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domingo, 10 de abril de 2016

LA PEOR DEVALUACIÓN: LA DE «NOSOTROS MISMOS».


Ante el derrotismo vigente en relación a los poderes más nobles que el ser humano ha recibido, y cuyo desarrollo siempre apunta a un sincero Sí Universal a la Vida, siendo por el contrario su asfixia una verdadera amenaza para ésta, queremos patentizar el contraste que con dicho derrotismo supuso una época que, con menos recursos científicos y técnicos que la nuestra, sabía, sin embargo, dónde radica el verdadero hontanar de la auténtica creatividad, que, en cuanto tal, es también cuidado amoroso por la obra recibida de los que nos precedieron.
Legado que, en sí mismo, es un testimonio de esfuerzo guiado por la fe y por la generosidad que brota de ésta cuando es en la Verdad, la Justicia, la Igualdad y la Libertad, por no citar otros valores, en quienes la depositamos.

Friedrich Hegel
«El coraje de la verdad, la fe en el poder del espíritu, es la primera condición de la filosofía. Al ser espíritu, el hombre puede y debe considerarse a sí mismo como digno de lo más elevado, nunca puede tener una estima suficientemente grande de la magnitud y poder de su espíritu, y con esta fe nada será tan árido y duro como para que no pueda hacérsele patente. La esencia al pronto oculta y cerrada del universo no tiene ningún poder capaz de resistir el coraje del conocer; ella debe abrirse a él y dejar extendidas ante los ojos su riqueza y profundidades, ofreciéndolas para su goce».

G.W.F. Hegel, «Fragmento del discurso inaugural, con motivo de la toma de posesión del cargo de Rector, pronunciado el 28 de octubre de 1816, en el Gymnasium de Bermberg (Baviera)». Citado por M. Heidegger, La fenomenología del espíritu de Hegel, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 52-53.

domingo, 30 de noviembre de 2014

DIALÉCTICA ENTRE RAZÓN Y FE


Francisco Almansa González.

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que ni la fe ni la razón parecen tener mucho peso en cuanto referentes cardinales en las motivaciones del comportamiento humano. La razón es mirada con desconfianza porque se la supone una amenaza para la libertad, mientras que a la fe se la considera vinculada a alguna forma de realidad inverificable a la que, por tanto, no se debería denominar realidad. 

Al tiempo escatológico, en el cual la fe tiene su soporte esencial, se le considera superado por el tiempo entrópico, o aquel cuyo fin es el aumento del desorden. Algo que por el momento sí parece verificarse. Sin embargo, ambas, ciencia y fe, se encuentran estrechamente vinculadas por un elemento esencial que les es común, y que hace que la ciencia sea una "apuesta segura de futuro", lo cual no es sino una demostración de fe, como el hecho de que no perder la fe en aquello que nos es considerado importante sea bastante razonable. Con lo que se nos está diciendo que la fe también es racional. Este vínculo al que hemos aludido como elemento hermanador entre dos de las manifestaciones que, siendo tan propiamente humanas a su vez parezcan tan antagónicas, es el sentido.

Puede parecer que lo anterior se aviene más con la ciencia que con la fe, teniendo en cuenta el «credo quia absurdum» de Tertuliano, o bien ciertos pasajes de la obra de Temor y temblor, de Kierkegaard. Sin embargo, dos conspicuos representantes de la fe, como fueron S. Agustín y S. Anselmo, ponen a ésta como el origen impulsor hacia el conocer. «Creo para entender», decía S. Agustín. O bien el lema de S. Anselmo en su Proslogium: «No busco, Señor, entender para poder creer, sino que creo para poder entender». Y lo que se entiende, naturalmente, ha de tener sentido; ahora bien, si la fe es previa en ellos para encontrar el sentido, es que en ella se nos revela lo que podríamos denominar nuestra vocación de sentido.

Tanto el verdadero científico como el auténtico hombre de fe son ambos conscientes de que el sentido es, como el ser de Heidegger, algo que parece que en la medida que se manifiesta de una determinada manera se oculta a su vez en aquello que hasta entonces parecía claro. Pero el hombre de fe, tanto si es científico como si no lo es, no se arredra ante el absurdo, pues sabe, por ser hombre vocacional de la fe, que también lo absurdo puede tener sentido. Lo cual quiere decir que si el absurdo existe es porque es relativo al sentido, y, por tanto, he ahí una meta ineludible tanto para la fe como para la ciencia: encontrar el sentido del absurdo, y no caer en el sentido absurdo, que es la meta fatal de cuando se ha perdido la fe en aquello que para nosotros importa; y entre lo que más importa está precisamente el sentido, ya que somos fuentes originales tanto de sentido como de valor. Algo, por otra parte, tan íntimamente hermanado también.

La alternativa trágica surge cuando dos realidades que son patrones de sentido para la existencia humana entran en conflicto y se da el rechazo al compromiso "conveniente" que nos lleva a la caída, entendida ésta como vida inauténtica. Vida que significaría para el héroe trágico la muerte de su razón de ser, y que implicaría aceptar el mundo estando ya de más en él. Terrible contradicción que conduce a la vergüenza y a la represión de la misma por una permanente racionalización, siempre espúrea, que busca justificarse permanentemente frente a los otros. Algo así como convertirse en un mendigo del espíritu.

Francis Picabia, Parade Amoureuse (1917)
Sin embargo, existen momentos en los que parece que la razón y la fe se refuerzan recíprocamente, como sucedió con la razón histórica del marxismo, que contenía en su seno una utopía, cual semilla de grano de mostaza, conforme a la metáfora que Jesús utilizó para describir el reino de Dios. No obstante, la semilla no dio los frutos que se esperaban, porque se puso como ley suprema del progreso, de igual manera que su adversario capitalista, el desarrollo técnico. Ahora bien, la técnica es lo que por sí misma no tiene sentido, y poner la fe en una razón, la técnica, que solo es un medio, significa una radical inversión del valor de la realidad, ya que ésta posee valor en la misma medida que tiene sentido por sí misma.

El fracaso, pues, que hizo perder la fe en la utopía de un mundo más justo y fraternal, o en lo que podríamos denominar como razón utópica, no fue ni mucho menos, a nuestro entender, el que se impusiesen a la "realidad" unos ideales que no se correspondían con la misma, sino que lo que se impuso realmente allí, igualmente que aquí, fue la razón técnica sobre la razón utópica. ¿Pero acaso la utopía no es más un bello sueño que esa trama jerárquica de relaciones lógicas consistentes que se denomina razón? No. No es así, ya que la razón es la que busca aquellas formas de relación que son las que se corresponden con la naturaleza de los seres que se relacionan.

Si organizamos a los seres humanos de tal manera que sus relaciones sean equivalentes a las de los componentes de una máquina, es que entonces estamos identificando dos formas de ser que son radicalmente opuestas, pues la condición de todo instrumento, y con más razón de todo componente del mismo, es que no tenga voluntad propia, y solo el mundo de lo inconsciente e inerte la cumple. En caso contrario, es necesario violentar la libertad para cumplir la función impuesta.

