El trabajo libre o vocacional.
"No solo de pan vive el hombre"
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Pompeo Batoni, La educación de Aquiles (1748)
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«LA VOCACIÓN NOS HUMANIZA»
Francisco Almansa González
Presidente de la Asociación Aletheia.
A la economía de mercado se le ha calificado de libre de
forma tan natural como a las aves se les atribuyen alas. Sin embargo, la
«ciencia económica», que comienza en los mismos inicios de las economías
mercantiles, tiene como objeto encontrar las leyes que rigen dichas economías independientemente
de la voluntad de cada individuo. Lo cual no quiere decir que en la
economía capitalista no intervenga la voluntad individual, sino más bien todo
lo contrario, ya que en realidad es la economía del individualismo
«voluntarista», y, como tal, anticomunitaria. Pues es una voluntad que busca su
propio "interés" o voluntad "interesada". De aquí surge un
problema insoluble entre el interés particular y el interés general que Adam
Smith “resuelve” conforme a la fórmula mágica de la “mano invisible”, que acaba
armonizando los intereses de todos por antagónicos que sean. Toda la
"ciencia económica capitalista" ha venido desde entonces tratando de
hacer visible dicha mano.
Keynes se dio cuenta que era necesaria la mano del estado
para complementar la acción de la mano invisible. Y con dicha ayuda externa se
consiguió en Occidente y en Japón una época de bonanza económica que sirvió
para sentar los pilares de lo que se ha dado en llamar «estado del bienestar».
Pero no es oro todo lo que reluce, pues el impulso nacido en el siglo XIX del
anhelo de transformar el mundo en un hogar auténticamente humano quedó
metamorfoseado en un anhelo por consumirlo.
La sociedad de consumo de aquellos años fue realmente el
pilar económico sobre el que se construyó el «estado el bienestar». Pero sin
consumo no hay beneficios, sin beneficios caen los impuestos, y sin éstos el
estado de bienestar no es viable. Y es que no se puede hacer un pacto con el
diablo para alcanzar la salvación.
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Quentin Massys, El cambista y su mujer (1514) |
La fórmula del capital es «obtener más de lo que se
invierte». Algo que después de siglos de capitalismo se ve como lo más natural
del mundo, pero que sin embargo contraviene la ley universal de la energía, y,
por tanto, de la materia, que, como todos sabemos, dice: «la energía ni se crea
ni se destruye, sólo se transforma». Es por eso la «ley de conservación» del
mundo físico, a la cual trata de adaptarse con mucha sabiduría nuestro cuerpo
después de millones de años de evolución. Lo que hay es lo que hay, y si una
parte aumenta, la otra disminuye.
En primer lugar, fue el proletariado el que tuvo menos;
después, y sin haber resuelto el problema anterior, fueron las colonias las que
también sufrieron el menos; y cuando el proletariado y el capital llegaron
al pacto social fordiano-keynesiano para que todos fuesen a más, resultó que la
naturaleza y el tercer mundo fueron a menos. Ahora que el mundo natural en
general está en gran medida consumido, y a los otrora consumidores se les está
consumiendo, todavía se insiste que este sistema no tiene alternativa.
La ley del capital es el beneficio, y es la que antes se ha
enunciado como la de obtener más de lo que se invierte. Se da para
obtener más. Pero si esto es algo que no tiene sentido en relación a las
leyes físicas más universales, resulta que tampoco la ley de la vida sigue tal
norma, pues la vida es ante todo un devenir ser lo que se es. La semilla
deviene árbol porque aquélla es el árbol en potencia; pero a su vez un árbol
sin semillas no es propiamente un árbol, ya que algo está completo en la medida
que él contiene su propio ser en potencia. Exactamente igual que la
gallina y el huevo y el falso dilema de lo que es antes; pues el huevo es una parte
más de la gallina. ¿Qué significa todo lo anterior? No otra cosa que dos
manifestaciones de la Ley del Ser, que no es otra que la de afirmar la
identidad que se es. Por eso el árbol quiere ser árbol, y para ello
esparce su ser en potencia a los cuatro vientos. Así como la gallina quiere ser
gallina -no de granja, claro está-, y de ahí que produzca huevos, que no es
sino la forma como se garantiza la «identidad» de la especie para el futuro.
