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Francisco Almansa González |
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Webislam, en la persona de su editor, Hashim Cabrera, ha tenido la gentileza de publicar una entrevista a Francisco Almansa, filósofo y editor de este portal. El cuestionario planteado consta de siete preguntas que llevan el título genérico de Diálogos para trascender la Dualidad, y ha sido realizado también a otras personalidades del pensamiento y la espiritualidad contemporáneos, como Regla Contreras, Teresa Forcades e Ibrahim Albert.
Comienza así la entrevista:
Navegando por la red me encontré frente a un portal que me llamó
poderosamente la atención, por su proximidad espaciotemporal y también
por las afinidades y concomitancias que pude hallar con otras propuestas
contemporáneas que tratan de encontrar vías de superación del ya viejo
paradigma mecanicista, y que indagan tanto en la nueva ciencia como en
las tradiciones de sabiduría. Propuestas que inciden en las idea de
unidad, unicidad, integración, etc.
He tenido el gusto de participar también, como conferenciante, en
el marco de ese proyecto de pensamiento, y así he podido constatar que Aletheia
es lo que dice ser: un grupo de personas que se niegan a dejar de serlo
y que, para lograrlo, “tratan de actuar, pensar y amar de tal manera
que eviten que lo anterior suceda”. Marxismo utópico, cristianismo no
institucionalizado, filosofías y tradiciones de sabiduría de oriente y
occidente, aparecen tras el proyecto Aletheia con una vocación de
diálogo, de síntesis, de superación de viejos paradigmas. Al plantearle,
durante la entrevista, sobre la conveniencia de usar un perfil,
Francisco Almansa dice:
— “Creo que tanto para llegar a conocerse hasta donde esto sea
posible, como para conocer a una persona, es necesario saber cuáles son
las preguntas que realmente se plantea con seriedad; porque si es así,
su vida misma tratará de ser una respuesta a las mismas.
Dos fueron las preguntas que más insistentemente se presentaron en
mi juventud, porque a su vez surgieron de experiencias que yo
denominaría como relativas a la perplejidad de ser. La primera fue tomar
plena conciencia de ser, pues se puede vivir mucho tiempo sin
percatarse de tal condición, y a su vez, y simultáneamente, percatarse
del misterio de la propia identidad y de la maravilla de la conciencia. Y
lo importante de tales preguntas, a mi parecer, es que no fueron
inducidas desde el exterior, pues por aquél entonces la filosofía me era
desconocida y el medio cultural en el que me desenvolvía no se
preocupaba mucho por tales cuestiones; éstas fueron espontáneas, y de
ahí el valor de la experiencia. Por otra parte, mi primera formación fue
técnica, y, por lo tanto, muy relacionada con ciertas ramas de la
ciencia, lo que también me llevó a plantearme la pregunta sobre el
misterio de la razón. Y por último, la experiencia vivida de la realidad
cotidiana, tanto en el trabajo como en las relaciones familiares,
sociales, etcétera, del difícil ajuste entre el ser y el deber ser. La
filosofía fue para mí el fruto ya maduro de tales experiencias, pero
afortunadamente, cuando accedí a su estudio, las distintas filosofías ya
estaban en crisis; lo cual me facilitó la tarea de pensar por mí
mismo.”
Hashim Cabrera. En algún texto has llegado a decir: “…una de mis convicciones más firmes es que la desacralización del mundo constituye una de las causas fundamentales en orden a su fracaso. Sin embargo, el hablar sobre lo Sagrado, no cabe duda, constituye más que un reto, un peligro”. ¿Por qué supone un riesgo hablar de lo sagrado?
—Francisco Almansa. A mi entender, el hablar de lo sagrado es peligroso porque para lo Sagrado no existe un lenguaje universal, con lo que se corre el riesgo de verterlo en lenguajes que dejen en Él la impronta de aquello en relación a lo cual los mismos se estructuraron como tales. Es evidente que el lenguaje de la ciencia es uno de los menos adecuados para tal fin, pues ésta busca por principio en sus objetos aquello que los hace determinables y, por lo tanto, predecibles.
