Francisco Almansa González.
Una de las paradojas de nuestro tiempo es que ni la fe ni la razón parecen tener mucho peso en cuanto referentes cardinales en las motivaciones del comportamiento humano. La razón es mirada con desconfianza porque se la supone una amenaza para la libertad, mientras que a la fe se la considera vinculada a alguna forma de realidad inverificable a la que, por tanto, no se debería denominar realidad.
Al tiempo escatológico, en el cual la fe tiene su soporte esencial, se le considera superado por el tiempo entrópico, o aquel cuyo fin es el aumento del desorden. Algo que por el momento sí parece verificarse. Sin embargo, ambas, ciencia y fe, se encuentran estrechamente vinculadas por un elemento esencial que les es común, y que hace que la ciencia sea una "apuesta segura de futuro", lo cual no es sino una demostración de fe, como el hecho de que no perder la fe en aquello que nos es considerado importante sea bastante razonable. Con lo que se nos está diciendo que la fe también es racional. Este vínculo al que hemos aludido como elemento hermanador entre dos de las manifestaciones que, siendo tan propiamente humanas a su vez parezcan tan antagónicas, es el sentido.
Puede parecer que lo anterior se aviene más con la ciencia que con la fe, teniendo en cuenta el «credo quia absurdum» de Tertuliano, o bien ciertos pasajes de la obra de Temor y temblor, de Kierkegaard. Sin embargo, dos conspicuos representantes de la fe, como fueron S. Agustín y S. Anselmo, ponen a ésta como el origen impulsor hacia el conocer. «Creo para entender», decía S. Agustín. O bien el lema de S. Anselmo en su Proslogium: «No busco, Señor, entender para poder creer, sino que creo para poder entender». Y lo que se entiende, naturalmente, ha de tener sentido; ahora bien, si la fe es previa en ellos para encontrar el sentido, es que en ella se nos revela lo que podríamos denominar nuestra vocación de sentido.
Tanto el verdadero científico como el auténtico hombre de fe son ambos conscientes de que el sentido es, como el ser de Heidegger, algo que parece que en la medida que se manifiesta de una determinada manera se oculta a su vez en aquello que hasta entonces parecía claro. Pero el hombre de fe, tanto si es científico como si no lo es, no se arredra ante el absurdo, pues sabe, por ser hombre vocacional de la fe, que también lo absurdo puede tener sentido. Lo cual quiere decir que si el absurdo existe es porque es relativo al sentido, y, por tanto, he ahí una meta ineludible tanto para la fe como para la ciencia: encontrar el sentido del absurdo, y no caer en el sentido absurdo, que es la meta fatal de cuando se ha perdido la fe en aquello que para nosotros importa; y entre lo que más importa está precisamente el sentido, ya que somos fuentes originales tanto de sentido como de valor. Algo, por otra parte, tan íntimamente hermanado también.
La alternativa trágica surge cuando dos realidades que son patrones de sentido para la existencia humana entran en conflicto y se da el rechazo al compromiso "conveniente" que nos lleva a la caída, entendida ésta como vida inauténtica. Vida que significaría para el héroe trágico la muerte de su razón de ser, y que implicaría aceptar el mundo estando ya de más en él. Terrible contradicción que conduce a la vergüenza y a la represión de la misma por una permanente racionalización, siempre espúrea, que busca justificarse permanentemente frente a los otros. Algo así como convertirse en un mendigo del espíritu.
Sin embargo, existen momentos en los que parece que la razón y la fe se refuerzan recíprocamente, como sucedió con la razón histórica del marxismo, que contenía en su seno una utopía, cual semilla de grano de mostaza, conforme a la metáfora que Jesús utilizó para describir el reino de Dios. No obstante, la semilla no dio los frutos que se esperaban, porque se puso como ley suprema del progreso, de igual manera que su adversario capitalista, el desarrollo técnico. Ahora bien, la técnica es lo que por sí misma no tiene sentido, y poner la fe en una razón, la técnica, que solo es un medio, significa una radical inversión del valor de la realidad, ya que ésta posee valor en la misma medida que tiene sentido por sí misma.
El fracaso, pues, que hizo perder la fe en la utopía de un mundo más justo y fraternal, o en lo que podríamos denominar como razón utópica, no fue ni mucho menos, a nuestro entender, el que se impusiesen a la "realidad" unos ideales que no se correspondían con la misma, sino que lo que se impuso realmente allí, igualmente que aquí, fue la razón técnica sobre la razón utópica. ¿Pero acaso la utopía no es más un bello sueño que esa trama jerárquica de relaciones lógicas consistentes que se denomina razón? No. No es así, ya que la razón es la que busca aquellas formas de relación que son las que se corresponden con la naturaleza de los seres que se relacionan.
