Transcribimos el artículo de nuestra compañera Encarnación Almansa publicado en la revista Paradigma el 9 de mayo de 2019 (https://paradigmamedia.org/el-capitalismo-se-devora-a-si-mismo/)
El 28 de
abril de 1965, las tropas de EEUU entraron en Santo Domingo (República
Dominicana), dentro de la denominada Operación Power Pack, para apoyar a los
golpistas que, dos años antes, habían instaurado un nuevo régimen de terror
tras un brevísimo paréntesis democrático que había sucedido a la dictadura de
Trujillo. Sin disimulo, Lyndon B. Johnson declararía que no iba a permitir una
nueva Cuba en el Caribe. Dos días después de la intervención norteamericana, en
una reunión de la OEA en Washington, se aprobó que las tropas estadounidenses
allí destinadas iban a pasar a considerarse como “interamericanas”. Tras una
solución “negociada” (si puede considerarse una negociación en tal situación de
diferencia de poder), se estableció un gobierno títere elegido en unas
elecciones, con lo que la operación del imperio quedó limpiamente cerrada y
legitimada por las normas internacionales del sistema.
El 20 de
diciembre de 1989, unos 26.000 soldados norteamericanos entraron en Panamá,
según el presidente George Bush para defender a los ciudadanos norteamericanos,
llevar al general Noriega frente a la justicia norteamericana por narcotráfico
e instaurar en el país un régimen democrático. En esta ocasión la operación
recibió el nombre nada menos que de Causa Justa. Hace poco vio la luz un Memorandum
secreto-sensitivo del Consejo de Seguridad Nacional redactado en abril de ese
año, en el que se incluía otra motivación menos confesable: acabar con las
negociaciones entre Noriega y Japón en relación a la ampliación del Canal de
Panamá. Las cifras de muertos de la operación oscilan según las fuentes, pero
la mayoría la sitúa entre los 3000 y los 6000. La ocupación estadounidense se
prolongó durante dos años y, de hecho, el presidente electo tras unas
elecciones tomó posesión de su cargo en una base estadounidense.
Ejemplos
como estos podemos encontrarlos en África, en la práctica totalidad del
territorio de Centroamérica y Sudamérica y, en la actualidad, en el devastado
Oriente Medio. Incluso Europa ha vivido una situación similar en la antigua
Yugoslavia con la intervención de la OTAN en la Guerra de los Balcanes. No
obstante, tras la situación con el último fallido golpe en Venezuela, parece
que no son tan fáciles ya las impunes invasiones militares estadounidenses en
Latinoamérica para ordenar el territorio a su antojo. Si bien es cierto que
mantiene el control político de gran parte del continente Sur americano a
través de vías electorales (no olvidemos que el imperio no necesita siempre la
opción militar para mantener sus tentáculos, pues, en muchos casos, es la misma
ciudadanía la que lo vota) y que la amenaza de invasión militar parece
mantenerse sobre la mesa cuando el resultado electoral no satisface a la Casa
Blanca, parece que sus estrategias desestabilizadoras no acaban de cuajar, en
parte por no contar con el apoyo esperado y en parte, también, por chapuceras.
Ya se pudo ver algo en Turquía (hay sospechas de que el fallido golpe de estado
de 2016 contra Erdogán partió de una base estadounidense) y, ahora, tras las
fracasadas maniobras desestabilizadoras en Nicaragua, nos encontramos con el
esperpéntico personaje de Guaidó como instrumento para destruir algo tan sólido
como es el movimiento bolivariano en Venezuela.