Sin embargo, el gran paso adelante de las grandes religiones, en relación al pensamiento mágico del hombre primitivo, es que postulan la existencia de una Realidad cuya relación con la misma no depende de la iniciativa humana, sino de dicha Realidad. Y precisamente, tanto en la ciencia como en la magia, la iniciativa puede partir perfectamente del hombre; estando ambas en posesión respectivamente de métodos y “técnicas” que le permiten interpelar a los objetos/sujetos con los cuales se relacionan. Digamos que dichas praxis son demasiado soberbias para captar la trascendencia de lo Sagrado, pues con Éste, como nos enseñan las religiones proféticas, se puede llegar a Pactos, siempre que la iniciativa parta de Él.
Se puede objetar, no obstante, que estas religiones han desarrollado lenguajes propios en relación a lo Sagrado; sin embargo, el núcleo central de los mismos lo constituye el símbolo, el cual es siempre un lenguaje frontera, que por lo mismo respeta lo que viene allende de la misma. En este sentido, se puede decir que los místicos de todas las religiones son también hombres de frontera, y por eso su lenguaje, cuando se refiere a lo Sagrado, está lleno de poesía; pues en ella, la palabra busca la síntesis que a primera vista parece imposible entre la Libertad y la Verdad. Pero, ¿no es acaso en lo Sagrado donde buscamos la unidad de ambas?
Sin embargo, también hay que decir que el rico y fecundo lenguaje simbólico de las religiones adolece en la actualidad del poder de interpelación que en otros momentos históricos poseyó. Tales lenguajes parecen hoy oprimidos por gramáticas que los codifican excesivamente en unos casos, en otros lo someten al reduccionismo de la literalidad de los textos, y, por último, haciendo concesiones a los tiempos y compitiendo por el mercado de los fieles, acaban banalizando sus lenguajes, y con ello sus mensajes. Ahora bien, esto es lo que a nuestro entender constituye la enfermedad mortal de lo Sagrado: su banalización.
No obstante, creo que lo Sagrado se revela en la Palabra cuando el hombre, arrancándose del ruido ensordecedor de un mundo enloquecido, capta la trascendencia de ciertas palabras que hasta entonces habían sido usadas como se utiliza una herramienta cualquiera. En ese momento, por ejemplo, la palabra Amor ya no se puede poner junto a cualquiera otra palabra en un lenguaje que tiene su objeto más allá de sí mismo. No. En ese instante, la Palabra misma se hace Amor.
H. C. : Sagrado y profano son conceptos que surgen de una experiencia y
una conciencia duales. La idea de lo Sagrado que ofrece el pensamiento
moderno trata de acotar parcelas de experiencia abiertas a la vida
trascendente, junto a otras en las que lo trascendente está vedado en
aras de lo pragmático, de lo materialmente objetivable y cuantificable.
Esta polaridad, su naturaleza conceptual, ahonda precisamente en la
desacralización, en la fragmentación y en la promoción de un ser humano
desalmado, pero también ha propiciado, entre otras cosas, el auge de
las tecnologías. Ahora vivimos en el contexto de una globalización que
amenaza con llevar esa manera de pensar y de vivir hasta sus últimas
consecuencias y que, al mismo tiempo, ofrece alternativas inéditas al
pensamiento y a la creación. En el contexto de un modelo crecientemente
tecnológico, ¿en qué ámbitos de la experiencia humana se manifiestan
la idea y la experiencia de lo Sagrado?
