Rosa Mª Almansa Pérez
Profesora universitaria de Historia Contemporánea.
Autora del capítulo «Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de
las fuentes de la moral religiosa» en el libro Religión y Derecho Internacional, Comares, Granada, 2013.
El pasado mes de noviembre llegó a las librerías la obra colectiva Religión y Derecho internacional, publicada por la editorial Comares de Granada. En él se abordan, desde
diferentes perspectivas, problemas referidos a la libertad religiosa y de
conciencia, y a la pluralidad cultural e identitaria en las sociedades
recientes.
Cuando me planteé mi contribución
–“Evolución de las Declaraciones universales de derechos y relativización de
las fuentes de la moral religiosa”-
a esta publicación, quise adentrarme, con una
mirada de historiadora y –como ambiciono ser, de humanista-, en el terreno
aparentemente incontrovertido de los Derechos humanos. En efecto, da la
impresión de que hay pocos temas con, a primera vista, tanto consenso como
este. Los Derechos humanos, tal y como se encuentran hoy formulados por las
Naciones Unidas, y como fueron redactados en su día en los frontispicios de
nuestra era contemporánea –a través de las grandes declaraciones de finales del
XVIII, especialmente en la francesa- parecen contar con general aceptación o,
al menos, anuencia. Y, sin embargo, cuando
nos interrogamos sobre la cuestión, tan delicada, del fundamento de tales
derechos y valores, y, por tanto, también, de su origen, ingresamos de repente
en el terreno –que llega a ser agrio en ocasiones- de la polémica. Una
polémica, además, que viene de lejos, ya que se trata de dilucidar nada menos
el origen, religioso o no, de tales reconocimientos de derechos. A lo que
habría que añadir la nada cómoda cuestión de si, en el caso de que se lograra
comprobar el primitivo impulso o hálito religioso –en este caso cristiano- de
los mismos, hasta qué punto éstos continuarían respondiendo a su sentido
original o, por otra parte, si se habrían ajustado a algún sentido histórico de
carácter particular.
Declaración de Independencia americana, por John Trumbull (1819) |
Resulta, pues, legítimo observar
la actual Declaración de derechos de 1948, que se ha erigido como un auténtico
decálogo ético de alcance prácticamente universal, a la luz de estos
precedentes. ¿Cuáles son sus orígenes históricos? ¿Qué modelo humano sustenta?
Atiéndase, por el momento, solo a unos pocos datos. Por ejemplo, al de que su patrón único y exclusivo de
referencia es el individuo. Incluso cuando se refiere a personas cuyos
países se ven sometidos a relaciones de colonialismo o dependencia, situaciones
que, amparadas precisamente por las potencias redactoras del texto en ese año
de 1948, parecen desvincularse –a la luz de su lectura- del mantenimiento de la
dignidad de las mismas.
Los amantes, por René Magritte (1928). |
Otro aspecto no menos llamativo es el del carácter «mínimo» de los derechos recogidos
en la actual Declaración. No se contempla, así, por ejemplo, el derecho de
toda persona humana a su plena autorrealización; a la búsqueda, desarrollo y realización de su vocación. Aunque sin
ella la vida humana pueda considerarse, en buena medida, truncada, pues no es
otra cosa que el desarrollo de nuestras potencialidades lo que nos hace de
verdad poder ser nosotros mismos. La
consideración del trabajo únicamente como medio
para ganarse la vida (haciendo abstracción, pues, de la pertinencia o
necesidad social real que ostente, del destino de sus frutos, de sus
posibilidades de destrucción de vida –humana o natural- futuras, o del posible carácter
alienante del mismo -ignorando en consecuencia, por tanto, sus radicales
potencialidades humanizadoras), es una consecuencia de lo anterior. Una
formulación, se dirá, que pretende ser, pues, «realista». ¿Pero no es
justamente la extirpación del sentido de utopía uno de los rasgos desrealizadores
del hombre sin identidad contemporáneo, del hombre sin rostro «que espera a
Godot»?
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