Ahora bien, esto mismo que estamos diciendo es parte integrante de la razón utópica, uno de cuyos axiomas es que un ser humano no es un instrumento, y, por tanto, nunca debe utilizarse. Como sabemos que esto no es así en los sistemas de clases, estén o no estén legalmente reconocidos, la razón utópica propone, precisamente por ser utópica, un conjunto de fines necesarios que tienen como meta la exigencia de que lo más real de cada forma de ser pueda plenamente realizarse. Si somos realmente humanos y no instrumentos, hemos de relacionarnos como lo que realmente somos, y toda "razón" que se opone a este fin no es sino una razón instrumental que nos desrealiza, y que a su vez pierde el sentido por el cual ella misma existe: la de simple servidora de la libertad.

Vemos cómo la tan denostada utopía interpretada como un sueño irrealizable no es sino lo contrario: la expresión racional que busca la realización de aquello que, por ser lo más real que hay en nosotros, nos permite diferenciarnos de lo que no somos. La realización de la utopía no significa el fin de la razón utópica, dado que uno de los atributos que más nos distinguen de los otros seres, y que por tanto más definen nuestra realidad, es nuestro poder creador. De ahí que dicha razón tenga en este sentido el significado literal de la palabra griega: en ningún lugar. Lo cual no significa que no se pueda realizar, sino que el poder de creación es ilimitado, y que, por tanto, lo que está por crear, necesariamente, no está en ninguna parte, pero que, por el contrario, es desde nuestra más auténtica realidad, que no es sino nuestro lugar absoluto u hontanar inagotable de realización, desde donde nuestra razón, que es por esencia utópica, realiza sus proyectos de autorrealización creadora.

Conforme a lo anterior, vemos cómo la razón y la fe se aúnan en la razón utópica, pues ser creadores significa dar un nuevo sentido al futuro, pero siempre que sea un sentido por el cual nos podamos reconocer como nosotros mismos, lo cual solo es posible si nosotros somos el patrón de sentido de la realidad, o lo que tiene sentido por sí mismo. Pero esto no es sino una síntesis entre ciencia e imaginación. Aquí la fe sería la certeza sobre el sentido de nuestro futuro, aunque éste en su novedad específica nos sea aún desconocido. Esa es la esencia misma de la fe: certeza en el sentido de lo que nos es desconocido; y asimismo la de la ciencia, pues solo porque lo que se conoce por ella tiene algún sentido, pero no todo el sentido que se espera, se considera necesario seguir buscando.

Con el cristianismo, y después con el marxismo, la dialéctica entre fe y razón se hace plenamente consciente, habiendo tratado ambos de encontrar la justa relación entre ellas, aunque la razón posee su referente esencial en lo existente que nos es accesible, y la fe en lo que se oculta, o bien como realidad no desvelada, o bien como posibilidades no descubiertas. Ambas han coincidido también en que el sentido del aquí y ahora de la llamada realidad deja bastante que desear, y por lo tanto el verdadero sentido no pertenece esencialmente a la misma. De ahí la desvalorización del mundo tal y como lo entendía el cristianismo, y la sed de futuro de la utopía marxista. En el fondo ambos son, en sus formas más comprometidas, una rebeldía contra el sinsentido del mundo existente. Mientras en el cristianismo más consecuente se opta por "retirarse" del mundo; con el marxismo tenemos la opción de transformarlo conscientemente, porque como heredero de la Ilustración, su fe en la razón aún no ha quebrado.

El primer pensador de la modernidad que tomó plena conciencia de la separación que se estaba produciendo entre la razón, -cada vez más "objetiva", esto es, más indiferente a los fines humanos-, y la fe en tanto que indisoluble de los mismos, fue Pascal.


 La razón mecanicista de corte cartesiano es determinista, y el mundo, es decir, el orden social de su tiempo, no escapa a la visión conservadora de dicho paradigma; lo cual significaba para los espíritus "realistas" que las cosas no podían ser de otra manera. Ahora bien, para los menos realistas, pero más auténticos, la situación se había vuelto trágica, pues lo que "no podía sino ser", o sea, los compromisos mundanos, eran la mayoría de las veces lo que no debía de ser desde las exigencias de la fe cristiana, y por tanto, había que apostar.

Desde la sensibilidad marxista de la primera mitad del siglo XX, un pensador adscrito a esta corriente vio en la tragedia de esta primera rebeldía contra el sinsentido del orden mundano una de las fuentes del pensamiento dialéctico, en el que el Sí y el No son los protagonistas esenciales del mismo. Y en una obra titulada El hombre y lo absoluto aborda la investigación de lo que él considera el origen de una dialéctica que hoy se da precipitadamente por concluida . Este marxista capta la tragedia de un pensador y científico excepcional, Pascal -que además es un creyente que no hace concesiones-, siendo innegable la afinidad y simpatía que como dialéctico siente por él, pues ambos, uno desde su pesimismo en relación al orden mundano, y el otro con su fe en el orden futuro, no dejan de ser hombres trágicos que apuestan abiertamente por el sentido que ha de venir, aunque necesariamente hay que vivir en la mezquindad del sentido de lo existente.

Este pensador es Lucien Goldmann, uno de los intelectuales más prestigiosos de los años sesenta en Europa. De origen rumano, se afincó después de la Segunda Guerra Mundial en París y más tarde ocupó un cargo en la Universidad Libre de Bruselas, donde dirigió el Centro de Sociología de la Literatura. En su corrículum intelectual es de destacar la influencia del filósofo marxista Georg Lukács, de quien fue discípulo, además de la orientación hegeliana. Con tales ingredientes, este autor contribuye con sus investigaciones a la creación de una ciencia seria, rigurosa y positiva de la vida del espíritu en general.

lunes, 6 de octubre de 2014

PRINCIPIOS SOBRE EL PODER (I)




Francisco Almansa González.
Presidente de la Asociación Aletheia.

Estos principios sobre el poder, así como las conclusiones que de ellos se derivan, constituyen una selección de los mismos que a su vez depende de una teoría más amplia en la cual encuentran el marco referencial que le otorga su pleno sentido. Lo anterior significa que esta relación que aquí exponemos es incompleta y que, por lo tanto, puede adolecer en algunos casos de la claridad necesaria. Pero de lo que aquí se trata fundamentalmente es de abordar el tema del poder desde un punto de vista diferente al que en general es percibido cuando éste -el poder- es casi exclusivamente relacionado con la política y la economía. En primer lugar, este reduccionismo nos impide comprender la verdadera esencia del poder, pues éste trasciende con mucho lo que es el ámbito de lo estrictamente político, así como de lo económico, hoy en primer plano.