— F. A.: Dices, en la segunda cuestión que propones, que “Sagrado y profano son conceptos que surgen de una experiencia y una conciencia duales”. Así como: “esta
polaridad, su naturaleza conceptual, ahonda precisamente en la
desacralización, en la fragmentación y en la promoción de un ser humano
desalmado, pero también ha propiciado, entre otras cosas, el auge de
las tecnologías”; y veo en estas frases que es en el dualismo donde
se hacen radicar tanto el fracaso del hombre contemporáneo como,
asimismo, algunos de sus más espectaculares éxitos, como es el hecho
tecnológico. Sin embargo, y estando de acuerdo en que el dualismo
significa vivir en el desgarro, creo que es importante verlo más como
el producto de la clausura de un mundo en el que se revela una
esterilidad absoluta tanto para alumbrar fines trascendentes como
inmanentes.
Para las religiones proféticas, este mundo
era, o es, más un camino que un fin, pues éste último radicaba en el
espacio sagrado de la trascendencia. Asimismo, el marxismo, el hijo
secularizado de estas religiones, también columbró un fin en el seno
mismo de la inmanencia de este mundo, al que llamó comunismo. El
dualismo, pues, lo que para mí representa es la crisis del Fin.
Cuando
la ciencia decretó la absoluta inmanencia del mundo, y la filosofía
renunció a su fin absoluto, que es la búsqueda de la Verdad (Laplace y
Nietzsche como dos máximos representantes de estas posiciones), se
quiso certificar con ello la muerte de todo Fin. Sin embargo, quien
perdió con dicha renuncia fue principalmente la filosofía, y con ella
el pensamiento libre; pues sólo es libre el pensamiento que trasciende
los límites de cualquier objeto, se afirma como uno, como una dimensión
necesaria para la afirmación a su vez de la unidad integral del
sujeto. Sin un pensamiento libre, tal y como lo hemos definido, el
sujeto cae irremisiblemente en el dualismo de la obstinación –que no es
sino una afirmación irracional de sí- y del deseo, que es la
degradación del amor por una dependencia en relación a lo que no es.
La
«caída», pues, del pensamiento en el objeto, es lo que lo hace
aparecer como de «naturaleza conceptual» a la polaridad del dualismo. No
obstante, el concepto es, por su propia naturaleza, superador de lo
polar, pues por él se obra el milagro de unificar lo múltiple, haciendo
por ello posible singularizar sus diferencias. Gracias al concepto de
instante, dos instantes pueden ser relacionados, y, por tanto,
comparados; lo cual supone poner de manifiesto sus respectivas
singularidades. Y cuando hablo del concepto, no lo hago en el sentido de
autoobjetivación del mismo pensamiento, sino de su ser esencialmente
relacionador ante todo aquello que no coincide plenamente consigo mismo.
Es, en este sentido, plenitud de amor, pues sólo el amor procura unir
sin violencia -o sea, respetando su diferencia real- lo que aparece
como separado y, sin embargo, posee una esencia común.
Pasando
a la pregunta sobre «¿En qué ámbitos de la experiencia humana se
manifiestan la idea y la experiencia de lo Sagrado?» en un contexto
denominado como «modelo crecientemente tecnológico», creo que, en primer
lugar, tendríamos que responder sobre el papel que juega dicho modelo
en la forma como los hombres se relacionan entre sí y cuáles son las
metas que en función del mismo se proponen. La tecnología no es sino un
medio por el que pueden realizarse posibilidades exclusivamente
pertenecientes a las esferas materia-energía y espacio-tiempo. Y cuando
la clasificamos en la categoría de medio, lo que estamos diciendo es
que es una forma de ser totalmente relativa, y, como tal, carente de
fines propios. En la tecnología, además, es donde se concilian
perfectamente el absurdo y el determinismo, pues cualquier tecnología,
sin la referencia externa por la cual fue concebida, aparece como un
conjunto absurdo de relaciones; pero una vez desvelado el fin externo
de las mismas, lo que rige entre ellas no es sino un plan determinista,
y, por tanto, predecible, para alcanzar el objetivo propuesto.
