miércoles, 2 de julio de 2014

JUSTICIA Y SOBERANÍA. ¿ES LA JUSTICIA RELATIVA?

Francisco Almansa González.

Cuando superado el sistema de privilegios del antiguo régimen, al proclamarse como uno de los pilares básicos de la democracia la igualdad de todos los hombres ante la ley, se creyó erigir un inexpugnable muro contra lo que aquellos revolucionarios burgueses consideraban la raíz de toda injusticia social: la desigualdad de derechos y de obligaciones.

La justicia, conforme a lo anterior, debía de entenderse, por tanto, como la igualdad de derechos y obligaciones de todos los ciudadanos.Y como el soberano, que es el que dicta las leyes, no podía ser otro para los demócratas que «el pueblo», ser justos era aceptar dicha igualdad en relación con las leyes que los demócratas se daban a sí mismos. Dicho de otra manera: la justicia sería la obediencia a la ley que nos obliga a todos por igual, en tanto que nos permite los mismos derechos. 

Ahora bien, los derechos que en su momento se admitieron como inherentes al ser humano no eran sino en función de la «representación» que una clase social se hacía de sí misma -en especial sus varones-, en tanto que se consideraban la quintaesencia de lo que en verdad significa ser humanos. De ahí que el derecho al voto estuviese vetado a los que carecían de propiedades y a aquellos que, por "naturaleza", estaban hechos para obedecer y no para decidir por sí mismos, como los negros, los indios, las mujeres y los niños.

Lo anterior pone de manifiesto cómo la transición del antiguo régimen a las democracias liberales no supuso la igualdad de derechos que son inherentes a nuestra condición de ser igualmente humanos. Y uno de los factores esenciales que hizo que esto fuese así, es que no comprendían al ser humano sino conforme a sus intereses comunes de clase, basados en la nueva racionalidad instrumental del comercio y de la industria. Esto es: un antropocentrismo de clase fundado en el poder instrumental más poderoso de su tiempo. La justicia pasaba a ser un instrumento al servicio del mantenimiento de la propiedad de dichos poderes, por los que el trabajo a su vez experimentó una transustanciación como mercancía, supuestamente liberado de las ataduras de la servidumbre medieval.

Interior al aire libre (1892) de Ramón Casas 
Los comedores de patatas (1885) de Van Gogh


Vemos cómo dependiendo de las formas determinadas de poder instrumental de las diferentes clases, las condiciones en las que el trabajador se ve obligado a trabajar son juzgadas como justas o injustas. El trabajo mercancía que sustituyó al trabajo servil del siervo de la gleba sigue siendo considerado legal, y como la legalidad -se supone- depende en última instancia de la soberanía del pueblo, la condición de dicho trabajo se considera justa. Ahora bien, como el valor económico de la vida del trabajador y de su familia depende de la oferta y la demanda del mercado, puede suceder, y sucede, que su vida llegue a estar despojada de todo valor económico; y si transcurrido un determinado lapso de tiempo, cada vez menor, no ha encontrado trabajo, queda incluso expulsado del stock del almacén de mercancías disponibles en espera de su momento, si lo hubiere, porque las mismas requieren un costo económico de conservación que, como todo, tiene su límite.

Consumada la expulsión como mercancía utilizable del circuito económico del trabajador, la soberanía popular, conforme a leyes que a sí misma se ha dado, no puede sino lamentarse de que muchos de sus ciudadanos «soberanos» hayan perdido de hecho completamente su soberanía por haberse dado ellos mismos "libremente" esas leyes. Conclusión: es justo lo que les sucede; y estamos, por tanto, en el mejor de los mundos posibles. Como se sabe, nada es perfecto.

Cuando La Justicia se hace relativa a una supuesta soberanía que es aceptada por la mayoría, y esto vale tanto para la democracia, como, por ejemplo, para las monarquías absolutas -si éstas son aceptadas, como decimos por la mayoría, como el "menos malo" de los sistemas de gobierno-, entonces ninguna ley es injusta, y lo injusto sería transgredir la misma.

Ahora bien, esto supone que la soberanía está más allá de la justicia, y que es ella la que determina lo que es justo y lo que no lo es, lo cual equivale a determinar lo que es el bien y lo que es el mal. La cuestión, pues, a nuestro entender, estriba en determinar aquello en lo que realmente consiste el poder soberano, porque se observa a lo largo de la historia, así como en nuestros días, que sea quien sea el soberano -uno, unos pocos  o todos-, siempre se cumple la regla de que el poder de decisión -directo o indirecto- sobre el trabajo de la mayoría lo tienen unos pocos, que son los más interesados en cumplir las leyes que les garantizan dicho poder, y que, por lo mismo, además de considerarse los más "justos" son los que disponen, en proporción o sin ella, de la mayor parte de la riqueza social.

Por ello, sea cual sea el soberano, «su soberanía» siempre garantiza la desigual distribución de riquezas, algo que desde la más remota antigüedad hasta las más "avanzadas sociedades" siempre ha encontrado su oportuna justificación. Hoy, donde la economía juega un papel determinante en el desenvolvimiento de la totalidad de la vida social, y, por tanto, es por medio de su control directo o indirecto como se puede influir de forma más eficaz sobre el comportamiento de las masas, el poder soberano lo tiene realmente quien detenta el poder económico. Sin embargo, el debate político siempre soslaya esta cuestión porque la mayoría de los grupos políticos han identificado, casi de forma natural, libertad de mercado con libertad económica, lo que equivale a convertir al mercado y sus leyes en el complemento necesario de la soberanía política.

Como la justicia es concebida como respeto y defensa de las leyes soberanas, el ir contra las leyes del mercado sería, conforme a lo anterior, una grave injusticia. Que la evidencia del día a día ponga de manifiesto que «los mercados» socavan hasta los cimientos de la soberanía de los estados nacionales, y con ello se nos revele a su vez quién de verdad posee el poder, no parece haber influido en absoluto a la hora de cuestionarnos si se puede realmente ser soberanos sin poseer realmente la soberanía económica, entendida ésta como la propiedad colectiva de los medios económicos que nos permitan decidir directamente el qué, el cómo y el cuándo de las realizaciones económicas que nos afirmen íntegramente como lo que somos, pues esto sería la justicia, y no como instrumentos necesarios a tiempo parcial para la obtención de beneficios.

He aquí lo que a nuestro entender aúna soberanía y justicia no subordinando ésta a la primera, sino legitimándola, pues no se trata de que todos seamos iguales ante la ley, sino de que la ley sea igualmente justa para todos. La Justicia ha de ser, pues, Ley de leyes, ya que la raíz de la misma no es otra que la plena afirmación de todas las dimensiones que nos constituyen como humanos, y, como tales, somos simultáneamente seres singulares y comunitarios. Pues solo en comunidad se puede alcanzar la singularidad que nos es inherente, y solo con la plenitud de la misma se pueden dar los mejores frutos que refuerzan el vínculo fraternal de nuestro ser comunitario; lo que nos hace realmente un sujeto colectivo unitario de nuestras realizaciones, que, en última instancia, y sean cuales sean éstas, siempre estarán sobredeterminadas por la justicia inherente a esta doble afirmación de ser singulares y comunitarios.

Ahora bien, ¿no es esto ser soberano? Esto es: ¿afirmarnos como lo que somos en todas nuestras realizaciones? Pues si no es así, es que sencillamente nuestras realizaciones no son «nuestras», sino relativas a los intereses de otros.

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