Ahora bien, estos entes vivos toman de su medio aquello que justamente
necesitan para ser, que es también perpetuarse; y, por si fuera poco, además,
sus seres en potencia son asimismo unos presentes para otras
especies. Buscan ser lo que son, ni más ni menos, y en la afirmación
de su singularidad aparece un plus, que sirve a otras especies para
que con dichos alimentos sus individuos también se afirmen como lo que son. Se
podría decir, en este sentido, que cada especie nace con la vocación de
ser la que es. Por eso, ella es ella y su «futuro».
Se dirá, sin embargo, que todo cambia. Que
el cambio está tan omnipresente es algo tan obvio que nos puede llevar a pensar
-como de hecho hay una filosofía que así lo piensa- que no hay más fin que el
cambio. Pero observadas más de cerca las cosas, y remitiéndonos de nuevo a la
física, vemos que el cambio se sustenta en la permanencia.
Desde hace aproximadamente catorce mil millones de años, y porque los neutrones
son neutrones, nuestros cuerpos han llegado a ser nuestros cuerpos. Y lo más
curioso de todo es que, según la
Mecánica Cuántica, la
existencia de una partícula elemental implica la existencia de todas las demás.
Dicho de otra manera: el Ser
es el que es. Ni más, ni menos.
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Simon Vouet, El tiempo vencido (1627) |
Decía el cínico Tancredi, sobrino del príncipe de Salina en
la obra de G. T. de Lampedusa, El Gatopardo, que «había que cambiarlo todo
para que todo siguiese igual». El instinto de conservación de clase le procura
la suficiente lucidez para entender que solo como agente activo del cambio,
éste tomará el sentido que más le convenga. Y este sentido no es otro que no
perder la esencia de lo que son: precisamente ser los que controlan los
cambios. Toda lucha por el poder consiste, en última instancia, en acceder a la
posición privilegiada desde la cual dirigir los cambios….para salvaguardar los
propios intereses. Que es lo que de nuevo está sucediendo. Sin embargo, aunque
sus motivos fuesen exclusivamente egoístas, no le faltaba razón, pues el
que pone el cambio al servicio de su identidad, ése es el que
triunfa.
Lo que sucede es que el Yo no es el componente
exclusivo de la identidad humana, y el sistema del Yo, la egocracia,
que es en el que estamos viviendo, al querer perpetuarse autoproclamándose como
la única posibilidad real, se convierte en un sistema represor de las otras
dimensiones esenciales que nos caracterizan, y con ello es el propio Yo el que
destruye la unidad y armonía de nuestro ser. De ahí la necesidad de potenciar
aquellas formas de realización que integren lo que el «Yo aislado», en su
aspiración a ser más=poseer más, está no solo obstaculizando, sino que
también reprime en sí y en los otros. Siendo estas formas de realización
aquellas por las cuales a la vez que nos autorrealizamos construimos comunidad.
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Edvard Munch, Friedrich Nietzsche (1906) |
«La vocación del hombre es superarse»
Solo por esta doble afirmación de nuestro ser singular
y nuestro ser común podremos superar la unilateralidad de un Yo aislado,
cada vez más alienado en puras imágenes de sí; pues debilitado el lazo
solidario de la auténtica vida comunitaria, a este Yo desarraigado no le queda
más refugio que la rebeldía de la provocación, estéril y oportunista, o el
conformismo anestesiante de identificación con roles sociales portadores de
“prestigio”, que, además de asegurarnos comodidad material, también pueden
proporcionar buena conciencia. Eso sí, a condición de que, al contrario de lo
que es una auténtica conciencia, se hagan pocas preguntas.