Este
modelo es el gran Leviatán de nuestro tiempo, pues, para el hombre, la
Tecnología es el paradigma del poder y, en la confianza que en ella ha
depositado, a ella se ha entregado sin la menor reserva. El modelo
tecnológico significa, conforme a lo anterior, el triunfo casi absoluto
de lo relativo, de lo que no posee un fin en sí mismo, y, por lo
tanto, de lo que tampoco posee un valor en sí mismo. Es la eliminación
de la comunión entre los hombres en relación a un fin común, que a la
vez que los une pone en cada uno la responsabilidad de su consecución,
interpelándolos de esta manera como hombres libres en la unidad del
Fin. Y un fin sólo puede ser verdadero si nos interpela como hombres
libres, a la vez que nos afirma en la comunión de nuestra unidad
original.
Como lo Sagrado es el paradigma de lo que vale por Sí Mismo y de lo que constituye a su vez un Fin en Sí Mismo, el
ámbito de lo Sagrado en el contexto del modelo tecnológico que ya se
encuentra plenamente globalizado, hoy se halla, a mi parecer, como
semilla en el corazón de multitud de seres humanos pertenecientes a
todos los rincones de este mundo, a todas las confesiones religiosas,
como, asimismo, al grupo de los no creyentes. Es la experiencia de
poder mirarnos como hermanos que buscan vincularse entre sí, más allá
de sus propias tradiciones históricas, conforme al sagrado proyecto de
que cada hombre sea tratado como un valor en Sí Mismo, y nunca como un
medio.
H. C.: ¿Es posible y deseable vivir más allá del pensamiento o junto a él?
¿Cómo podría el ser humano en ciernes acceder a una conciencia
integrada e integradora, unitaria, solidaria, capaz de trascender ese
pensamiento dual y mecanicista que nos ha legado la modernidad y que hoy
por hoy ya no nos sirve?
—F. A.: El pensamiento libre es la forma de conciencia que, por su poder de
trascender la particularidad o la contingencia de los objetos, nos
hermana como sujetos por la palabra. Como forma de conciencia que
alcanza su plenitud, es, a su vez, una dimensión afirmadora de las otras
formas de conciencia. El pensamiento libre, que es por tanto creador,
busca la unidad entre lo objetivo y lo subjetivo, que no es sino la
unidad entre lo determinable y la libertad en la que ésta -la libertad-
sea esencialmente la ley de lo cuantificable. Es, por lo tanto, amor
que concilia a los opuestos para alcanzar la armonía del ser. Un
pensamiento dual se corresponde al verdadero pensamiento como el deseo
se corresponde con el amor. Es la negación misma del pensamiento, pues
su fin no es el hermanamiento como sujetos por la palabra, sino
agruparnos bajo los imperativos de objetivos externos a nosotros mismos.
El
pensamiento dual y mecanicista es el resultado de la identificación
entre necesidad y razón, que el racionalismo metafísico y la modernidad
establecieron como un dogma, con el fin de «liberar» al pensamiento de
la «arbitrariedad» de los dogmas religiosos; pero con ello, si bien
contribuyó al desarrollo de la Ciencia y de la Técnica, sin embargo, la
dimensión espiritual del hombre fue desplazada y sustituida por un yo
atomizado, que si bien fue el motor en el reconocimiento de los
derechos individuales, y con ello la piedra angular del sistema
democrático, este mismo yo, en su aislamiento radical, se autofagocitó
hasta quedar reducido al fantasma que hoy compite por «ser», bajo el
refugio de cualquier «nosotros». El «hombre sin identidad» de J.P.
Sartre y de M. Foucault no son ya seres pensantes a la manera como
Descartes aún concebía al hombre, sino que son seres que utilizan el
pensamiento como se puede utilizar un bolígrafo.
Yendo,
por tanto, a la pregunta sobre si es deseable vivir más allá del
pensamiento o junto a él, mi respuesta a la misma es que lo no deseable
es vivir conforme a un yo para el cual todo es un medio. Un yo para el
que ya nada posee un valor en sí mismo, porque él mismo se siente
desvalorizado.
