viernes, 31 de enero de 2014

¿PUEDE SER EL TRABAJO HUMANO UNA MERCANCÍA? ¿DEBE HABER MERCADO DE TRABAJO?

Sobre trabajadores "tiempo-enteros" o "medio-tiempos" y otras cuestiones.

¿Qué ocurre cuando el trabajo humano es considerado un medio para la obtención de un beneficio económico? ¿No es el trabajo algo consustancial a la persona humana, que no admite, por tanto, su instrumentalización? La cuestión es seria, porque no está referida a la conveniencia o no de compensar tal "empleo", dicha cosificación -cosa, por otro lado, cada vez más difícil, porque el capitalismo encuentra cada vez menores frenos a su actividad depredadora- sino en considerar la cuestión en sí misma: ¿es el ser humano un instrumento? Y, en esta cuestión, no valen medias tintas.

Los descargadores de Arles (1889), Vicent Van Gogh
A este respecto, hemos rescatado unos jugosos párrafos del un artículo del teórico marxista español Manuel Sacristán, en los que nos recuerda, a través de los estudios de Marx al respecto, la «codicia ciega», «el hambre propia de fiera corrupta» (Marx), que es intrínseca al capitalismo, sean cuales fueren los ropajes que pueda adoptar. No tienen desperdicio:

«Esta cuestión, a la que Marx ha dado mucha importancia, pero que, sin embargo, se recuerda poco al considerar su obra, indica una conciencia bastante acertada de la importancia social de lo que se podría llamar indicadores biológicos; Marx ha estudiado con interés las estadísticas militares de Centroeuropa (principalmente de Alemania) y de Inglaterra. Con ellas consigue una significativa curva de la disminución de la estatura media de los mozos llamados al servicio militar, en correlación con la instauración del capitalismo en esas regiones. Ciertamente, todas las frases de Marx a este respecto rezuman connotación moral, porque sus análisis no son casi nunca descriptivos, sino que suelen ir cargados de pasión ética y política. En el libro primero de El capital y en el mismo capítulo octavo está la célebre metáfora según la cual el trato que recibe la fuerza de trabajo en el capitalismo, la depredación capitalista de la fuerza de trabajo, se puede comparar con el que se daba a las reses en el Río de la Plata, pues en aquella zona abundante en ganado se sacrificaba frecuentemente a las reses solo por la piel, despreciando la carne sobreabundante. Rebuscando en los Libros Azules del gobierno inglés y en otras fuentes estadísticas o descriptivas, Marx encuentra documentación de la degradación y depredación de la fuerza de trabajo: por ejemplo, la costumbre inglesa, todavía en los años cincuenta del siglo pasado, de llamar a los obreros "tiempo-enteros" o "medio-tiempos", según la edad que tuvieran y, consiguientemente, según el horario en que pudieran trabajar de acuerdo con la limitación de la jornada de trabajo de los niños.

H. Daumier, Vagón de tercera clase (1865).
Marx no ha estudiado sólo ese plano de la ecología humana que se podría llamar ecología de la fuerza de trabajo en condiciones capitalistas tempranas; también ha considerado desde el mismo punto de vista algunos aspectos de la vida cotidiana (...). (...) por lo que hace  a la alimentación, Marx parece haber sido el primer científico social que ha tratado de un modo no exclusivamente médico, sino político, el problema de las adulteraciones, uniendo dos tradiciones separadas: la acción de los gobiernos y los nuevos conocimientos bromatológicos. Marx se basa en buenos estudios previos de la adulteración de alimentos, principalmente debidos a químicos ingleses, alemanes y franceses, pero da a los datos un nuevo tratamiento político-social. Así, por ejemplo, ha estudiado sociológicametne la adulteración del pan en la Inglaterra de la primera mitad del siglo pasado, época en la cual trabajaban panaderos llamados "de precio completo" y panaderos "de medio precio"; los primeros servían pan de harina sin mezclas; los segundos, pan de harina mezclada con sustancias de gran peso, como el alumbre o la arena. (Por cierto que el análisis por Marx de las adulteraciones de los alimentos destinados a la clase obrera en el joven capitalismo inglés y centroeuropeo permite apreciar causas muy parecidas a las que posibilitaron el escándalo del aceite de colza desnaturalizado en la España de los años setenta de este siglo. En los dos casos la motivación es la misma: obtener productos que abaraten la fuerza de trabajo, productos que al entrar en la cesta de consumo del trabajador le permitan subsistir con el salario más bajo posible; ésa fue la motivación del pán inglés "de medio precio" y de la autorización del consumo de aceites que no fuera de oliva en la España de finales de los años cincuenta de este siglo, también en el momento de empezar un período de industrialización.

Todos esos intereses de Marx componen un cuadro de crítica política-ecológica; y cuando los desarrollos de ese tipo no eran descriptivos o analíticos, sino que se presentaban como tesis, eran todavía más radicales. Por ejemplo, tanto Marx como Engels habían considerado como cosa obvia que en una sociedad socialista las grandes ciudades tienen que ser abolidas (...)».

Manuel Sacristán (2009), Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Diario Público, Icaria, 184-187.

martes, 14 de enero de 2014

APARIENCIA Y REALIDAD DEL PODER

Cumbre de las Azores, previa a la invasión de Irak.

«Todo poder, en la medida en que es la instauración de la violencia en la apariencia del derecho, precisa de la mentira, de la simulación, del encubrimiento de sus propósitos, con la proclama de fines aparentemente perseguidos para la felicidad de los sometidos».