El vínculo por el que el individuo puede salir de sí, y
justo por eso puede sentirse él mismo, nunca es de naturaleza material. Es más,
todo vínculo tejido en torno a intereses materiales, sin más objetivo que la
realización de los mismos, es un vínculo corruptor. Ahora bien, un vínculo
exclusivamente espiritual, al menos en este mundo, tampoco es posible. La
mayoría de los místicos han sido bastante realistas en este sentido. La
pregunta, por tanto, estriba en hallar el lugar de la mediación entre
ambas realidades, siempre renuentes al matrimonio por amor, dado que la
desconfianza es mutua. Sin embargo, el matrimonio por interés, que hasta hoy ha
sido el que ha predominado, perjudica en primer lugar al cónyuge espiritual, y
el envilecimiento resultante de dicho perjuicio no es ni mucho menos inocuo
para la otra parte, pues el nudo del interés material no es sino deseo de
apropiación. Y este interés generalizado no es a su vez sino una guerra más o
menos silenciosa de todos contra todos por tener lo más posible, lo cual
desemboca inexorablemente en cegueras como las que nos han conducido a la
crisis que estamos viviendo. De la cual, al menos, deberíamos aprender que nada
tiene que ver con el avance de la ciencia el reconocimiento que le otorga el
premio Nobel de Economía.
Este lugar donde lo espiritual y lo material se unifican en
una armonía jerarquizada, conforme al simbolismo del Yin y el Yang, es el
trabajo vocacional. La dificultad de relacionar dicho trabajo con lo espiritual
reside en la concepción estrecha que se tiene tanto del trabajo como del
espíritu; así como en identificar erróneamente ciertas actividades como
vocacionales, cuando en realidad no son sino la utilización de ciertos dones
que el individuo posee como instrumentos para «competir» con vistas al éxito
personal.
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Leonardo da Vinci, Autorretrato y El hombre de Vitruvio
(1490)
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Hay que poner en claro desde el primer momento que la
vocación nada tiene que ver con el hecho de la competencia, pues aquélla
implica que el Yo se descubre a través de un proyecto (o misión) cuyo
sentido lo trasciende. El inicio de una auténtica vocación es el primer
paso para superar el impulso espontáneo de todo Yo para hacerse presente frente
a los otros como una existencia necesaria de cualquier manera. Ya que
esa es la raíz originaria de todo egoísmo: la inmadurez de un Yo que buscando
ser necesario frente a los demás, cortocircuita el proceso de su evolución
tratando de ser «más» como algo. Es el que no puede dejar de competir, y, por
lo tanto, de desvalorizar a los otros, pues de lo contrario se hundiría en la
angustia de un anonimato que es para él equivalente a la muerte de su
identidad.
El egoísmo es una contradicción que vive el Yo, puesto que
trata de conjurar su debilidad haciéndose absoluto. Ahora bien, ser absoluto es
ser necesario, y no hay camino más corto para ser necesario al egoísta que
experimentar que los otros nos necesitan, porque ellos carecen de lo que
nosotros tenemos. De ahí que la «egocracia» sea indisociable del
«paradigma del tener», cuya forma más acabada es el capitalismo.
Hemos dicho que el trabajo vocacional es aquél por el que el
Yo se descubre como auténticamente real a través de un proyecto cuyo sentido lo
trasciende. Pero el verdadero sentido de nuestra existencia no se nos puede
revelar en tanto en cuanto no seamos capaces de ver la naturaleza y a nosotros
mismos como seres que valen por sí mismos. En el fondo, ésta es la
culminación de la evolución: una comunidad de seres que ya no «buscan» más allá
de sí mismos, porque se aman por sí mismos. Es el fin de la instrumentalidad
universal de todas las relaciones. Es el simple gozo de ser al mismo tiempo
para todos y para sí. Este es el sentido más o menos consciente que late en
toda auténtica vocación, y que nos llama para que salgamos del
círculo vicioso del tener, al cual está encadenado el Yo exiliado de la
«comunidad del Ser». Solamente en este humus espiritual puede crecer la
verdadera vocación, cuya forma definitiva es el individuo el que debe
encontrarla. Pero que sea cual sea la forma determinada que aquélla tome como
proyecto de realización, ha de incardinarse en el proyecto universal del
Ser, o de afirmación de una Comunidad, que es precisamente una porque
los seres que la constituyan se aman por sí mismos. Ésta es la metavocación que
late en toda vocación personal, y que en la medida que ésta arribe a su fin,
descubrirá que la esencia última de su propia vocación no es sino la de ser Voluntad
Amorosa. «Voluntad» porque se afirma la propia singularidad; «amorosa»
porque el sentido de dicha afirmación es completo, si y solo si, a su vez, afirma
amorosamente a todos.
