Rosa Mª Almansa Pérez
Profesora de Historia Contemporánea.
En los discursos que se erigen hoy como alternativos a la crisis sistémica que padecemos subyace una serie de claves que es preciso tratar de desvelar y reflexionar con calma al objeto de comprobar si constituyen o no soluciones más o menos factibles o definitivas a la misma. Aunque son, en este sentido, diversos los autores y tendencias, y aunque, en ellos, los énfasis en determinados temas o aspectos pueden variar más o menos, salta a la vista que existe un conjunto de presupuestos básicos de partida que, en general, se comparten, y que no siempre salen explícitamente a la luz.
Profesora de Historia Contemporánea.
En los discursos que se erigen hoy como alternativos a la crisis sistémica que padecemos subyace una serie de claves que es preciso tratar de desvelar y reflexionar con calma al objeto de comprobar si constituyen o no soluciones más o menos factibles o definitivas a la misma. Aunque son, en este sentido, diversos los autores y tendencias, y aunque, en ellos, los énfasis en determinados temas o aspectos pueden variar más o menos, salta a la vista que existe un conjunto de presupuestos básicos de partida que, en general, se comparten, y que no siempre salen explícitamente a la luz.
Partamos, no obstante, de su carácter, en general, positivo. Es decir, se trata de discursos necesarios en cuanto tentativas -más o menos estructuradas, coherentes o sistematizadas- de ofrecer alternativas a las contradicciones insalvables a las que se encuentra abocada la sociedad hoy. Y son positivos también, en general, porque suelen apelar a lo más noble de nosotros mismos: al altruismo y la generosidad, a nuestro carácter o potencialidades creativas; o bien a nuestra condición de seres ligados inextricablemente a la totalidad del cosmos, y, por tanto, necesitados de la re-ligación universal con todos los seres y criaturas del mismo, especialmente tras la escisión vivida en el último siglo. Asimismo, suele tratarse de mensajes que no eluden plantear la gravedad de problemas como la crisis de recursos energéticos mundiales -y, por tanto, la necesidad de su sustitución por fuentes de energía renovables-; la crisis ecológica global -y, por tanto, la urgencia de reducir el consumo a niveles “lógicos” o “sensatos”-; la crisis financiera internacional-cuyos orígenes se situarían, según tales discursos, en una codicia desmedida, por lo que se hace inevitable poner límites a la acumulación de riqueza en los agentes económicos-; la crisis humanitaria en general -para la cual deberían aplicarse igualmente las recetas anteriores (sobre todo la limitación de la competencia capitalista)-; la crisis de la representatividad democrática, con partidos que son en realidad expresión de los grandes poderes económicos, etcétera.
Ahora bien, nos preguntamos: ante desigualdades económicas astronómicas -nunca antes concebidas en toda la historia humana-, ante la debacle de países enteros, que caen como fichas de dominó unos tras otros por las especulaciones financieras de un puñado de grandes corporaciones, ante la muerte por inanición o la situación de pobreza extrema de casi las tres cuartas partes de la humanidad, el hecho de plantear poner frenos a la codicia, ¿puede entenderse como un discurso “alternativo” al sistema, como a veces se hace? No parece razonable pensar que las objeciones puestas por algunos al egoísmo y la insensatez mayúsculos de muchos conviertan a tales objeciones en radicales (en el sentido de ir a la raíz de las cosas) ni, mucho menos, en revolucionarias (en el sentido de forzar a un cambio de paradigma). Asegurar que resulta vital reducir el consumo energético cuando las fuentes de energía convencionales se agotan, o cuando tenemos en ciernes un colapso ecológico total, no es sino de sentido común. Y, de hecho, es a este último al que se apela en demasiadas ocasiones (lo cual no parece tampoco gran cosa). Que una buena parte de las poblaciones (las que pueden permitírselo) del llamado primer mundo estén abocadas a la vorágine consumista más ciega -impulsadas a ella por la sensación de la “insoportable levedad de su ser”- no implica que distanciarse de esta locura sin freno suponga ya una opción de vida absolutamente crítica con los fundamentos mismos del sistema -con más ramificaciones e implicaciones de las que imaginamos-, ni tampoco que se haya tomado un camino plenamente coherente, y, ni mucho menos, de sabiduría o lucidez sólidas. Esto sería como decir que por el hecho de que no se esté atrapado en las garras adictivas de las drogas o el alcohol ya se es un ser plenamente libre (aunque también hay quien no deja de mantenerlo).