El poder, en principio, hay que concebirlo como los romanos representaban al dios Jano, con dos rostros opuestos. Conforme a esto, una cara es la dimensión que busca la negación de aquello cuya presencia puede obstaculizar los fines de la otra cara del poder, que es el de las realizaciones que presuntamente lo legitiman. Aquí la cuestión estriba, por tanto, en ver si dichas realizaciones en verdad lo legitiman. Como este no es lugar para desarrollar una teoría completa del poder, sólo podemos decir que la legitimidad de un poder sólo le viene dada en la medida que nos humaniza. Y no valen declaraciones de derechos humanos, así como tantos tipos de retóricas humanistas al uso, si a la postre se admiten como legítimas determinadas prácticas sociales que tanto por sus efectos directos como indirectos provocan una deshumanización generalizada de la vida social. Esto es, a nuestro parecer, lo que ha sucedido al tratar de asociar valores de alcance universal -cuya conquista se debe fundamentalmente a los profundos anhelos que en todos los seres humanos laten para alcanzar la plenitud de lo que ya son- con el capitalismo, el cual todo lo degrada al poner como patrón universal de todas las formas de ser al dinero. O sea, algo que en sí mismo nada es.

Esto hace que la ideología propia del capital sea el nihilismo. Ahora bien, el nihilismo, como toda forma de parasitismo, obtiene su energía a cambio de nada. Sólo ha de tener cuidado en no destruir completamente a sus víctimas, pues con ello también sucumbiría él mismo. Por eso necesita utilizar, y no destruir absolutamente, todas aquellas instituciones y valores que son en su misma esencia la negación misma de todo nihilismo. Su poder, por tanto, es un poder paradójico, como todo poder represivo, y como paradójico que es, su nombre ha de indicar su propia contradicción. Por eso a este tipo de poderes los denominamos poderes de la impotencia.

Darío de Regoyos, Bahía de Santoña (1900)
He aquí los Principios:


1.- El Poder legítimo es libertad, pues allí hasta donde podemos llega nuestra libertad. Lo que implica que cuando se nos limita el poder se nos limita la libertad, y viceversa.


2.- Si el poder es libertad entonces es afirmación de la diferencia (singularidad) y realización de las posibilidades inherentes a la misma.


3.- Afirmar la diferencia es diferenciarse de lo que no se es, y, por lo tanto, ser su límite.  

4.- Lo que afirma su diferencia en relación a lo que no es, es lo Singular.

5.- Lo Singular es lo que se autoidentifica o autolimita1, y de ahí que se diferencie de lo que no es. Un ser es más necesario cuanto más es él mismo, o sea, más singular, para lo cual es necesario que se autolimite.


6.- Conforme a lo anterior, ser libre es ser poderoso, y ser poderoso es ser necesario y singular, que es una y la misma cosa.


7.- Lo singular es necesario, y, como tal, insustituible.


8.- Sólo se es realmente poderoso si se es necesario por la singularidad, y sólo por la singularidad se es necesario.


9.- Cuanto menos singularidad se posee menos diferenciable se es de lo que no se es. Luego más fácilmente sustituible, lo que significa que se es menos necesario.


10.- El que busca el poder sin ser poderoso persigue el medio de hacerse necesario quitando a los otros los medios por los cuales pueden realizar las posibilidades inherentes a su singularidad. Lo cual significa hacerlos lo más indiferenciados posible.


11.- El “poder” de los que no pueden limitarse, y que por lo tanto no son libres, consiste, conforme al punto anterior, en limitar el poder de los otros impidiendo que sean necesarios. Esto es: que siempre puedan ser sustituibles.


12.- La sustituibilidad lleva a competir a los sustituibles entre sí.


13.- La represión consiste en impedir hacernos presentes, esto es: ser necesarios conforme a nuestra singularidad, haciéndonos permanecer en la competición de lo sustituible, en tanto que indiferenciable.


14.- Toda represión es una desvalorización. Un alejarnos de una u otra manera de nuestra condición de seres únicos, y un aproximarnos a la nada.


15.- La represión política, económica, educativa, etcétera, es la consecuencia de una previa desvalorización ontológica, que es a su vez la represión original, o aquélla por la que un fin en sí mismo o fin original es concebido como un medio, y utilizado como tal.


16.- El hombre edípico es el que cifra su poder esencialmente por la posesión de los medios, o sea, por aquello que es más temporal.

17.- El hombre edípico es el que compite por la posesión de los medios, entendidos éstos como clave de su poder.


18.- El hombre edípico, en tanto que competidor por la posesión de los medios, siempre está situado en el terreno de la sustituibilidad. Se compite por lo que siempre aparece como subjetivamente escaso en relación a todos aquellos que lo desean; por lo tanto, siempre sobran algunos.


19.- El hombre edípico es un proyecto imposible para llegar a ser único, insustituible y, por lo tanto, necesario, pues busca el poder en la posesión de los medios, que son por esencia relativos, y que, por lo mismo, siempre remiten a otra cosa. Cuanto más medios se poseen, dada la relatividad intrínseca de los mismos, más se diluyen los límites en los que el hombre edípico trata de reconocerse, pues éstos, por estar constituidos por medios, siempre apuntan más allá de sí mismos.


20.- ¿Cuál es el fundamento de toda represión? El miedo a perder la identidad cuando ésta desconoce su verdadera esencia y, por lo tanto, sus límites.


21.- Una identidad represiva es aquella que no se puede limitar.


Miguel Ángel, La creación de Adán (1508-12)

22.- Lo singular tiene como límite lo que no lo limita.

23.- El límite que no limita a una singularidad es otra singularidad, pues ambas no compiten.


24.- El límite común entre singularidades es la Unidad.


25.- La Unidad es la relación entre singularidades por la que la afirmación de cada una implica la afirmación de las demás (Orden de la Libertad).


26.- La singularidad, y sobre todo como conciencia, es la forma como el ser se diferencia esencialmente de la nada.


27.- La afirmación de lo singular implica una valorización del ser frente a la nada.


28.-Si la afirmación de una singularidad implica la afirmación de las demás, significa que cada singularidad, al autovalorizarse, valoriza a las demás.


29.- Llamamos Orden de Solidaridad aquel en el que sus componentes dan lo que pueden; y lo que pueden ha de ser aquello que los valoriza. O sea: que los afirma como singularidades.


30.- El orden de la libertad, pues, implica el orden de la solidaridad, y viceversa.


31.- El único orden legítimo de poder es aquel en el que el orden de la libertad coincide con el orden de la solidaridad. Llamamos a este orden Orden de la Vida Bella u Orden Justo.


32.- Cuanto más ser se es, menos se necesita.


33.- Cuanto más ser se es, más alejado de la nada, y, por lo tanto, más singular.


34.- Cuanto más singular, más inherente al orden de la libertad y de la solidaridad.


35.- Cuanto más se es, se es más libre y más solidario.


36.- Cuanto más se es, menos se necesita y más se da.


37.- Todo orden en el que la libertad y solidaridad no coincidan es un orden represivo, pues nadie es plenamente él mismo, ni nadie por lo tanto puede dar todo lo que podría dar ni lo que debe dar. En él a todos siempre les falta algo, aunque a algunos les sobre de todo.


38.- En un orden represivo, a lo que se autoidentifica o singulariza sólo se le afirma en la medida que se le utiliza.


39.- En los órdenes represivos, los seres humanos se ven unos a otros como medios para conseguir sus fines particulares.