La vocación, tal y como la entendemos, puede realizarse sin
profesión u oficio determinados, pero no sin trabajo. Es más, el trabajo, por
arduo que sea, nunca es un obstáculo cuando la vocación es auténtica. Un niño trabaja cuando
juega, pues recrea imaginativamente una determinada franja de su
limitada experiencia. Aquí la materia prima son los contenidos de su memoria en
relación a experiencias que de un modo u otro le han impresionado. El mimetismo
del juego no es sino el ajustarse a la esencia de dichos recuerdos, pero, como
en todo trabajo, dichos contenidos son modificados en relación al fin último
del trabajo en sí, que no es sino la afirmación de nuestro ser; que
es lo que el niño hace cuando juega: realizar una actividad de transformación
de lo dado para sentirse plenamente como lo que es en ese estadio vital. El
niño, por tanto, trabaja cuando juega, y trabaja además para sentirse él mismo;
sin embargo, no podemos decir que ese sea su oficio. Pero es que, además, el
juego es una actividad socializante por excelencia, pues a partir de cierta
edad es esencial la compañía de otros niños, y con ello la introyección de
pautas de relación con sus iguales.
Cuando decimos que el fin último del trabajo es la
afirmación de nuestro ser, le estamos dando un sentido radicalmente opuesto al
que rige en las sociedades de clases, en las que el trabajo no es concebido
como una manifestación espontánea del mismo, como el juego en el niño, sino
como un medio tanto para «ganarse» la vida como para obtener
«ganancias». De ahí que el fin del trabajo no sea concebido sino como de
satisfacción de necesidades, que pueden ser tanto objetivas como puramente
subjetivas.
Aunque éste no es el lugar para analizar la carga ideológica
de tal concepción del trabajo, solamente apuntaremos a este respecto que la necesidad es
lo que experimenta el ser consciente que por sí mismo se afirma cuando dispone de
los elementos que le son inherentes, si se le priva de los mismos en
un grado en el que dicha autoafirmación se pone en peligro. La necesidad surge
de una determinada forma de limitar nuestro poder de afirmación, sea éste el de
nuestro cuerpo, de nuestra psique o bien de nuestro poder de trascendencia.
Cuando no es así, la experiencia de la necesidad se transforma en la
experiencia de la libertad.
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Marc Chagall, Sobre el pueblo (1918)
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Cuando el trabajo va asociado a la experiencia de la
necesidad, somos sumisos o rebeldes, pero generalmente no muy generosos. Ahora
bien, cuando aquél es una manifestación de nuestra propia esencia, no se
busque un fin más allá de esto mismo. La satisfacción coincide con la
realización, y ya no buscamos apropiarnos de algo que nos compense. Es una
realización en la que nos experimentamos libres; y por eso esta experiencia nos
ennoblece. El que vive en la vocación reclama lo que es suyo cuando le son
enajenados los medios para su autorrealización; pues es plenamente consciente
que con ello se le arrebata, no seguridad, comodidad, bienestar, etc., sino la
libertad de ser él mismo; porque él ha vivido ya esta experiencia y por ella ha
comprendido la Unidad del Ser; como, asimismo, lo absurdo y envilecedor de la
competencia siempre retroalimentada del tener.