Está, por otro lado, la naturaleza de las soluciones que se plantean. Casi siempre postuladas desde la opción o actuación individual, casi nunca colectiva. Y aquélla, la individual, desde el ámbito de lo privado, casi nunca desde lo público. Así, se nos pide -en un rosario de “pequeños gestos” que no pueden dejar de recordarnos a la debilidad postmoderna por su visión única de las visiones fragmentadas de la realidad- que, como consumidores, adquiramos productos ecológicos, de comercio justo (normalmente sustentados asimismo por pequeñas empresas) y de bajo consumo, reciclemos la basura, militemos en alguna asociación, hagamos de vez en cuando un apagón de cinco minutos en casa o apadrinemos un niño. Recursos de mínimos. O anémicos, dada la gigantesca envergadura de la crisis. Y, a este respecto, es más que significativo el lema de la “alterglobalización”: «piensa globalmente, actúa localmente». ¿Y por qué hemos de actuar exclusivamente desde lo local? ¿No será, nuevamente, por el miedo, precisamente, a lo unitario -concebido como totalitario-, haciéndosenos así caer en el pozo sin fondo de la dictadura de lo múltiple, de lo disperso, de lo inarticulado? De esta forma, sin concebirse que es lo verdaderamente unitario lo que respeta la singularidad de sus partes (como lo hace, por ejemplo, nuestro cuerpo, o nuestro pensamiento, cuando es coherente) y la parte que se impone abusivamente sobre el todo el origen de todo totalitarismo, es como el capitalismo, a pesar de sus abismales contradicciones internas, sigue campando a sus anchas, sin sentirse amenazado por nada o por nadie.
Y es que continuamos anclados en la visión totalitaria postmoderna según la cual lo relativo es lo absoluto, auténtico origen de nuestro naufragio espiritual y de valores, el cual constituye, a su vez, el fundamento de la crisis total en la que nos hallamos inmersos. Y de ahí que no hagan sino surgir, una y otra vez, remedios parciales, actuaciones bienintencionadas pero de alcance limitado -muchas veces voluntario-, rechazos a articular una ética global que trascienda el puro sincretismo, al tiempo que proliferan imperativos éticos que no parten de una nueva ontología, sino, al fin y al cabo, de un casi omnipresente pragmatismo: hay que compartir, limitar, distribuir..., porque el planeta no da para más o porque la catástrofe global toma serios tintes de irreversibilidad. ¿De verdad podemos esperar grandes resultados si hacemos las cosas porque no queda más remedio? Es, creemos, precisamente este planteamiento lo que nos da la medida de la profundidad de nuestra crisis, de hasta qué punto hemos perdido la confianza en nosotros mismos, hemos dejado de concebir nuestra humanidad llamada al logro de la plenitud de su evolución y, por tanto, a los más nobles logros y realizaciones (y, en tanto que nobles, en armonía con todos los demás seres del mundo).
Sólo desde la comprensión profunda de que nuestro ser está llamado a ser singular sólo desde la solidaridad y solidario sólo desde el logro de nuestra singularidad (que no es peculiaridad, ni excentricidad, sino, justamente, lo mejor de nosotros mismos, que es, al contrario de lo que suele creerse, lo que nos hace únicos, mientras que es lo vulgar lo que nos convierte en “cualesquiera”); sólo desde esa comprensión, decíamos, que constituye la verdadera alegría de la existencia, es concebible el logro de la fe y la fuerza suficientes para lograr nuestra transformación y la de nuestro mundo. Ya no se trata, pues, únicamente de “poner límites” a nuestra codicia (que en el fondo, pues, continúa legitimándose: nos podemos lucrar en sus “justos términos”), sino de vivir como un presente (en el sentido de que se presencia justamente y de que constituye un auténtico regalo) para sí mismo y para los otros. Y viceversa. Ya no se trata, pues, meramente de “desmaterializar” la felicidad (¿desde cuándo ha estado basada la verdadera felicidad en la posesión material?), haciendo de la necesidad virtud, sino de concebirnos por fin como seres netamente creadores (hasta ahora, en su inmensa mayoría, gravemente limitados en sus potencialidades humanas), la plenitud de cuya existencia consiste en la dignidad de dar y en la alegría de recibir lo mejor del otro.
Tampoco se trata, pues, de concebir una sociedad más volcada hacia el “ocio” -visión, no lo neguemos, que no deja de ser algo triste y poco imaginativa, que viene también concibiéndose por diferentes intelectuales. Se trata de mucho más: de la búsqueda de la realización plena a través del ejercicio y el desarrollo de la vocación, único camino para el desenvolvimiento del ser humano integral. Éste debe ser, y no otro, el pivote sobre el que gire la nueva sociedad: el trabajo libre. Sólo así todo lucro (concebido éste como toda recompensa que sobrepase la restitución en sus condiciones óptimas iniciales del desgaste de nuestra fuerza de trabajo exclusivamente) podrá ser visto como lo que auténticamente es: la utilización de uno mismo y de otros como puro medio, y no como fines en sí mismos. Es por ello que el nuevo ser humano que nazca de esta crisis paradigmática será el que nos presencie como fines en sí mismos. Habremos dado entonces, pues, el auténtico paso evolutivo a nivel espiritual: el de la recuperación, en un nivel superior, de nuestra propia inocencia.
(Recomendamos relacionado con este tema: El fin de un mundo y el nacimiento de uno nuevo y Los límites del estado de bienestar, la Justicia y el nuevo sujeto social.
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