jueves, 2 de enero de 2014

Sobre la pretendida «neutralidad» de las declaraciones universales de derechos humanos.


Rosa Mª Almansa Pérez
Profesora universitaria de Historia Contemporánea.
Autora del capítulo «Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de las fuentes de la moral religiosa» en el libro Religión y Derecho Internacional, Comares, Granada, 2013.

El pasado mes de noviembre llegó a las librerías la obra colectiva Religión y Derecho internacional, publicada por la editorial Comares de Granada. En él se abordan, desde diferentes perspectivas, problemas referidos a la libertad religiosa y de conciencia, y a la pluralidad cultural e identitaria en las sociedades recientes.

Cuando me planteé mi contribución –“Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de las fuentes de la moral religiosa”- a esta publicación, quise adentrarme, con una mirada de historiadora y –como ambiciono ser, de humanista-, en el terreno aparentemente incontrovertido de los Derechos humanos. En efecto, da la impresión de que hay pocos temas con, a primera vista, tanto consenso como este. Los Derechos humanos, tal y como se encuentran hoy formulados por las Naciones Unidas, y como fueron redactados en su día en los frontispicios de nuestra era contemporánea –a través de las grandes declaraciones de finales del XVIII, especialmente en la francesa- parecen contar con general aceptación o, al menos, anuencia. Y, sin embargo, cuando nos interrogamos sobre la cuestión, tan delicada, del fundamento de tales derechos y valores, y, por tanto, también, de su origen, ingresamos de repente en el terreno –que llega a ser agrio en ocasiones- de la polémica. Una polémica, además, que viene de lejos, ya que se trata de dilucidar nada menos el origen, religioso o no, de tales reconocimientos de derechos. A lo que habría que añadir la nada cómoda cuestión de si, en el caso de que se lograra comprobar el primitivo impulso o hálito religioso –en este caso cristiano- de los mismos, hasta qué punto éstos continuarían respondiendo a su sentido original o, por otra parte, si se habrían ajustado a algún sentido histórico de carácter particular.

Declaración de Independencia americana, por John Trumbull (1819)
Cuando tratamos de bucear en el fundamento antropológico de las declaraciones contemporáneas de derechos (porque, si de algo no cabe duda, es de que existe un modelo de ser humano en el trasfondo de las mismas, al cual responden), llegamos a un terreno verdaderamente arduo. Precisamente porque se viene a dar por supuesto –especialmente en las formulaciones laicas o laicistas de raigambre postmoderna del tema- que el hombre no tiene identidad, argumento absolutamente crucial para tales posturas porque se pone como condición sine qua non de la libertad humana. Y he aquí que nos topamos con una interpretación que, lejos de su pretendida universalidad, tiene sin embargo unas señas de identidad muy concretas. En efecto, la idea del hombre como individuo aislado, desarraigado de un profundo sentido y lazos de comunidad, que se orienta en función de sus propios intereses –por los cuales se opone o se asocia convenientemente con otros hombres-, que, por tanto, deja de compartir un fin común con los otros –avanzando, pues, hacia un sentido crecientemente personal o subjetivo de los valores-, estableciendo con sus congéneres poco más que normas de convivencia; ese modelo de hombre, digo, es el que nace y se desarrolla con el capitalismo, y madura plenamente con el hombre burgués que triunfa en la contemporaneidad. Las grandes declaraciones de derechos de finales del siglo XVIII –aun con alusiones cristianas todavía presentes en ellas-, concebidas precisamente como un gran contrato (figura tan querida para la burguesía) social entre individuos llamados a realizar sus fines particulares (legítimos siempre que no contradigan lo establecido por la ley), son su máxima expresión jurídica. Los puntales de construcción de las nuevas sociedades liberal-burguesas que llegan hasta nuestros días.

Resulta, pues, legítimo observar la actual Declaración de derechos de 1948, que se ha erigido como un auténtico decálogo ético de alcance prácticamente universal, a la luz de estos precedentes. ¿Cuáles son sus orígenes históricos? ¿Qué modelo humano sustenta? Atiéndase, por el momento, solo a unos pocos datos. Por ejemplo, al de que su patrón único y exclusivo de referencia es el individuo. Incluso cuando se refiere a personas cuyos países se ven sometidos a relaciones de colonialismo o dependencia, situaciones que, amparadas precisamente por las potencias redactoras del texto en ese año de 1948, parecen desvincularse –a la luz de su lectura- del mantenimiento de la dignidad de las mismas.

Los amantes, por René Magritte (1928).
Otro aspecto no menos llamativo es el del carácter «mínimo» de los derechos recogidos en la actual Declaración. No se contempla, así, por ejemplo, el derecho de toda persona humana a su plena autorrealización; a la búsqueda, desarrollo y realización de su vocación. Aunque sin ella la vida humana pueda considerarse, en buena medida, truncada, pues no es otra cosa que el desarrollo de nuestras potencialidades lo que nos hace de verdad poder ser nosotros mismos. La consideración del trabajo únicamente como medio para ganarse la vida (haciendo abstracción, pues, de la pertinencia o necesidad social real que ostente, del destino de sus frutos, de sus posibilidades de destrucción de vida –humana o natural- futuras, o del posible carácter alienante del mismo -ignorando en consecuencia, por tanto, sus radicales potencialidades humanizadoras), es una consecuencia de lo anterior. Una formulación, se dirá, que pretende ser, pues, «realista». ¿Pero no es justamente la extirpación del sentido de utopía uno de los rasgos desrealizadores del hombre sin identidad contemporáneo, del hombre sin rostro «que espera a Godot»?

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