Una sociedad, por tanto, que no tome suficientemente en
serio el trabajo vocacional es que no toma tampoco suficientemente en serio al
ser humano. Éste, hasta ahora, ha sido en general vocación reprimida. Y
esto es equivalente a decir libertad usurpada.
En las bases de una nueva educación, la cuestión de la
vocación no puede ser tratada como una especie de lujo frente a otras necesidades que
la sociedad demanda; pues lo que una sociedad no segmentada, sino
organizada como comunidad, demandaría en primer lugar, serían seres humanos que
no actuaran bajo los condicionantes de la necesidad, sino que, por el
contrario, actuaran conforme a lo que realmente son cuando disponen de aquello
que verdaderamente les pertenece para su autorrealización. Que es, a su vez,
uno de los objetivos por cuya prioridad puede identificarse a un colectivo
humano como un Orden de Transparencia, ya que en él «la afirmación de la
Comunidad como un todo implica la afirmación de la singularidad de los
individuos que la constituyen». Y a la inversa: «la realización personal de
cada uno nunca es indiferente a la afirmación de la Comunidad como un todo».
Esto solo es posible si se trabaja simultáneamente para todos y para sí. Sin
grupos privilegiados intermediarios que alienan el sentido de la comunidad,
transformando a ésta en patria, imperio, clase, etnia, grupos corporativos, y
así un largo etcétera.
Ahora bien, solo cuando el trabajo es auténticamente
vocacional aparece esta exigencia de unidad entre el ser para sí y el ser para
todos. El arte, que es, o mejor, era, un paradigma de lo que es la vocación,
nos permite aproximarnos a lo que aquí estamos tratando de explicar. Cuando un
artista realiza su autorretrato, ha reflejado lo que significa la esencia misma
de lo que es la vocación: un objetivarse a sí mismo en una
realización que es a su vez un «Presente» para todos. Y que además, para
el propio artista y para los demás, es algo que posee un valor en sí mismo.
Solo el que ha llegado a la madurez de su vocación es el que puede discernir
con criterio objetivo lo que tiene valor por sí mismo y lo que no.
Sin embargo, sin este aprendizaje difícilmente se puede superar el divorcio
existente entre lo espiritual y la vida cotidiana en un sistema en el
que lo «relativo» -o sea, lo que no es por sí mismo, y, por tanto, no tiene
tampoco valor por sí mismo- es precisamente el patrón de toda valoración.
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Terbrugghen, Esaú vendiendo su primogenitura (1627)
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Con lo espiritual no se comercia, ni tampoco se le
instrumentaliza. Pues lo espiritual se nos revela como esa forma de poder que
trasciende la ley de la causa y del efecto, así como el ciego azar, ambos
inherentes a la materialidad. Este poder es el de la Gratuidad. Por ella
se nos revela la auténtica soberanía del Ser, porque toda realización gratuita
no tiene más ley que la Voluntad Amorosa, que, como tal, es un querer
libremente dar por el amor a cada diferencia y a la Unidad que rige el
todo. Toda realización creadora, nacida de la vocación verdadera, no tiene otra
causa ni otro fin. Ama tanto la Unidad como la diferencia en su Singularidad,
que implica ser uno consigo mismo.
Frente a la iniciativa de la voluntad interesada, -que se
mueve por «la esperanza y el temor», y por eso pasa del optimismo irreflexivo a
un pesimismo irracional, que dilapida recursos creando el espejismo de haber
encontrado el cuerno de la abundancia, y que igualmente retiene o infrautiliza
estos mismos recursos por el temor a perderlos-, hay que potenciar, a través de
la educación, así como por una labor de concienciación política y sobre todo
ética, el desarrollo de la Voluntad desinteresada de la Vocación.
Sólo en ella se basa el auténtico conocimiento, hasta donde éste es posible,
en la toma de decisiones, porque se conoce aquello que se ama. Y sólo ella
está verdaderamente desbordante de iniciativas, porque el que ama más dar que
obtener o retener, nada tiene que perder.