40.- El orden represivo es también el orden de la necesidad, pues en él el trabajo, que es una manifestación esencial de la vida humana, siempre es realizado como un medio para obtener en general otros medios. Ahora bien, cuando más es un medio, menos es un fin que se realiza por él mismo y por el que el trabajador realiza las posibilidades inherentes a su singularidad. El trabajo, pues, como medio, es la negación misma del trabajo libre, y por lo tanto pertenece al orden de la necesidad.

Gustave Caillebotte, Los cepilladores de parquet (1875)

41.- En la llamada democracia, la mayor parte del trabajo pertenece al orden de la necesidad, pues, como en los restantes órdenes represivos, los medios se convierten en un fin, y, en la misma medida, los seres humanos se convierten en medios para obtenerlos.

42.- La clase represora es aquella a la que, al pertenecerle esencialmente los medios, obliga a los demás grupos humanos a trabajar y a competir en primer lugar por la adquisición de los mismos. Son, por tanto, la piedra angular del orden de la necesidad.


43.- La libertad no es medio, sino la plena afirmación de lo que somos realizando las posibilidades que afirman nuestra singularidad.


44.- Se nos niega como seres libres cuando somos utilizados como medios.


45.- Cuanto más relativo es algo, menos es sí mismo; luego es más contradictorio.


46.- Cuanto más libre se es, más se es sí mismo; luego más coherente se es.


1Por autolimitación o autoidentificación entendemos las relaciones que entre las partes de algunos seres se dan, tales que tienen como fin el diferenciarse de lo que no son, y, por lo tanto, el hacerse presentes como lo que son, reconociéndose como los mismos en todos los cambios y diferencias. Tanto la vida consciente e inconsciente considerada a nivel de individuos, de especie, de ecosistema, sociedad, mundo espiritual, etc., responde al concepto de autolimitación.
(Continúa) 

miércoles, 4 de junio de 2014

SOBRE LOS DISCURSOS "ALTERNATIVOS" AL SISTEMA


Rosa Mª Almansa Pérez
Profesora de Historia Contemporánea.

En los discursos que se erigen hoy como alternativos a la crisis sistémica que padecemos subyace una serie de claves que es preciso tratar de desvelar y reflexionar con calma al objeto de comprobar si constituyen o no soluciones más o menos factibles o definitivas a la misma. Aunque son, en este sentido, diversos los autores y tendencias, y aunque, en ellos, los énfasis en determinados temas o aspectos pueden variar más o menos, salta a la vista que existe un conjunto de presupuestos básicos de partida que, en general, se comparten, y que no siempre salen explícitamente a la luz.

Partamos, no obstante, de su carácter, en general, positivo. Es decir, se trata de discursos necesarios en cuanto tentativas -más o menos estructuradas, coherentes o sistematizadas- de ofrecer alternativas a las contradicciones insalvables a las que se encuentra abocada la sociedad hoy. Y son positivos también, en general, porque suelen apelar a lo más noble de nosotros mismos: al altruismo y la generosidad, a nuestro carácter o potencialidades creativas; o bien a nuestra condición de seres ligados inextricablemente a la totalidad del cosmos, y, por tanto, necesitados de la re-ligación universal con todos los seres y criaturas del mismo, especialmente tras la escisión vivida en el último siglo. Asimismo, suele tratarse de mensajes que no eluden plantear la gravedad de problemas como la crisis de recursos energéticos mundiales -y, por tanto, la necesidad de su sustitución por fuentes de energía renovables-; la crisis ecológica global -y, por tanto, la urgencia de reducir el consumo a niveles “lógicos” o “sensatos”-; la crisis financiera internacional-cuyos orígenes se situarían, según tales discursos, en una codicia desmedida, por lo que se hace inevitable poner límites a la acumulación de riqueza en los agentes económicos-; la crisis humanitaria en general -para la cual deberían aplicarse igualmente las recetas anteriores (sobre todo la limitación de la competencia capitalista)-; la crisis de la representatividad democrática, con partidos que son en realidad expresión de los grandes poderes económicos, etcétera.


Ahora bien, nos preguntamos: ante desigualdades económicas astronómicas -nunca antes concebidas en toda la historia humana-, ante la debacle de países enteros, que caen como fichas de dominó unos tras otros por las especulaciones financieras de un puñado de grandes corporaciones, ante la muerte por inanición o la situación de pobreza extrema de casi las tres cuartas partes de la humanidad, el hecho de plantear poner frenos a la codicia, ¿puede entenderse como un discurso “alternativo” al sistema, como a veces se hace? No parece razonable pensar que las objeciones puestas por algunos al egoísmo y la insensatez mayúsculos de muchos conviertan a tales objeciones en radicales (en el sentido de ir a la raíz de las cosas) ni, mucho menos, en revolucionarias (en el sentido de forzar a un cambio de paradigma). Asegurar que resulta vital reducir el consumo energético cuando las fuentes de energía convencionales se agotan, o cuando tenemos en ciernes un colapso ecológico total, no es sino de sentido común. Y, de hecho, es a este último al que se apela en demasiadas ocasiones (lo cual no parece tampoco gran cosa). Que una buena parte de las poblaciones (las que pueden permitírselo) del llamado primer mundo estén abocadas a la vorágine consumista más ciega -impulsadas a ella por la sensación de la “insoportable levedad de su ser”- no implica que distanciarse de esta locura sin freno suponga ya una opción de vida absolutamente crítica con los fundamentos mismos del sistema -con más ramificaciones e implicaciones de las que imaginamos-, ni tampoco que se haya tomado un camino plenamente coherente, y, ni mucho menos, de sabiduría o lucidez sólidas. Esto sería como decir que por el hecho de que no se esté atrapado en las garras adictivas de las drogas o el alcohol ya se es un ser plenamente libre (aunque también hay quien no deja de mantenerlo).


Está, por otro lado, la naturaleza de las soluciones que se plantean. Casi siempre postuladas desde la opción o actuación individual, casi nunca colectiva. Y aquélla, la individual, desde el ámbito de lo privado, casi nunca desde lo público. Así, se nos pide -en un rosario de “pequeños gestos” que no pueden dejar de recordarnos a la debilidad postmoderna por su visión única de las visiones fragmentadas de la realidad- que, como consumidores, adquiramos productos ecológicos, de comercio justo (normalmente sustentados asimismo por pequeñas empresas) y de bajo consumo, reciclemos la basura, militemos en alguna asociación, hagamos de vez en cuando un apagón de cinco minutos en casa o apadrinemos un niño. Recursos de mínimos. O anémicos, dada la gigantesca envergadura de la crisis. Y, a este respecto, es más que significativo el lema de la “alterglobalización”: «piensa globalmente, actúa localmente». ¿Y por qué hemos de actuar exclusivamente desde lo local? ¿No será, nuevamente, por el miedo, precisamente, a lo unitario -concebido como totalitario-, haciéndosenos así caer en el pozo sin fondo de la dictadura de lo múltiple, de lo disperso, de lo inarticulado? De esta forma, sin concebirse que es lo verdaderamente unitario lo que respeta la singularidad de sus partes (como lo hace, por ejemplo, nuestro cuerpo, o nuestro pensamiento, cuando es coherente) y la parte que se impone abusivamente sobre el todo el origen de todo totalitarismo, es como el capitalismo, a pesar de sus abismales contradicciones internas, sigue campando a sus anchas, sin sentirse amenazado por nada o por nadie.

