jueves, 1 de enero de 2009

LA MUERTE DE DIOS


Hace dos mil años y en un lugar remoto del epicentro político del Imperio de Roma, hizo su aparición una auténtica Singularidad Espiritual que constituyó el origen de una nueva historia que, según todas las “señales” de nuestro tiempo, está tocando a su fin. Sus palabras se repiten en infinidad de lugares, pero son cada vez menos los que las escuchan, y aquellos que lo hacen dudan muchas veces de la filiación divina de su autor. Es más, el que murió para que el Reino de Dios triunfara en este mundo sembró con su Palabra la semilla de una nueva civilización que, una vez que alcanzó su mayoría de edad, proclamó con orgullo y de muy diversas maneras que Dios ya no le era necesario al hombre, lo cual equivale a decir -y así se dijo y se dice aún literalmente- que Dios había muerto. Podemos, pues, afirmar que la era de Cristo Jesús comenzó con su muerte/resurrección, y que acabará de la misma manera, ya que «la cizaña ha crecido suficientemente para ser separada del trigo», aunque esta vez la muerte/resurrección corresponderá esencialmente a su Mensaje; y así como el cuerpo resucitado de Cristo Jesús implicó la purificación de todo aquello que debe morir para que el cuerpo esencial viva eternamente, de la misma manera la Palabra que ya nadie escucha, y que desde este punto de vista está muerta, resucitará limpia de toda contingencia histórica y de toda adherencia sectaria. 

    Ahora bien, esto no significa el retorno a la exégesis neotestamentaria para determinar exactamente qué se dijo y qué no; o bien qué pueden significar tales o cuales hechos de su vida. Esto, como de costumbre, no llevaría sino al aumento de la confusión que reina actualmente. Hoy, lo que se espera, consciente o instintivamente, por parte de aquellos que no se han dormido (como les sucedió a la vírgenes necias que esperaban al Esposo) es la resurrección de la Palabra de Aquel que dijo de sí mismo ante Pilatos que Él era el testimonio de la Verdad. Y es que en la medida en que la Palabra ha muerto también el Hombre está muerto, pues éste sólo accede a su auténtica identidad por la misma, tanto a nivel individual como a nivel social. Ahora bien, sin identidad no hay vida, puesto que lo que muere «ya no es lo que era». Ni volverá a ser lo que fue –añadiremos nosotros- cuando retorne.

         Estamos, según lo anterior, en un tiempo de muerte, porque la muerte de Dios o de su Palabra es una y la misma cosa. Y no refuta este hecho todo el ruido y agitación que produce el espectáculo permanente que el hombre ha hecho de sí mismo, en donde todo acaba siendo gesto impúdico y mirada obscena, sino que más bien lo corrobora, pues al agotarse el numen creador, síntoma de la auténtica vida, sólo nos queda representarnos a nosotros mismos. Sin embargo, he aquí la gran paradoja de nuestro tiempo, el hombre sin Identidad, y en este sentido muerto, está accediendo al poder de resucitar la carne y, con ello, al control de su vida biológica; pero de nada le servirá dicho poder si previamente él mismo no es a su vez resucitado –y ésta es la verdadera resurrección de los muertos- por la resurrección de la Palabra, única fuente de Vida y por tanto de Identidad.

        Sin embargo, no es en las iglesias que en este mundo de hoy se disputan la Palabra Verdadera en un sedicente diálogo en el que nadie está dispuesto a ceder –pues, ¿en qué se puede ceder en relación a verdades de fe?- donde hay que buscar la Nueva Palabra. Son como árboles donde ya no se desprenden sino hojas secas. Y como dijo Jesús: «dejad que los muertos entierren a sus muertos». El nuevo Árbol de la Vida ya no crecerá en el jardín particular de ninguna iglesia, pues en todas ellas se ha plantado demasiado próximo al árbol del pecado y sus frutos caídos han emponzoñado la tierra.

         


        Allí donde radica el mayor bien también radica el mayor peligro; por la libertad, por la belleza, por la justicia, por Dios, etc., los hombres han violado la Libertad, la Belleza, la Justicia y hasta han matado a Dios por defenderlo. Asimismo sucede con La Palabra, pues si en ella radica en primer lugar la Verdad, lo cierto es que, en la palabra, la mentira y la hipocresía encuentran su refugio más seguro. Pero la Palabra por la que se alumbra la Verdad es Palabra Inocente, y sólo por la recuperación de la inocencia en la Palabra, la Verdad deviene Presente. Quiere decir lo anterior que son inocentes los que por la Palabra buscan la Verdad, pero al ser justo la Palabra la esencia estructuradora de la identidad, lo que buscan es, en último término, “ser ellos mismos”. Ahora bien, el que es uno consigo mismo es el inocente, pero también es aquél que puede llamarse libre. ¿Pero quién es aquél que no quiere ser uno consigo mismo? O, dicho de otra manera: todos queremos ser inocentes porque buscamos una identidad por la que, como Uno, no experimentemos falta por la que nos sentimos estar de más en la existencia; pues sólo por la inocencia experimentaremos nuestro ser necesario, que no es otra cosa que nuestra auténtica identidad. 


        Para saber quienes somos hemos de experimentar primero la inocencia de nuestra condición que nos hace uno con nosotros mismos. Si Cristo, tal y como lo anuncia el Apocalipsis de San Juan, es Uno, y de su boca sale una espada de doble filo, esta vez el arma esencial de Dios será la Palabra que une los opuestos. De esta manera, el Hombre debe reconciliar en él lo que en su doble evolución de sujeto (individual y colectiva) ha perdido: a la Naturaleza y a Dios. Y esta doble comunión sólo es posible por la realización de la Palabra, que, como Uno, reconcilie a la subjetividad humana consigo misma, revelando su Inocencia Original, por la cual sólo es posible su Resurrección, o sea, su Salvación.

Francisco Almansa González
Filósofo y presidente de Aletheia.


No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...