Esto no
significa que la amenaza sea menor, ni mucho menos, sino que nos encontramos
frente a un imperio en decadencia que trata de mantener su hegemonía de forma
cada vez más infructuosa, aunque no por ello menos agresiva. Tras dejar Oriente
Medio en estado de devastación absoluta pero sin haber conseguido dominar el
territorio, dirigen ahora su mirada de nuevo a su patio trasero con métodos
quizá menos tajantes (a día de hoy, pues es plausible una intervención en un
futuro próximo) pero igualmente evidentes. Sin embargo, podemos comprobar cómo
EEUU ya no cuenta con el mismo apoyo incondicional de la comunidad política
internacional, y ello se manifiesta en la incapacidad para controlar las
situaciones tal y como venía haciéndolo, es decir, instaurando a su antojo
dictaduras o democracias serviles en los países que osaban desafiar en lo más
mínimo sus intereses. Por supuesto que en la historia de la hegemonía
estadounidense ha habido territorios inconquistables, tales como Cuba o como
fue Vietnam, pero ahora parece que el Pentágono cosecha más fracasos que
victorias. Y una de las principales causas de ello, además de la pérdida de
poder en el balance de la economía mundial por el surgimiento de potencias
rivales, es la fractura dentro del bloque capitalista, perceptible ya incluso a
nivel político (por supuesto, con intereses económicos contrapuestos como telón
de fondo).
En
realidad, el capitalismo ha permanecido unido solo en parte durante la Guerra
Fría. Fue la amenaza de un contagio del socialismo en el bloque capitalista lo
que obligó a enterrar las contradicciones entre potencias para dirigir sus
fuerzas a neutralizar o destruir el temido “efecto dominó”. No podemos olvidar
que, a pesar de la enorme inyección de dinero que supuso el Plan Marshall en
Europa tras la Segunda Guerra Mundial y el generoso tratamiento de la deuda de
la RFA, la RDA mantuvo desde 1965 hasta los años 80 un crecimiento del PIB
mayor que el de su vecino occidental. El 32% del parlamento era femenino y la
participación de la mujer en la vida laboral llegó incluso a ser mayor que el
masculino, algo impensable en muchos países capitalistas. Tampoco podemos
olvidar que hasta 1989, ningún país del Este tenía necesidad de establecer
prestaciones por desempleo. Hungría fue el primer país en necesitarlo en ese
año; a mediados de los 90, ya contaba con un nivel de más del 12% de
desempleados, alcanzando el 25% en algunas regiones.
Los
logros sociales y el crecimiento económico de algunos países del Este
provocaron que Europa occidental y EEUU tuvieran que desarrollar lo que después
vino a denominarse como “Estado de Bienestar”, de tal manera que, convirtiendo
a la clase trabajadora de estos países en consumidores, neutralizaron los
movimientos obreros aspirantes a un cambio de sistema. El Estado del Bienestar
ha sido presentado históricamente como un triunfo de la socialdemocracia y de
la economía keynesiana, de ahí que sus herederos insistan en volver a estas
políticas, escondiendo que se basaron fundamentalmente en un consumo y un
desarrollo productivo insostenible e irracional, así como en el apoyo
incondicional a las políticas militaristas e imperialistas que suministraron
mano de obra y materias primas a bajo precio a las clases medias de occidente.
Podríamos decir que su verdadero logro fue permitir esconder y postergar las
contradicciones inevitables del capitalismo, así como que su corta vida fue la
cara amable de la hipertrofia de la gran superpotencia que aspiraba a acabar
con cualquier iniciativa disidente.
Con la
caída del muro, muchos intelectuales conservadores y “progresistas”
consideraron que viviríamos el triunfo definitivo del capitalismo en todo el
planeta. No obstante, tras la desaparición del enemigo, además de vivir una de
las más agresivas y duraderas crisis económicas del sistema, las tensiones en
su seno no han hecho más que crecer, de manera que en la actualidad nos
encontramos, paradójicamente, en una situación que recuerda a la previa a las
dos guerras mundiales, donde no se sufrió un enfrentamiento entre el
capitalismo y los aspirantes al comunismo, sino entre las mismas potencias
capitalistas.
En
primer lugar, nos encontramos una guerra económica de consecuencias todavía impredecibles.
