sábado, 8 de agosto de 2015

TRABAJO, CRISIS AMBIENTAL Y MODELO ANTROPOLÓGICO*


   Acaba de salir a las librerías, publicado por Bomarzo, el libro La ecología del trabajo. El trabajo que sostiene la vida (Albacete, 2015), una iniciativa conjunta de especialistas en diversas materias -dirigidos por Laura Mora (Universidad de Castilla La Mancha) y Juan Escribano (Universidad de Almería)- para abordar un tema de gran actualidad: el de la crisis ecológica a la que se ven abocados nuestro planeta y nuestras sociedades y su relación con la actividad humana por excelencia: el trabajo. Un asunto tan amplio permite, naturalmente, muchos enfoques y perspectivas, desde la del ecólogo al economista, abordándose en la obra también vertientes jurídicas, político-sindicales, de género y también históricas, entre otras. Es en esta última en la que se inserta la contribución de Rosa María Almansa (“Relaciones entre ser humano, trabajo y naturaleza desde una perspectiva histórico-antropológica”), profesora de Historia contemporánea en la Universidd Internacional de La Rioja (UNIR). 

   Como historiadora que es, no ha querido trazar el capítulo citado como una historia del trabajo, con sus consecuencias ambientales correspondientes, ni como una historia del deterioro acelerado de los equilibrios ecológicos desde la revolución industrial en adelante. Ambas son cuestiones demasiado amplias para comprimirlas en unas pocas páginas, y, en muchos aspectos, han sido ya narradas. Pero sí que ha abordado un aspecto que, aunque tampoco resulta sencillo, parece que está siendo insuficientemente analizado (por no decir casi en absoluto). Es el de los fundamentos antropológicos de nuestro modelo de trabajo y de las relaciones de éste con la naturaleza. Para decirlo de otra manera más asequible: la concepción o modelo de ser humano que está en la base de la manera de entender el trabajo y su relación con su entorno natural en las sociedades contemporáneas.

Cerámica griega de figuras negras del siglo VI a.C. Aquiles y Áyax jugando a los dados.  Fuente: deartesethistoria.wordpress.com

   El planteamiento del tema se basa en una lógica simple, pero que raramente se hace explícita: la forma que tenemos de vernos y entendernos a nosotros mismos como seres humanos es determinante en la manera de enfocar nuestras relaciones mutuas y, por tanto, nuestro quehacer social, cuya manifestación esencial es el trabajo. Y sería justamente este último, el trabajo, nuestro mediador fundamental con el entorno natural en el que estamos (también) insertos. Así, arguye la autora, no sería lo mismo entender, como ocurre en algunas cosmovisiones antiguas, que el ser humano está llamado a emular la perfección divina, o a recrear en sí mismo el equilibrio cósmico, y que la naturaleza toda está animada (dotada de alma, o espíritus), que, por ejemplo, pensar que es un puro accidente cósmico. Es decir, que, fruto del azar, nace por nada y sin ningún propósito. Y que, además, dotado de una plasticidad casi infinita (pudiendo ser, por tanto, prácticamente cualquier cosa), resulta ser un ser caracterizado por su ambigüedad e incompletud radicales. Todas estas formas de pensarnos a nosotros mismos (esto es, de autoreferenciarnos) tienen un papel determinante en la construcción de nuestros valores, nuestras formas de actuar, de entender el trabajo y de relacionarnos con la naturaleza. Así, una sentencia como la que sigue, citada en el capítulo que resumo, no es baladí:
«Tal vez la vida, que tiene tanto en común con otros sistemas complejos energéticamente organizados, tenga en el fondo la prosaica función de transformar energía (…). Puede que seamos (…) “tan puros como el agua de cloaca”»[1]. Especialmente si está formulada por científicos de tanto prestigio.
   ¿Qué afirma la autora, pues, ha ocurrido? Según apunta como hipótesis, habríamos sufrido una pérdida de autoestima fundamental. A pesar de engañosas apariencias, la imagen del ser humano se encontraría devaluada, en muchos casos menospreciada. Se dice -según Almansa demasiado a menudo-, que somos una partícula insignificante en la inmensidad del cosmos, cosa que no se le hubiera ocurrido a prácticamente ningún hombre de civilizaciones anteriores, a pesar de lo muy conscientes que eran de la futilidad de la vida mundana y terrenal (al contrario, al parecer, que la mayoría de nosotros). Que pensemos esto, paradójicamente, no parecería atenuar nuestra soberbia a la hora de actuar sobre los otros seres vivos del planeta, ni tampoco en nuestras relaciones en general con otros pueblos y culturas. 

   ¿Cuáles serían, según se apunta en el capítulo que reseñamos, algunas de las consecuencias, grosso modo, de esta forma desvalorizada de autoconcebirnos? Entre otras muchas, la casi completa instrumentalización del trabajo. Es decir, el trabajo dejaría de tener un sentido en sí mismo: constituiría un puro instrumento para un fin externo a él mismo. Este sentido externo es el que se haría dominante, fundamental, determinante en el mundo contemporáneo. Nos chocaría, así, sobremanera, una sentencia tan avanzada como la de Hegel (que vivió nada menos que entre los siglos XVIII y XIX), cuya noble aspiración parecería que hemos olvidado completamente:
«Este es el infinito derecho del sujeto: que se encuentre satisfecho de sí mismo en una actividad y trabajo»[2].
   Naturalmente, según la autora, semejante y clamoroso olvido es posible porque se ha cosificado también al propio ser humano, posiblemente de una forma más profunda que en momentos históricos anteriores.