La modernidad no es, en esencia, sino la
forma como el yo arrogante que surge del renacimiento y se afirma con
el optimismo burgués del progreso, se piensa a sí mismo; y desde ese
pensamiento de sí juzga el pasado, su presente, el porvenir, y marca
con el orgullo que en su momento le caracterizó, los límites entre lo
profano y lo Sagrado, con lo que la forma esencial de todo dualismo
quedó institucionalizada.
El hombre quiso diferenciarse
radicalmente de lo Sagrado y le asignó a éste el lugar que a su
parecer le correspondía. Y no sólo el pensamiento, siervo de ese yo
arrogante, suscribió el dualismo que el yo había decretado, dándole
legitimación mediante ideologías que significaban ipso facto la
negación de su propia esencia -pues ¿qué se puede decir de un
pensamiento que a sí mismo se autocalifica de ideología?: que no le
queda más opción que hacerse instrumental-, sino que las instituciones
de lo Sagrado acabaron por aceptar la versión más conservadora de ese
hombre-yo, en una relación simbiótica entre ambos que les protegía de
la erupción amenazante de ese nosotros plenamente secularizado que fue
el proletariado; sujeto histórico que superó transitoriamente el
individualismo burgués en tanto luchaba por su liberación.
La
cuestión, por tanto, a mi entender, para acceder a la conciencia
integrada e integradora, pasaría por una manera de concebir lo Sagrado
-sin concesión alguna, por supuesto, para hacerlo más digerible- que sea
también válida para el laicismo, haciéndole ver de paso sus propias
carencias. La escisión radical entre la esfera de lo Sagrado y la
secularización de la sociedad ha revelado un problema de primera
magnitud sobre la cuestión de la legitimación del orden moral y las
fuentes del mismo. El vacío que progresivamente ha ido dejando el
repliegue de las religiones, en cuanto a legitimadoras del orden moral,
ha sido en gran medida colmado por el relativismo; lo cual ha
desencadenado una reacción violenta de afirmación por parte de numerosos
grupos religiosos que, repudiando cualquier hermenéutica aplicada a
los textos sagrados, se pretenden los legítimos intérpretes de los
mismos. He aquí otra muestra del dualismo que amenaza la convivencia en
paz entre diferentes sociedades y grupos humanos.
Ambos
-integristas y relativistas- son conscientes de lo irreconciliable de
sus posiciones, porque, curiosamente, para ambos hay algo «sagrado» que
defender, que con el triunfo del contrario se perdería
irremisiblemente. Sin embargo, hay algo también que ambos tienen en
común: y es que para ellos el ser humano no tiene nada de sagrado. De
ahí que se le instrumentalice, se le explote, se le humille, se
convierta en mercancía o en objetivo a eliminar. Muchos dirán que ellos
no participan en tal hecatombe diabólica, pero sin compromiso activo
no hay inocencia. Y es éste el punto donde deseaba arribar, pues si
algo hay olvidado en este mundo, y la filosofía no es ajena a ello, es
precisamente el tema de la Inocencia y su relación con lo Sagrado.
Toda
relación con lo Sagrado exige ante todo que, aun en el desconocimiento
intelectual que de Él se tenga, nuestro ser entero responda con la
transparencia y la mismidad que corresponden a la Mismidad y
Transparencia desde la que se nos interpela. Son, por decirlo así, las
galas que el hombre ha de vestir ante lo Sagrado. Porque lo Sagrado es
la Ley que nos hace Presentes como Fines en Sí Mismos, y, como tales,
hemos de hacernos Presentes. Pero esto es precisamente el Ser Inocente,
presenciar al otro por sí mismo, como un Fin Original que no puede
jamás ser utilizado como un medio. Y este presenciar no es un simple
«verlo» por sí mismo, sino un actuar para que así sea. Esta inocencia
activa, que dicho sea de paso es la única inocencia, es Ley de leyes; y
por eso, una ley social en relación a la cual se nos juzga inocentes o
no puede ella misma no ser inocente.