M. Heidegger, Nietzsche, Ariel, 2013, p. 499.

jueves, 2 de enero de 2014

Sobre la pretendida «neutralidad» de las declaraciones universales de derechos humanos.


Rosa Mª Almansa Pérez
Profesora universitaria de Historia Contemporánea.
Autora del capítulo «Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de las fuentes de la moral religiosa» en el libro Religión y Derecho Internacional, Comares, Granada, 2013.

El pasado mes de noviembre llegó a las librerías la obra colectiva Religión y Derecho internacional, publicada por la editorial Comares de Granada. En él se abordan, desde diferentes perspectivas, problemas referidos a la libertad religiosa y de conciencia, y a la pluralidad cultural e identitaria en las sociedades recientes.

Cuando me planteé mi contribución –“Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de las fuentes de la moral religiosa”- a esta publicación, quise adentrarme, con una mirada de historiadora y –como ambiciono ser, de humanista-, en el terreno aparentemente incontrovertido de los Derechos humanos. En efecto, da la impresión de que hay pocos temas con, a primera vista, tanto consenso como este. Los Derechos humanos, tal y como se encuentran hoy formulados por las Naciones Unidas, y como fueron redactados en su día en los frontispicios de nuestra era contemporánea –a través de las grandes declaraciones de finales del XVIII, especialmente en la francesa- parecen contar con general aceptación o, al menos, anuencia. Y, sin embargo, cuando nos interrogamos sobre la cuestión, tan delicada, del fundamento de tales derechos y valores, y, por tanto, también, de su origen, ingresamos de repente en el terreno –que llega a ser agrio en ocasiones- de la polémica. Una polémica, además, que viene de lejos, ya que se trata de dilucidar nada menos el origen, religioso o no, de tales reconocimientos de derechos. A lo que habría que añadir la nada cómoda cuestión de si, en el caso de que se lograra comprobar el primitivo impulso o hálito religioso –en este caso cristiano- de los mismos, hasta qué punto éstos continuarían respondiendo a su sentido original o, por otra parte, si se habrían ajustado a algún sentido histórico de carácter particular.

Declaración de Independencia americana, por John Trumbull (1819)
Cuando tratamos de bucear en el fundamento antropológico de las declaraciones contemporáneas de derechos (porque, si de algo no cabe duda, es de que existe un modelo de ser humano en el trasfondo de las mismas, al cual responden), llegamos a un terreno verdaderamente arduo. Precisamente porque se viene a dar por supuesto –especialmente en las formulaciones laicas o laicistas de raigambre postmoderna del tema- que el hombre no tiene identidad, argumento absolutamente crucial para tales posturas porque se pone como condición sine qua non de la libertad humana. Y he aquí que nos topamos con una interpretación que, lejos de su pretendida universalidad, tiene sin embargo unas señas de identidad muy concretas. En efecto, la idea del hombre como individuo aislado, desarraigado de un profundo sentido y lazos de comunidad, que se orienta en función de sus propios intereses –por los cuales se opone o se asocia convenientemente con otros hombres-, que, por tanto, deja de compartir un fin común con los otros –avanzando, pues, hacia un sentido crecientemente personal o subjetivo de los valores-, estableciendo con sus congéneres poco más que normas de convivencia; ese modelo de hombre, digo, es el que nace y se desarrolla con el capitalismo, y madura plenamente con el hombre burgués que triunfa en la contemporaneidad. Las grandes declaraciones de derechos de finales del siglo XVIII –aun con alusiones cristianas todavía presentes en ellas-, concebidas precisamente como un gran contrato (figura tan querida para la burguesía) social entre individuos llamados a realizar sus fines particulares (legítimos siempre que no contradigan lo establecido por la ley), son su máxima expresión jurídica. Los puntales de construcción de las nuevas sociedades liberal-burguesas que llegan hasta nuestros días.

Resulta, pues, legítimo observar la actual Declaración de derechos de 1948, que se ha erigido como un auténtico decálogo ético de alcance prácticamente universal, a la luz de estos precedentes. ¿Cuáles son sus orígenes históricos? ¿Qué modelo humano sustenta? Atiéndase, por el momento, solo a unos pocos datos. Por ejemplo, al de que su patrón único y exclusivo de referencia es el individuo. Incluso cuando se refiere a personas cuyos países se ven sometidos a relaciones de colonialismo o dependencia, situaciones que, amparadas precisamente por las potencias redactoras del texto en ese año de 1948, parecen desvincularse –a la luz de su lectura- del mantenimiento de la dignidad de las mismas.

Los amantes, por René Magritte (1928).
Otro aspecto no menos llamativo es el del carácter «mínimo» de los derechos recogidos en la actual Declaración. No se contempla, así, por ejemplo, el derecho de toda persona humana a su plena autorrealización; a la búsqueda, desarrollo y realización de su vocación. Aunque sin ella la vida humana pueda considerarse, en buena medida, truncada, pues no es otra cosa que el desarrollo de nuestras potencialidades lo que nos hace de verdad poder ser nosotros mismos. La consideración del trabajo únicamente como medio para ganarse la vida (haciendo abstracción, pues, de la pertinencia o necesidad social real que ostente, del destino de sus frutos, de sus posibilidades de destrucción de vida –humana o natural- futuras, o del posible carácter alienante del mismo -ignorando en consecuencia, por tanto, sus radicales potencialidades humanizadoras), es una consecuencia de lo anterior. Una formulación, se dirá, que pretende ser, pues, «realista». ¿Pero no es justamente la extirpación del sentido de utopía uno de los rasgos desrealizadores del hombre sin identidad contemporáneo, del hombre sin rostro «que espera a Godot»?
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