecer el absolutismo, que entonces le era más propicio. Gran Bretaña, como Holanda, Bélgica o Francia han sido sostenes de imperios coloniales donde nunca se concibió conceder derechos democráticos a las naciones sometidas. Mucho más adelante, los países democráticos contribuyeron a sostener el régimen del apartheid en Sudáfrica, y solo cuando cayó el “otro régimen”, a partir de 1989, y ya que habían disminuido significativamente los riesgos de verdadero cambio social, se empezó a negociar el cambio de sistema, esta vez creando una elite negra privilegiada y enriquecida que ayudara a mantener un sistema crónico de desigualdades. Estados Unidos, paradigma del régimen democrático occidental, ha contribuido a mantener e imponer más dictaduras y sistemas corruptos y sanguinarios que ningún otro país de la historia. ¿Por qué no vinculamos un sistema político con los resultados que produce?

    Y aquí aparece a su vez otra paradoja: quien más ha negado la existencia de formas sociales eternas, que no ha sido otra que la izquierda, es la que más ha afirmado como eternas, precisamente, las formas políticas nacidas en 1789. Si tanto decimos que todo cambia, ¿por qué afirmamos que un determinado orden político es válido para todos los cambios? En otras palabras: nos hemos vuelto conservadores, y parece que todo es relativo menos lo que nos interesa. 

    Podemos afirmar, por tanto, que la izquierda hoy no tiene proyecto propio, sino que ha tomado el de la burguesía; porque su proyecto social no hace mucho era bien diferente: el referente de transformación no era el individuo abstracto, sino los trabajadores y trabajadoras y el Trabajo mismo. Un trabajador colectivo que debe ser, además, el máximo exponente de la realización en el trabajo: esto es, no nos vale cualquier trabajo. Nos falta, pues, el proyecto político propio de la sociedad del trabajo libre y creador. Ese debe ser nuestro propio proyecto político. Parece que hemos renunciado a él porque esta economía produce mucho, dejándonos, así, limitar por una economía que produce guerras. Efectivamente, vivimos en una economía de guerra permanente, que no ha hecho sino producirlas desde su creación, incluyendo las dos grandes guerras mundiales, que fueron hijas suyas. 

   Si el modelo de la izquierda actual supone hacer más justicia social dentro del modelo político del régimen del 89 y del modelo económico que le es propio, es que le falta su propio modelo social. Corremos el peligro de querer vivificar una momia, y hemos olvidado, además, que Estado del bienestar que tanto defendemos no fue sino el resultado de un pacto interclasista que nace de la crisis del 29, de la Segunda Guerra Mundial y de la amenaza del comunismo. Desde el momento en que la alternativa al capitalismo se debilitó, a partir de los años 70, el Estado del bienestar empezó a aparecer como un estorbo sobre todo para la clase propietaria, y empezó a denunciarse porque significaba detraer recursos para la inversión.

   Así pues, desde que nació el sistema político democrático estamos viendo su subordinación a la economía: no se trata, pues, de un rasgo característico propio de la etapa neoliberal, sino del sistema capitalístico-democrático mismo. En un determinado momento de su historia, al capitalismo le vienen, como anillo al dedo, unas formas políticas democráticas, y la economía capitalista las ha venido utilizando desde hace al menos dos siglos como su mejor forma de legitimación. Sin embargo, cuando no ha interesado, no se han exportado esas formas políticas, sino solo las económicas, porque siempre, a corto y a medio plazo, las formas políticas están al servicio de las económicas. Por eso lo que hemos venido llamando el “mundo libre”, que anda siempre rasgándose las vestiduras, apoya, por ejemplo, la dictadura de Al-Sisi en Egipto, o ha financiado y continúa financiando al yihadismo —en Afganistán, en Libia, en Siria…—. Hemos destruidos regímenes laicos (supuestamente más cercanos a nuestra sensibilidad democrática), siempre que nos ha hecho falta. Y por ello también toda América Latina, durante décadas, ha sido frustrada en el desarrollo de su organización política, porque se trata de un sistema de intereses económicos de clase, vinculados a los políticos. Y todo esto no ha sido gracias únicamente a cuatro políticos: sino a una base social muy amplia, con mucho poder, interesada en que esto sea así. Convendría no olvidarlo si no queremos caer en un populismo fácil que se ponga una venda en los ojos ante los “intereses reales” de mucha gente. Con ello seguiremos posponiendo nuestro proyecto real: la construcción de una sociedad nueva, sin privilegios, sin clases, en la que no tenga que mendigarse por lo que es nuestro en tanto que seres humanos: el trabajo que nos corresponde para construir un mundo que, verdaderamente, nos pertenezca.



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