Y es que continuamos anclados en la visión totalitaria postmoderna según la cual lo relativo es lo absoluto, auténtico origen de nuestro naufragio espiritual y de valores, el cual constituye, a su vez, el fundamento de la crisis total en la que nos hallamos inmersos. Y de ahí que no hagan sino surgir, una y otra vez, remedios parciales, actuaciones bienintencionadas pero de alcance limitado -muchas veces voluntario-, rechazos a articular una ética global que trascienda el puro sincretismo, al tiempo que proliferan imperativos éticos que no parten de una nueva ontología, sino, al fin y al cabo, de un casi omnipresente pragmatismo: hay que compartir, limitar, distribuir..., porque el planeta no da para más o porque la catástrofe global toma serios tintes de irreversibilidad. ¿De verdad podemos esperar grandes resultados si hacemos las cosas porque no queda más remedio? Es, creemos, precisamente este planteamiento lo que nos da la medida de la profundidad de nuestra crisis, de hasta qué punto hemos perdido la confianza en nosotros mismos, hemos dejado de concebir nuestra humanidad llamada al logro de la plenitud de su evolución y, por tanto, a los más nobles logros y realizaciones (y, en tanto que nobles, en armonía con todos los demás seres del mundo).

Sólo desde la comprensión profunda de que nuestro ser está llamado a ser singular sólo desde la solidaridad y solidario sólo desde el logro de nuestra singularidad (que no es peculiaridad, ni excentricidad, sino, justamente, lo mejor de nosotros mismos, que es, al contrario de lo que suele creerse, lo que nos hace únicos, mientras que es lo vulgar lo que nos convierte en “cualesquiera”); sólo desde esa comprensión, decíamos, que constituye la verdadera alegría de la existencia, es concebible el logro de la fe y la fuerza suficientes para lograr nuestra transformación y la de nuestro mundo. Ya no se trata, pues, únicamente de “poner límites” a nuestra codicia (que en el fondo, pues, continúa legitimándose: nos podemos lucrar en sus “justos términos”), sino de vivir como un presente (en el sentido de que se presencia justamente y de que constituye un auténtico regalo) para sí mismo y para los otros. Y viceversa. Ya no se trata, pues, meramente de “desmaterializar” la felicidad (¿desde cuándo ha estado basada la verdadera felicidad en la posesión material?), haciendo de la necesidad virtud, sino de concebirnos por fin como seres netamente creadores (hasta ahora, en su inmensa mayoría, gravemente limitados en sus potencialidades humanas), la plenitud de cuya existencia consiste en la dignidad de dar y en la alegría de recibir lo mejor del otro. 


Tampoco se trata, pues, de concebir una sociedad más volcada hacia el “ocio” -visión, no lo neguemos, que no deja de ser algo triste y poco imaginativa, que viene también concibiéndose por diferentes intelectuales. Se trata de mucho más: de la búsqueda de la realización plena a través del ejercicio y el desarrollo de la vocación, único camino para el desenvolvimiento del ser humano integral. Éste debe ser, y no otro, el pivote sobre el que gire la nueva sociedad: el trabajo libre. Sólo así todo lucro (concebido éste como toda recompensa que sobrepase la restitución en sus condiciones óptimas iniciales del desgaste de nuestra fuerza de trabajo exclusivamente) podrá ser visto como lo que auténticamente es: la utilización de uno mismo y de otros como puro medio, y no como fines en sí mismos. Es por ello que el nuevo ser humano que nazca de esta crisis paradigmática será el que nos presencie como fines en sí mismos. Habremos dado entonces, pues, el auténtico paso evolutivo a nivel espiritual: el de la recuperación, en un nivel superior, de nuestra propia inocencia.


(Recomendamos relacionado con este tema: El fin de un mundo y el nacimiento de uno nuevo y Los límites del estado de bienestar, la Justicia y el nuevo sujeto social.

sábado, 26 de abril de 2014

MESA REDONDA DE ENCUENTRO DE CIVILIZACIONES

Organizada por Aletheia y celebrada en Córdoba en septiembre de 2010, constituyó un diálogo convergente y un interesantísimo intento de síntesis entre la cosmovisión cristiana, islámica y laica. En ella participaron Juan Pablo García Maestro, Religioso Trinitario y Profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca (Madrid) (Representante del Cristianismo); José Manuel de Bernardo Ares, Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Córdoba (Representante del Laicismo); y Abdallah Mhanna, Imán de la Provincia de Almería y Profesor de la Universidad de Almería (Representante del Islam). Introdujeron Manuel Pérez (Ayuntamiento de Córdoba) y Rosa María Almansa Pérez (Aletheia).

Puede verse y escucharse pinchando en la imagen. Mejora considerablemente la calidad del sonido a partir del minuto 4 aproximadamente.

http://www.youtube.com/watch?v=bSY_rWOzaYo&feature=youtu.be

viernes, 1 de noviembre de 2013

¿QUÉ SON LOS VALORES? (III)





 APORTACIONES PARA EL DEBATE EN EL FORO DE ÉTICA Y POLÍTICA (Continuación)



e) Por los Valores se articula nuestra doble realidad de seres individuales con singularidad propia, y de seres comunitarios, asimismo portadores de una singularidad en tanto que tales. La realización de cada valor exige tanto una realización colectiva como, asimismo, una realización personal de los mismos. El individualismo rampante de la sociedad egocrática capitalista, no entiende el ser comunitario del hombre, y por eso concibe la sociedad como un conjunto de instituciones de naturaleza instrumental, que sirve solamente para que los individuos considerados como átomos puedan conseguir la realización de sus intereses particulares. De ahí que los primeros pensadores burgueses concibiesen la sociedad como un simple contrato.

Sin embargo, nuestro ser comunitario se fundamenta esencialmente sobre un acontecer, la naturaleza del lenguaje y la gratuidad inherente a la realización de los Valores. Este acontecer es el nacimiento, por el cual todo ser humano llega al mundo como fruto de la gratuidad para realizar su gratuidad. Dicho de otra manera: nadie se ha hecho a sí mismo, ni tampoco nadie nace como un ser instrumental.

 La instrumentalización surge en las relaciones entre los hombres, justamente en la medida en que los que acumulan «méritos» que han de ser recompensados con el fruto del trabajo de otros, a los cuales, en general, se les desprecia porque “no se han hecho a sí mismos”.