China y Rusia, como potencias económicas capitalistas que son en la actualidad,
han empleando muchos de los subterfugios económicos anteriormente utilizados
por sus enemigos occidentales: mano de obra barata, cambio de valor de las
monedas, paraísos fiscales, compra y venta de deuda, mecanismos propios de
transacción internacional, etc. No obstante, podemos decir que, de momento, no
emplean la vía militar para conseguir sus objetivos y que China, conservando
gran parte de control estatal en sus empresas, nos va presentando un sistema
económico de deriva desconocida todavía. Estas dos nuevas potencias han ido
creando zonas de expansión económica que han provocado, a su vez, movimientos
militares por parte de EEUU para tratar de mantener el control de zonas
anteriormente al servicio de sus intereses. Esto está siendo evidente en
África, donde gran cantidad de recursos han pasado a manos chinas tras acuerdos
con países como Nigeria o Sudán. La Ruta de la Seda avanza silenciosa pero
implacablemente incluso por Europa y es muy dudoso que esta situación sea
pacíficamente aceptada por los magnates estadounidenses de forma indefinida.
Pero las
más paradójicas tensiones se están viviendo, en la actualidad, entre los mismos
miembros de la OTAN. La amenaza de aranceles se encuentra constantemente sobre
la mesa, a la vez que la UE se ha atrevido a multas históricas a grandes
multinacionales estadounidenses por violación de la ley antimonopolio. Alemania,
por su parte, ha apostado por abastecerse del gas ruso y no acepta las críticas
del gobierno de Trump, apelando a su soberanía económica y provocando la ira,
incluso, de países potencialmente socios en territorios cercanos, como Polonia
o Ucrania (fieles vasallos de EEUU en Europa). El gasoducto Nordstream 2, cuyo
proyecto fue iniciado por el excanciller alemán Schröder (actualmente
presidente de una petrolera estatal rusa…) evitará su paso por los países del
Este de Europa y se construye por el Mar Báltico.
Por su
parte, Turquía se enfrenta de forma cada vez más evidente a EEUU dentro y fuera
del territorio sirio. El gobierno estadounidense se apoya en las YPG kurdas
(escindidas del PKK), las cuales, junto a otros grupos rebeldes, forman las
Fuerzas Democráticas Sirias, algo que no es admitido por Turquía. En junio de
2018, ambas potencias tuvieron que alcanzar un acuerdo en Alemania, donde EEUU
ordenó a las YPG que se retiraran de la recién conquistada ciudad de Manjib
para que fuera nuevamente tomada por las fuerzas turcas. En enero de 2019,
Trump amenazó con devastar económicamente Turquía si atacaba a los kurdos (a
los kurdos de Siria, por supuesto, ya que los que viven en territorio turco han
sido y siguen siendo invisibles para la comunidad internacional), y la reciente
compra de sistemas de defensa antiaéreos rusos por parte del país asiático ha
creado una nueva escalada de tensión diplomática de derroteros inciertos.
Por su
parte, en Libia no se dirime únicamente una lucha entre fuerzas locales, tal y
como nos quieren hacer creer, sino que también se enfrentan intereses de EEUU y
algunos países europeos. El gobierno de Trípoli es reconocido por la ONU y por
países como EEUU e Italia, junto con Turquía y Qatar, por su implicación en
tratar de evitar la salida de los refugiados del país, mientras que el gobierno
de Haftar (que controla la mayor parte del país y que actualmente lucha por el
control de Trípoli) cuenta con el apoyo de Arabia Saudí, EAU y Egipto por su
oposición a los Hermanos Musulmanes, pero también de Francia y Rusia, los
cuales quieren recuperar los lazos comerciales que tenía con Gadafi. Es decir,
que en estos momentos, en Trípoli, luchan indirectamente nada menos de EEUU
contra Francia.
Toda
esta creciente tensión internacional en el seno del capitalismo se implementa
con una crisis sin precedentes de las instituciones propias del sistema. No
solo se cuestiona la democracia representativa, que ha sido considerada como el
sistema universal e incuestionable por la izquierda y por la derecha, sino que
los organismos internacionales han perdido la poca credibilidad con la que
contaban.
Una
decadencia de estas dimensiones es enormemente peligrosa, pues sabemos que el
capitalismo derrocha agresividad a todos los niveles: laboral, social,
psicológico, militar… Por tanto, el enemigo no es externo. Ni nunca lo fue.