Si organizamos a los seres humanos de tal manera que sus relaciones sean equivalentes a las de los componentes de una máquina, es que entonces estamos identificando dos formas de ser que son radicalmente opuestas, pues la condición de todo instrumento, y con más razón de todo componente del mismo, es que no tenga voluntad propia, y solo el mundo de lo inconsciente e inerte la cumple. En caso contrario, es necesario violentar la libertad para cumplir la función impuesta.
Ahora bien, esto mismo que estamos diciendo es parte integrante de la razón utópica, uno de cuyos axiomas es que un ser humano no es un instrumento, y, por tanto, nunca debe utilizarse. Como sabemos que esto no es así en los sistemas de clases, estén o no estén legalmente reconocidos, la razón utópica propone, precisamente por ser utópica, un conjunto de fines necesarios que tienen como meta la exigencia de que lo más real de cada forma de ser pueda plenamente realizarse. Si somos realmente humanos y no instrumentos, hemos de relacionarnos como lo que realmente somos, y toda "razón" que se opone a este fin no es sino una razón instrumental que nos desrealiza, y que a su vez pierde el sentido por el cual ella misma existe: la de simple servidora de la libertad.
Vemos cómo la tan denostada utopía interpretada como un sueño irrealizable no es sino lo contrario: la expresión racional que busca la realización de aquello que, por ser lo más real que hay en nosotros, nos permite diferenciarnos de lo que no somos. La realización de la utopía no significa el fin de la razón utópica, dado que uno de los atributos que más nos distinguen de los otros seres, y que por tanto más definen nuestra realidad, es nuestro poder creador. De ahí que dicha razón tenga en este sentido el significado literal de la palabra griega: en ningún lugar. Lo cual no significa que no se pueda realizar, sino que el poder de creación es ilimitado, y que, por tanto, lo que está por crear, necesariamente, no está en ninguna parte, pero que, por el contrario, es desde nuestra más auténtica realidad, que no es sino nuestro lugar absoluto u hontanar inagotable de realización, desde donde nuestra razón, que es por esencia utópica, realiza sus proyectos de autorrealización creadora.
Conforme a lo anterior, vemos cómo la razón y la fe se aúnan en la razón utópica, pues ser creadores significa dar un nuevo sentido al futuro, pero siempre que sea un sentido por el cual nos podamos reconocer como nosotros mismos, lo cual solo es posible si nosotros somos el patrón de sentido de la realidad, o lo que tiene sentido por sí mismo. Pero esto no es sino una síntesis entre ciencia e imaginación. Aquí la fe sería la certeza sobre el sentido de nuestro futuro, aunque éste en su novedad específica nos sea aún desconocido. Esa es la esencia misma de la fe: certeza en el sentido de lo que nos es desconocido; y asimismo la de la ciencia, pues solo porque lo que se conoce por ella tiene algún sentido, pero no todo el sentido que se espera, se considera necesario seguir buscando.
Con el cristianismo, y después con el marxismo, la dialéctica entre fe y razón se hace plenamente consciente, habiendo tratado ambos de encontrar la justa relación entre ellas, aunque la razón posee su referente esencial en lo existente que nos es accesible, y la fe en lo que se oculta, o bien como realidad no desvelada, o bien como posibilidades no descubiertas. Ambas han coincidido también en que el sentido del aquí y ahora de la llamada realidad deja bastante que desear, y por lo tanto el verdadero sentido no pertenece esencialmente a la misma. De ahí la desvalorización del mundo tal y como lo entendía el cristianismo, y la sed de futuro de la utopía marxista. En el fondo ambos son, en sus formas más comprometidas, una rebeldía contra el sinsentido del mundo existente. Mientras en el cristianismo más consecuente se opta por "retirarse" del mundo; con el marxismo tenemos la opción de transformarlo conscientemente, porque como heredero de la Ilustración, su fe en la razón aún no ha quebrado.
El primer pensador de la modernidad que tomó plena conciencia de la separación que se estaba produciendo entre la razón, -cada vez más "objetiva", esto es, más indiferente a los fines humanos-, y la fe en tanto que indisoluble de los mismos, fue Pascal.
La razón mecanicista de corte cartesiano es determinista, y el mundo, es decir, el orden social de su tiempo, no escapa a la visión conservadora de dicho paradigma; lo cual significaba para los espíritus "realistas" que las cosas no podían ser de otra manera. Ahora bien, para los menos realistas, pero más auténticos, la situación se había vuelto trágica, pues lo que "no podía sino ser", o sea, los compromisos mundanos, eran la mayoría de las veces lo que no debía de ser desde las exigencias de la fe cristiana, y por tanto, había que apostar.