La conciencia de la gratuidad de este acontecer idéntico para todos, y que ha de ser completado a su vez con el concurso directo o indirecto de los que son y de los que ya fueron, es lo que constituye el sentimiento de pertenencia a un destino común. Solo con la conciencia de este destino común, que es vivido como un presente inherente a la gratuidad del Ser, es posible la experiencia auténtica de la fraternidad. Valor que hace posible nuestro ser comunitario, por cuanto su esencia se revela como “el querer ser uno más entre nosotros”. Es el espíritu igualitario, amorosamente asumido de los que se saben, como hemos dicho anteriormente, que comparten un destino común.

Como hermano no hay naciones ni culturas que separen, solo en la Universal Comunidad, en tanto que realización sin exclusión de nadie, y en donde a su vez nadie tiene más méritos ni menos méritos, el ser humano se puede relacionar como hermano con el ser humano. La vivencia de la fraternidad es una forma de experiencia amorosa, pues la fraternidad es un Valor esencial de nuestra afirmación como seres humanos, y, como tal, no tiene más fin que el de su plena realización. 

Frantisek Kupka, Localización de móviles (1912-13)

La fraternidad no es un medio para conseguir entendernos mejor, pues esto sería instrumentalizarla; pero ésta, como cualquier otro Valor constitutivo de nuestro Ser ,busca su plena y constante realización, aunque sea por caminos torcidos. Piénsese en la multitud de pequeñas sociedades fraternales con fines, en el mejor de los casos dudosos, pero en otros claramente perversos. No obstante, en tales sociedades, el individuo experimenta de alguna manera el valor de la fraternidad. Si reprimimos nuestro sentimiento fraternal, muy vivo en los pueblos primitivos y en los niños de poca edad, éste, en cuanto es constitutivo de nuestra identidad, se abrirá paso por las vías de menor resistencia constituyéndose en diferentes formas de fraternidad perversa, que pueden ir desde las pandillas de… hasta las disciplinadas y uniformadas falanges fascistas.

Cuando se dice que el hombre es un ser social por naturaleza, generalmente ni se piensa en su comunidad de destino como ser fraternal ni, lo que es aún más esencial en tanto a dimensión constitutiva de su ser comunitario, en la palabra. Por ésta los Valores se constituyen en universales, pues es por ella que se hacen conscientes con idéntica significación para todos. De no ser así: o bien la diáspora, como acertadamente narra el mito de Babel; o bien el dominio de un lenguaje mistificador que  en vez de revelarnos como una dimensión esencial de nuestro ser comunitario la fraternidad, y su experiencia plena como “el querer ser uno más entre nosotros”, se constituye en un instrumento para clasificar a los seres humanos en dos categorías: los esenciales y los relativos. Lo cual significa en definitiva que se habla el lenguaje de los esenciales, pues está construido, o mejor, deformado, para que éstos se entiendan fundamentalmente entre sí. 

Aquí la palabra también ha sido mutilada, y, como tal, reprimida. Sin embargo, con la mutilación de la palabra, que no es por otra parte sino la represión del pensamiento, pues no pensamos por nosotros mismos sino conforme a los otros, esto es, a los esenciales, lleva a que, en el fondo, lo que llamamos sociedad sea una especie de engendro a lo Frankenstein, o sea: un conjunto de retazos, en este caso de tejidos sociales, unidos por una fuerza externa que es el estado al servicio de los esenciales.


S. Mateo (1620), Guido Reni.
Se dice que la palabra sirve para entendernos, pero se omite el que la esencia de todo entendimiento radica en que el ser social no es algo estático sino que es un estado de realización permanente que implica que la misma tenga igual sentido para todos. Pues es la comunidad de sentido en el proceso permanente de realización de la sociedad como un todo, lo que permite que lo último sea posible. Pero, como venimos diciendo, la comunidad de sentido lo es fundamentalmente para los esenciales, aunque el sentido que los vincula los convierte en representaciones de lo que ellos desean ser, y no en el vínculo que auténticamente los realizaría en comunidad fraternal con los relativos, pues de esta manera ya no habría ni esenciales ni relativos. Lo primero es lo que en el lenguaje tradicional de la filosofía se denominaba como falsa conciencia de sí.

Solo es posible una verdadera conciencia de sí si la palabra humano posee el mismo sentido para todos. También es verdad que no hay humanidad en abstracto sino humanidad que se realiza; y dicha realización es a su vez la plena, permanente y universal realización de los Valores que nos afirman a todos como lo que somos. De ahí que éstos a su vez deban poseer la misma significación para todos, pues, hasta tanto no sea así, no es posible hablar de comunidad humana. 

Es obvio que dice bien poco la definición de hombre como ser racional a todos aquéllos que en la realidad cotidiana de sus vidas perciben que en el fondo y en la forma no cuentan para nada. Sin embargo, no es así para los que deciden realmente puesto que poseen los poderes para hacerlo. Sus decisiones les favorecen a ellos en primer lugar, y de ahí la ilusión de que la definición del hombre como animal racional se corrobora  en ellos.

Decíamos que otro de los fundamentos necesarios para la plena realización de nuestro ser comunitario es la gratuidad de los Valores. Con esto queremos decir que los Valores del Ser al afirmarnos como lo que somos en su plenitud, eliminan todo competir. La competición es lo propio de un ser que se experimenta en falta, y, como tal, busca ser más en relación a lo que experimenta como tal falta. El justo que realmente lo es no compite para ser más justo que los demás. Esto lo hace quien realmente no se experimenta como muy justo. Solo cuando se posee hambre de identidad, se cae en la tentación de atribuirse más méritos que los demás.



El hombre libre no quiere ser más libre que los otros, sino que todos seamos igualmente libres. Solo en la medida que los Valores no se realizan por sí mismos, reclamándose igualmente para todos, los seres humanos compiten porque no se afirman plenamente como lo que son. Ahora bien, una sociedad basada en el permanente competir solo puede mantenerse en la medida que se den otras sociedades que sean percibidas como menos que nosotros. Si esto empieza a invertirse, el vínculo de intereses comunes, que no de valores comunes, empieza a relajarse, y la estabilidad social entra en crisis.

Resumiendo: Los tres pilares del Valor Comunidad son: 1º) La fraternidad o el querer ser uno más entre nosotros. 2º) La palabra con un sentido único para todos y en todas las realizaciones, puesto que solo de esta manera 3º) dichas realizaciones lo son de los valores conforme a la gratuidad de los mismos.

f) La gratuidad inherente a la afirmación de los Valores no quiere decir que su realización no cueste. Veamos, pues en qué consiste este costo.

Acostumbrados a la regulación de todas nuestras actividades por los mecanismos del mercado, se confunde lo que algo cuesta con su precio. Sin embargo, el costo de algo es el equivalente a la cantidad de energía necesaria para su realización; que tarde o temprano ha de ser restituida a su fuente original para que prosiga de manera óptima la reproducción de los ciclos de la vida. Es aquí donde lo cuantitativo tiene su papel en la realización de los valores. Cuesta, por tanto, lo que se desgasta, siendo necesario restituir lo perdido por cuanto esto es necesario para la reproducción de la vida. Conforme a lo anterior, es necesario distinguir entre aquello que no cuesta porque no experimenta desgaste, y aquello que por desgastarse cuesta.