Fuente: laprovincia.es

   No obstante, como es conocido, el sentido de cosificación e instrumentalización ha existido hasta ahora en todas las civilizaciones humanas. La esclavitud de las sociedades antiguas es una prueba fehaciente de ello. Sin embargo, Almansa se atreve a afirmar que en la infancia de la humanidad ocurría que todavía no se había descubierto la humanidad radical del otro. El extrañamiento sería aún muy profundo. Esta, de hecho, no comenzaría a desvelarse, de forma más universal, según la autora, hasta el advenimiento del cristianismo. A partir de él, con el transcurso de los siglos y con todas las inercias históricas imaginables, la ignorancia de la humanidad (igualdad) del otro resulta cada vez más difícil de sostener. De ahí que, por ejemplo, en el siglo XVIII la sociedad esté ya madura para reivindicar la igualdad de derechos políticos, aunque en muchos casos se ignorasen las supuestas raíces cristianas de ese sentimiento fraternal. Sin embargo, desde el Renacimiento habría ido también desarrollándose otro fenómeno: la formación y consolidación del individuo burgués, sujeto esencial del capitalismo; guiado, fundamentalmente, por una noción relativamente nueva (puesto que no había cuajado definitivamente en la sociedad romana): el interés por la acumulación creciente y permanentemente ampliada.

Quentin Massys, El cambista y su mujer (1514). Fuente: wikimedia.org

   Con el capitalismo, que va desplegando sus alas a lo largo de toda la Edad Moderna, se iría forjando, pues, una nueva mentalidad, un nuevo hacer, un nuevo tipo humano: el individuo abstracto. Esto quiere decir que a la persona humana se le empieza a concebir de forma aislada, sin tener en cuenta los lazos culturales y comunitarios sin los cuales hasta entonces resultaba inimaginable. Estos, de hecho, sufrirían una quiebra fundamental con la irrupción plena de las relaciones capitalistas en el mundo rural a partir de los siglos XVII y XVIII en Inglaterra. Pero lo que la autora quiere decir con esto es que la mentalidad instrumental se iría haciendo, a partir de entonces, general. El medio ambiente comenzaría a ser explotado a gran escala, y se desacralizaría definitivamente. Sería visto únicamente como un gran depósito para suplir necesidades que, casi de pronto, se vuelven insaciables. Y la misma naturaleza se habría convertido al mismo tiempo en un gran obstáculo a vencer, por lo que sus secretos deberían ser desentrañados sin piedad. El mundo, el universo, sería visto como un gran mecanismo sin alma, cada vez más lejos de la concepción del mundo como creación, y ésta a su vez como un reflejo de la perfección divina.

Río Sabarmati, India (2011). Fuente: revistaenie.clarin.com

   Según la autora, ahora nos encontramos en el límite de sustentabilidad de la ideología de progreso así entendida. La crisis ecológica se declara, según ella, sin ambages; pero esto no sería todo. Habría muchas señales que indicarían que nos hallarnos en una crisis civilizatoria total. Al contrario de lo que se esperaba, la tecnología no habría liberado al ser humano de los aspectos más rutinarios y esclavizadores del trabajo. Seguirían siendo solo unos cuantos privilegiados los que pueden permitirse trabajar vocacionalmente. La mayoría seguiría soportando el trabajo como una carga, sin vivirlo como un medio de autorrealización, ni como una forma de participación activa, creativa y mucho menos colaborativa y desinteresada en la sociedad. Y, en adición a lo anterior, la mayor parte del trabajo resultaría ser nocivo desde el punto de vista medioambiental, pues está concebido para una actividad productiva excesiva e insostenible en la que lo superfluo se hace necesario y lo necesario siempre aparece como escaso si es menos rentable para el mercado que otras inversiones. Una actividad que acaba también redundando negativamente en nuestra salud, formas de vida y relación.

   Así pues, la revisión de muchos de los presupuestos sobre los que se erigen nuestras sociedades se haría, según Rosa Almansa, inexcusable. Sin embargo, querer hacerlo con fines nuevamente instrumentales parecería, según la autora, un contrasentido. Es decir, revisar nuestras formas de vida y de relación únicamente porque nos conviene, tratando de salvar así las naves, sacando ventaja a la vez de lo viejo y lo nuevo, no sería sino prolongar viejas actitudes que nos llevarían a perpetuar el problema de base. Se haría urgente, pues –y este es uno de los planteamientos fuertes del texto-, plantear una nueva antropología. Según se apunta en el capítulo, ésta no podría tener otra base que nuestra capacidad de dar gratuitamente; de sentirnos uno con los otros, sin esperar otra recompensa que esta misma; y de guiarnos por esa capacidad únicamente nuestra de ponernos en el lugar de los otros seres. Porque si es cierto que de nuestra enajenación nace la destrucción de los ecosistemas que conforman nuestro planeta, también sería cierto, según Almansa, que solo al ser humano pertenece esa capacidad, propia de la conciencia más desarrollada, de sufrir con los otros y por los otros, humanos o no. De ella, y no de ninguna otra fuente, nacería la conciencia ecológica. Y de ella también brotaría el sentimiento de nos permitiría reconocernos como hermanos, independientemente del credo concreto que se profese.

Pablo Orduna Portús.
Profesor de Historia Moderna de la Universidad Internacional de La Rioja.


*Artículo publicado originalmente en http://blogs.unir.net/pablo-miguel-orduna-portus/4195-concepcion-del-trabajo-crisis-ambiental-y-modelo-antropologico

[1] Dorion Sagan y Eric D. Schneider, La termodinámica de la vida, Tusquets, Barcelona, 2008, p. 20.
[2] Citado por Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia, Altaya, Barcelona, 1994, p. 153. El subrayado es nuestro.
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