Desde la sensibilidad marxista de la primera mitad del siglo XX, un pensador adscrito a esta corriente vio en la tragedia de esta primera rebeldía contra el sinsentido del orden mundano una de las fuentes del pensamiento dialéctico, en el que el Sí y el No son los protagonistas esenciales del mismo. Y en una obra titulada El hombre y lo absoluto aborda la investigación de lo que él considera el origen de una dialéctica que hoy se da precipitadamente por concluida . Este marxista capta la tragedia de un pensador y científico excepcional, Pascal -que además es un creyente que no hace concesiones-, siendo innegable la afinidad y simpatía que como dialéctico siente por él, pues ambos, uno desde su pesimismo en relación al orden mundano, y el otro con su fe en el orden futuro, no dejan de ser hombres trágicos que apuestan abiertamente por el sentido que ha de venir, aunque necesariamente hay que vivir en la mezquindad del sentido de lo existente.
Este pensador es Lucien Goldmann, uno de los intelectuales más prestigiosos de los años sesenta en Europa. De origen rumano, se afincó después de la Segunda Guerra Mundial en París y más tarde ocupó un cargo en la Universidad Libre de Bruselas, donde dirigió el Centro de Sociología de la Literatura. En su corrículum intelectual es de destacar la influencia del filósofo marxista Georg Lukács, de quien fue discípulo, además de la orientación hegeliana. Con tales ingredientes, este autor contribuye con sus investigaciones a la creación de una ciencia seria, rigurosa y positiva de la vida del espíritu en general.
Tanto el verdadero científico como el auténtico hombre de fe son ambos conscientes de que el sentido es, como el ser de Heidegger, algo que parece que en la medida que se manifiesta de una determinada manera se oculta a su vez en aquello que hasta entonces parecía claro. Pero el hombre de fe, tanto si es científico como si no lo es, no se arredra ante el absurdo, pues sabe, por ser hombre vocacional de la fe, que también lo absurdo puede tener sentido. Lo cual quiere decir que si el absurdo existe es porque es relativo al sentido, y, por tanto, he ahí una meta ineludible tanto para la fe como para la ciencia: encontrar el sentido del absurdo, y no caer en el sentido absurdo, que es la meta fatal de cuando se ha perdido la fe en aquello que para nosotros importa; y entre lo que más importa está precisamente el sentido, ya que somos fuentes originales tanto de sentido como de valor. Algo, por otra parte, tan íntimamente hermanado también.
La alternativa trágica surge cuando dos realidades que son patrones de sentido para la existencia humana entran en conflicto y se da el rechazo al compromiso "conveniente" que nos lleva a la caída, entendida ésta como vida inauténtica. Vida que significaría para el héroe trágico la muerte de su razón de ser, y que implicaría aceptar el mundo estando ya de más en él. Terrible contradicción que conduce a la vergüenza y a la represión de la misma por una permanente racionalización, siempre espúrea, que busca justificarse permanentemente frente a los otros. Algo así como convertirse en un mendigo del espíritu.
Francis Picabia, Parade Amoureuse (1917) |
El fracaso, pues, que hizo perder la fe en la utopía de un mundo más justo y fraternal, o en lo que podríamos denominar como razón utópica, no fue ni mucho menos, a nuestro entender, el que se impusiesen a la "realidad" unos ideales que no se correspondían con la misma, sino que lo que se impuso realmente allí, igualmente que aquí, fue la razón técnica sobre la razón utópica. ¿Pero acaso la utopía no es más un bello sueño que esa trama jerárquica de relaciones lógicas consistentes que se denomina razón? No. No es así, ya que la razón es la que busca aquellas formas de relación que son las que se corresponden con la naturaleza de los seres que se relacionan.
Si organizamos a los seres humanos de tal manera que sus relaciones sean equivalentes a las de los componentes de una máquina, es que entonces estamos identificando dos formas de ser que son radicalmente opuestas, pues la condición de todo instrumento, y con más razón de todo componente del mismo, es que no tenga voluntad propia, y solo el mundo de lo inconsciente e inerte la cumple. En caso contrario, es necesario violentar la libertad para cumplir la función impuesta.
Ahora bien, esto mismo que estamos diciendo es parte integrante de la razón utópica, uno de cuyos axiomas es que un ser humano no es un instrumento, y, por tanto, nunca debe utilizarse. Como sabemos que esto no es así en los sistemas de clases, estén o no estén legalmente reconocidos, la razón utópica propone, precisamente por ser utópica, un conjunto de fines necesarios que tienen como meta la exigencia de que lo más real de cada forma de ser pueda plenamente realizarse. Si somos realmente humanos y no instrumentos, hemos de relacionarnos como lo que realmente somos, y toda "razón" que se opone a este fin no es sino una razón instrumental que nos desrealiza, y que a su vez pierde el sentido por el cual ella misma existe: la de simple servidora de la libertad.