Gino Severini, La expansión de la luz (1912)

Los Valores pueden olvidarse o realizarse de forma incompleta, pero no se desgastan. La libertad, la fraternidad, el amor, etc., aunque a veces padezcamos de su relativa ausencia, ésta no se debe a desgaste alguno de los mismos. Es más, no solo no se desgastan, sino que son las energías primordiales que dan forma a nuestro ser y, como tales, son patrones de realización que permanecen iguales a sí mismos. Ahora bien, es el Valor salud-cuerpo aquél en el que radica el coste de toda realización, pues éste sí que se desgasta, y su desgaste ha de ser restituido conforme a la ley de su óptima autorregeneración. Es aquí donde legítimamente entra lo cuantitativo, pues es el Valor en cuya realización, dado el desgaste concomitante a la misma, se da necesariamente un coste.

En este punto nos detenemos, pues hemos llegado al elemento nodal entre las dimensiones gratuitas del Ser y aquéllas que cuestan. La articulación entre ambas es cuestión de otro valor que aquí no hemos entrado todavía a analizar y que es la Justicia. Asimismo, desde el valor referencia de todo coste podemos abordar la siguiente reflexión sobre lo que la economía que debe ser. Entrando con ello en el ámbito de lo concreto, que en última instancia es lo que puede ser cuantitativamente determinable.

Francisco Almansa González.

Recomendamos relacionado con este tema: Los Valores del Ser, NUEVOS VALORES PARA UN NUEVO TIEMPO y EL CAMBIO NECESARIO DE PARADIGMA Y LA VALORACIÓN DEL SER.

jueves, 19 de septiembre de 2013

LOS VALORES DEL SER


Toda acción social, sea cual sea su objetivo, está mediada por valores. Asimismo, toda crisis social es en última instancia una crisis de valores. Ahora bien, éstos no son simples ideales carentes de realidad que servirían para darle un sentido a nuestras decisiones en relación a esta última. No. Los valores nos orientan precisamente porque poseen realidad. Son a la vez metas y realidades; y precisamente por eso valen. El valor de ser libre consiste en el poder de fijarse metas conforme a las posibilidades de la propia singularidad. En este sentido, el valor del ser humano consiste, conforme a lo anterior, en ser el forjador de su propio futuro. Esto es: reconociéndose como él mismo en el cambio. Sin embargo, no todos los valores poseen el mismo valor. De aquí la importancia de distinguir entre aquellos por los cuales nos reconocemos como lo que somos -y que como tales son dimensiones esenciales de nuestra propia identidad-, y aquellos que son relativos a la afirmación de la misma, y, por tanto, solamente se pueden concebir en relación a otros. A los primeros les denominamos Valores del Ser, mientras que los segundos son los valores instrumentales.

           Un valor del ser sería, por ejemplo, la salud, pues ésta ha de ser afirmada por sí misma. Siendo precisamente la salud cuando el cuerpo también se afirma en mayor medida por sí mismo. Y es que un Valor del Ser es aquél en el que se expresa fundamentalmente la esencia del Ser: la de afirmarse por sí mismo. Ahora bien, si la salud es un valor del Ser, ha de ser necesariamente una meta. Todos queremos, si somos lo suficientemente racionales, que en el futuro nuestro cuerpo se afirme por sí mismo en lo posible. Sin embargo, la medicina es un valor instrumental en relación a la afirmación de la salud. Y la meta de la misma –la medicina- es, como en todo valor instrumental, el de restituir justo aquello que la hace prescindible.

         Conforme a lo anterior, se ve claro cómo el valor de los valores instrumentales es absolutamente relativo a los Valores del Ser. Lo cual quiere decir que éstos son los patrones que valorizan a los valores instrumentales, y no al contrario, ya que de ser así lo que ocurre es una auténtica perversión. La salud no tiene precio, porque ésta es una autorreferencialidad. Dicho de otra manera: la salud se produce a sí misma. Cuando se produce salud, no solamente física, sino también psicológica, ésta es una continua fuente de motivación para realizar actividades saludables. Es, como decíamos al principio, y como sucede con todo Valor del Ser, una realidad que se fija sus propias metas, o aquéllas cuya realización implica su propia afirmación.

            Otra característica de los Valores del Ser es su interdependencia. El tratar de vivir conforme a uno o más valores ignorando, prescindiendo o limitando a los demás, constituye a la postre un inevitable fracaso. En la sociedad egocrática capitalista se pone a la libertad individual como el alfa y omega de todos los valores; lo cual hace que éstos aparezcan como instrumentos al servicio de la misma. Ahora bien, sucede en ella lo que Jesús advirtió a Pedro: que «quien a hierro mata a hierro muere»; y es justo en este orden social donde el yo, que quiere ser absoluto en su libertad, resulta más instrumentalizado. El no ver los valores en su íntima unidad, sino más bien como una colección en que, en un determinado momento, unos nos interesan más que otros, es percibirlos como meros instrumentos dispuestos más o menos ordenadamente para ser utilizados conforme las circunstancias lo exijan. Se trata, como se ve, de una percepción egocéntrica de los mismos inherente a la sociedad egocrática que agoniza, porque el “yo soy” aislado es incapaz de ver a las diferentes formas del ser por sí mismas.

 
Puesta de sol en un puerto (1639), Claudio de Lorena
   
Los Valores del Ser son exigencias de vivir conforme a lo que somos, dado que son las dimensiones esenciales de nuestro ser, que habiendo sido objetivadas por la experiencia histórica y por la razón, nos hacen transparentes a nosotros mismos. Sin embargo, en la sociedad regida por la razón instrumental, se opera una inversión que pervierte la exigencia inherente a los valores del Ser: la de ser sus propias metas. No aisladamente, sino conforme a la ley del reconocimiento de lo que es Uno: que la afirmación de cada uno implique la afirmación de los demás. Pero en la sociedad instrumental egocrática todo tiende a percibirse como un simple medio. Las propias preguntas que nos hacemos nos delatan. No es extraño en absoluto encontrarse con preguntas en las que ya va implícita la respuesta, pues ésta, como bien sabemos todos, puede venir dada en el lenguaje que como fiel escudero acompaña siempre al lenguaje soberano. Nos referimos al lenguaje expresivo, que va desde el tono con que algo se pronuncia hasta los gestos que acompañan la locución. Cuando se pregunta que para qué sirve pensar, ya se está pensando en el pensamiento como un mero instrumento para otra cosa. Pero con ello se pone el pensar, y con ello a nosotros mismos –pues ¿qué somos si no pensamos?-, por debajo de cualquier ejemplar del reino vegetal. Si un alcornoque puede servir de ejemplo, aunque sea relativo del valor del ser, dado que cuando produce bellotas se está poniendo a sí mismo como meta, y además afirma a otras formas de ser, en cambio nos olvidamos de que el verdadero pensamiento lo que produce esencialmente son pensamientos, en los cuales se reconoce como lo que es: el que fija los límites de toda realización para que en la misma nos podamos reconocer como nosotros mismos, tanto desde el punto de vista del sujeto individual como desde el punto de vista de la acción colectiva. Pues no olvidemos que toda acción individual se incardina en el seno de una acción colectiva y a la inversa, ya que toda acción colectiva requiere necesariamente de las acciones individuales.

Pablo Ruíz Picasso, Cabeza de hombre (1902)
           Con la instrumentalización del pensamiento, considerado como un simple medio para obtener otra cosa, éste trata de encontrar el vínculo entre el yo y el nosotros, necesario en última instancia en toda realización humana, a través de fórmulas puramente instrumentales. Lo cual significa hacer de la sociedad un auténtico sistema instrumental que, dada su artificialidad, cada vez se vuelve más opresivo y costoso; sin conseguir por otra parte el objetivo que proponía: armonizar los comportamientos individuales y colectivos.

          Es falsa esa concepción del nacimiento del pensar racional que se basa fundamentalmente en la creación por parte del mismo de instrumentos de cálculo; pues la clave del inicio de la racionalidad del pensamiento es cuando éste establece la distinción básica entre yo y el nosotros, y busca la articulación unitaria entre los mismos. Es la tensión permanente entre estas dos dimensiones de nuestro ser lo que precisamente “da qué pensar”, y no es casualidad que la culminación de la madurez de la filosofía en Grecia, que es cuando ésta identifica Ser y Logos, coincidiera con una aguda crisis de identidad en el mundo helénico. Si la Razón, pues, nace de pleno derecho en la Hélade, es en primer lugar porque es allí donde la contradicción entre el yo y el nosotros se hace más aguda, y, por tanto, es allí también donde se busca con más ahínco cuál es el verdadero orden del Ser por el cual sus diferencias se relacionan entre ellas como lo que son. Dicho de otra manera: se busca la Razón como Armonía. Ésta es precisamente la diferencia entre la madurez alcanzada en el origen de la Razón y el fin de la misma hoy plasmada en la razón instrumental, en la que la Unidad en el cambio que supone la Armonía ha sido sustituida por la lucha por conseguir una mayor ventaja en el cambio. Esta razón instrumental no es otra que la razón de ser del capitalismo y de todas las instituciones que lo sostienen.

           Llegados a este punto se pone de manifiesto la íntima conexión entre Razón y Justicia, pero esto es algo que proseguiremos en posteriores publicaciones.

viernes, 9 de agosto de 2013

NO HAY HISTORIA SIN FILOSOFÍA DE LA HISTORIA. NIKOLAI BERDAIEV: UN CLÁSICO OLVIDADO.

Fuente: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/

Independientemente de que se coincida o no con las tesis centrales del libro de Berdaiev, El sentido de la historia (publicado originalmente en 1920), esta pequeña (tomada desde el punto de vista de su extensión) obra de filosofía de la historia constituye una joya tanto desde el punto de vista de la profusión y riqueza de sus ideas como de la profundidad de las mismas. Algo que –desgraciadamente-, y al menos desde mi punto de vista, no suele ser hoy muy habitual. Si con más frecuencia de lo que sería deseable nos topamos con obras espléndidamente documentadas y con interminables referencias bibliográficas en las que resulta difícil hallar alguna idea verdaderamente original, en esta poderosa reflexión acerca del sentido global del decurso histórico no hay citas de cortesía ni de vanagloria personal, pero sí la voluntad de comprender lo esencial de algunas de las visiones de la andadura humana de mayor coherencia y capacidad de influencia posterior.

Lo fructífero del pensador ruso Berdaiev es tal que realizar aquí una apretada síntesis de sus ideas tendría siempre algo de injusto. Por ello es siempre recomendable reservarse al menos una ocasión para penetrar en sus páginas y darse la oportunidad de reflexionar sobre sus osadas, pero, no obstante, bien construidas tesis. Y ello, como digo, aunque pueda ocurrir que no se comparta el punto de partida del autor. Efectivamente, Berdaiev construye una interpretación de la historia partiendo de su propia cosmovisión cristiana, que es el eje fundamental a partir del cual se estructura su pensamiento, pero que no le impide reconocer la riqueza, fuerza creadora –uno de los vectores esenciales de su consideración de lo humano- e incluso capacidad reveladora (en sentido etimológico) de corrientes secularizantes, como el Renacimiento y algunas de las que considera que son consecuencias de un nuevo humanismo surgido a partir del mismo, como el revolucionarismo liberal o el marxismo, del cual él mismo recibió gran influencia.

En efecto, la inmensa capacidad creadora del espíritu humano es uno de los aspectos a su entender cruciales en el desenvolvimiento histórico del mismo. El ser humano está llamado a desplegar sus energías, que él llama espirituales, siempre que no se deje subyugar por fuerzas externas a él mismo o se abandone completamente a sí, sin reconocer su filiación divina. Si para Berdaiev Dios constituye una presencia objetivadora para el hombre que le resulta imprescindible para saber quién es –y, en consecuencia, para desarrollar todo su potencial-, en cambio, su sometimiento inconsciente a determinadas fuerzas a las que fetichiza (la Naturaleza en las primeras etapas de la Humanidad y la tecnología en las últimas, por citar solo dos) constituyen un freno a su desarrollo. Así pues, y ciñéndonos a los últimos tiempos, el ser humano habría experimentado, según nuestro autor, una progresiva pérdida de referentes colectivos o comunitarios –el sentido de arraigo en el mundo por la pertenencia a una comunidad fraternal o de fin-, a lo que habría contribuido mucho la típica atomización de intereses capitalista, que va desplegándose desde comienzos de los siglos modernos. A ello se habría unido la subordinación de su ser a la máquina, a la nueva tecnología a la que acabará por ceder el testigo de su propia función histórica de liberación, convirtiéndose pues el propio ser humano en un apéndice de ella (esto es, esclavizándose a la misma) y confiando en que en su mero perfeccionamiento se hallará, tarde o temprano, el secreto de su propia emancipación.

Fuente: Marmoleum+Ohmex
Un fenómeno que Berdaiev considera propio de las etapas que –tomando el término de Spengler- llama de civilización, y de las que afirma que son de notable pobreza y decadencia cultural. Tal vez todo esto tenga resonancia en nuestro interior, ¡si es que nuestra civilización no nos ha embotado aún lo suficiente como para percibirlo! Un pensamiento, pues, que puede considerarse de urgencia para nuestros días –que parecen tan sujetos a necesidad, y por tanto cada vez más alejados del espíritu libre que reivindica el autor y que, en última instancia sería, según él, propio de lo humano en tanto que pueda reconocerse en su doble dimensión inmanente y trascendente. Y, para aquellos que conecten con su espíritu cristiano, de enorme belleza en lo que se refiere a su sentido de la historia, en el que pueden encontrarse algunas confluencias con Teilhard de Chardin, si bien es mayor el sentido teleológico de éste último. Grandes figuras que vuelven a recordarnos que no puede hacerse verdadera historia si no entendemos el sentido –o sinsentido- de la misma. Pero, ¿es que puede entenderse el sinsentido de algo?

Rosa María Almansa Pérez
Profesora universitaria de Historia Contemporánea
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