Vemos cómo la tan denostada utopía interpretada como un sueño irrealizable no es sino lo contrario: la expresión racional que busca la realización de aquello que, por ser lo más real que hay en nosotros, nos permite diferenciarnos de lo que no somos. La realización de la utopía no significa el fin de la razón utópica, dado que uno de los atributos que más nos distinguen de los otros seres, y que por tanto más definen nuestra realidad, es nuestro poder creador. De ahí que dicha razón tenga en este sentido el significado literal de la palabra griega: en ningún lugar. Lo cual no significa que no se pueda realizar, sino que el poder de creación es ilimitado, y que, por tanto, lo que está por crear, necesariamente, no está en ninguna parte, pero que, por el contrario, es desde nuestra más auténtica realidad, que no es sino nuestro lugar absoluto u hontanar inagotable de realización, desde donde nuestra razón, que es por esencia utópica, realiza sus proyectos de autorrealización creadora.
Conforme a lo anterior, vemos cómo la razón y la fe se aúnan en la razón utópica, pues ser creadores significa dar un nuevo sentido al futuro, pero siempre que sea un sentido por el cual nos podamos reconocer como nosotros mismos, lo cual solo es posible si nosotros somos el patrón de sentido de la realidad, o lo que tiene sentido por sí mismo. Pero esto no es sino una síntesis entre ciencia e imaginación. Aquí la fe sería la certeza sobre el sentido de nuestro futuro, aunque éste en su novedad específica nos sea aún desconocido. Esa es la esencia misma de la fe: certeza en el sentido de lo que nos es desconocido; y asimismo la de la ciencia, pues solo porque lo que se conoce por ella tiene algún sentido, pero no todo el sentido que se espera, se considera necesario seguir buscando.
Con el cristianismo, y después con el marxismo, la dialéctica entre fe y razón se hace plenamente consciente, habiendo tratado ambos de encontrar la justa relación entre ellas, aunque la razón posee su referente esencial en lo existente que nos es accesible, y la fe en lo que se oculta, o bien como realidad no desvelada, o bien como posibilidades no descubiertas. Ambas han coincidido también en que el sentido del aquí y ahora de la llamada realidad deja bastante que desear, y por lo tanto el verdadero sentido no pertenece esencialmente a la misma. De ahí la desvalorización del mundo tal y como lo entendía el cristianismo, y la sed de futuro de la utopía marxista. En el fondo ambos son, en sus formas más comprometidas, una rebeldía contra el sinsentido del mundo existente. Mientras en el cristianismo más consecuente se opta por "retirarse" del mundo; con el marxismo tenemos la opción de transformarlo conscientemente, porque como heredero de la Ilustración, su fe en la razón aún no ha quebrado.
El primer pensador de la modernidad que tomó plena conciencia de la separación que se estaba produciendo entre la razón, -cada vez más "objetiva", esto es, más indiferente a los fines humanos-, y la fe en tanto que indisoluble de los mismos, fue Pascal.
La razón mecanicista de corte cartesiano es determinista, y el mundo, es decir, el orden social de su tiempo, no escapa a la visión conservadora de dicho paradigma; lo cual significaba para los espíritus "realistas" que las cosas no podían ser de otra manera. Ahora bien, para los menos realistas, pero más auténticos, la situación se había vuelto trágica, pues lo que "no podía sino ser", o sea, los compromisos mundanos, eran la mayoría de las veces lo que no debía de ser desde las exigencias de la fe cristiana, y por tanto, había que apostar.
Desde la sensibilidad marxista de la primera mitad del siglo XX, un pensador adscrito a esta corriente vio en la tragedia de esta primera rebeldía contra el sinsentido del orden mundano una de las fuentes del pensamiento dialéctico, en el que el Sí y el No son los protagonistas esenciales del mismo. Y en una obra titulada El hombre y lo absoluto aborda la investigación de lo que él considera el origen de una dialéctica que hoy se da precipitadamente por concluida . Este marxista capta la tragedia de un pensador y científico excepcional, Pascal -que además es un creyente que no hace concesiones-, siendo innegable la afinidad y simpatía que como dialéctico siente por él, pues ambos, uno desde su pesimismo en relación al orden mundano, y el otro con su fe en el orden futuro, no dejan de ser hombres trágicos que apuestan abiertamente por el sentido que ha de venir, aunque necesariamente hay que vivir en la mezquindad del sentido de lo existente.
Este pensador es Lucien Goldmann, uno de los intelectuales más prestigiosos de los años sesenta en Europa. De origen rumano, se afincó después de la Segunda Guerra Mundial en París y más tarde ocupó un cargo en la Universidad Libre de Bruselas, donde dirigió el Centro de Sociología de la Literatura. En su corrículum intelectual es de destacar la influencia del filósofo marxista Georg Lukács, de quien fue discípulo, además de la orientación hegeliana. Con tales ingredientes, este autor contribuye con sus investigaciones a la creación de una ciencia seria, rigurosa y positiva de la vida del espíritu en general.