Decía que lo
Sagrado es Transparencia, porque la transparencia es lo que nos permite
ver, precisamente porque a ella no se le ve. Es la humildad de lo
realmente grande. Como Transparencia perfecta es la que permite que nos
presenciemos unos a otros por lo que realmente somos; y somos
singularidades que buscan hacerse presentes. He aquí porqué llamo a lo
Sagrado Inocencia Absoluta: porque nos afirma como singularidades, y su
mediación es la que nos permite presenciarnos unos a otros como tales,
y nunca como medios.
Un medio es lo que puede ser
utilizado porque en su esencia está, precisamente, el no ser sí mismo; y
justo por eso, nada tiene de Sagrado, que, como tal, es absoluta
Mismidad. Sin embargo, la ley vigente en el mundo actual es la del
medio (lo que en sí mismo nada es), por lo que aquello que no «sirve», o
sea, actúa como medio, se le margina o simplemente se le aniquila con
procedimientos más o menos sutiles.
¿Qué hacer? Pues
que nuestra «inocencia» pasiva se convierta en activa y sea la ley de
nuestro amor, de nuestro yo -sobre todo de éste- y de nuestro
pensamiento; como, asimismo, se transforme en Ley de leyes, pues éstas
sólo nos contemplan desde una homogeneidad instrumental que persigue
que todo siga como está, tratando de regular los conflictos que,
precisamente, surgen de hacer que todo siga como está.
Hashim Cabrera. El desarrollo de las tecnologías parece abocarnos a
una deshumanización irreversible. Sin embargo, en tus reflexiones
aparece con insistencia la necesidad de los valores y su naturaleza
consustancial a lo humano. ¿Cómo puede desarrollarse una cultura
humanista en el marco de una concepción tecnológica y meramente
instrumental de la existencia humana?
— Francisco Almansa.
El desarrollo de las tecnologías no es en sí misma, a mi parecer, la
causa de la deshumanización en la que nuestro mundo se desliza, sino que
dicha deshumanización es el síntoma que anuncia el fin de un modelo
de relaciones humanas basado en la competencia como motor del progreso
material. Las tecnologías son, por tanto, los medios por los que
dicha competencia se hace más eficaz. Pero la competencia establecida
como ley universal de la superación tanto de los individuos como de los
grupos humanos, no es sino el mito que surge paralelamente con la
desacralización del mundo occidental; pues perdida la referencia en
relación a la cual cada uno se esforzaba en ser él mismo -ya que lo
Sagrado interpela para hacernos presentes conforme a nuestra
singularidad-, el ser uno mismo cuando no existe ese horizonte de
referencia queda reducido a llegar a ser más que los otros «en algo».
Por ese «algo» cada uno busca reconocerse como el que es; pero para ello
es necesario que los otros sean menos que uno precisamente en ese
«algo». Y cualquier «algo» sirve, siempre que los otros nos tomen como
referente. Lo importante, cuando el referente absoluto de nuestra
identidad se ha perdido, y, por lo tanto, nos hemos convertido en unos
desconocidos para nosotros mismos, es llegar a ser más que los otros en
cualquier cosa. La identidad ha sido sustituida por la cantidad.
La competencia no es solamente la consecuencia de la desacralización
del mundo, sino que además es el competidor más directo de lo Sagrado;
pues éste es el que da el Sí para que seamos nosotros mismos, lo cual
significa que nos valoriza para que nos valoricemos los unos a los
otros, como, asimismo, valoricemos. O sea, demos, asimismo, nuestro «sí»
como acto de gratuidad inherente a la vida cuando ésta se manifiesta en
su plenitud. Pero en el competir se busca la desvalorización del otro,
así como la desvalorización de todo aquello que no nos sirva para ser
«más».
Es una vida, sencillamente, parasitaria de todo
lo que posee valor real, pues explota y utiliza como un medio todo
aquello que es un valor por Sí mismo. Incluso de lo Sagrado pretende
sacar «algo», ya que frente a la franqueza de aquellos que en su momento
lo negaron abiertamente, viéndolo como “el opio del pueblo”, el sistema
de la competencia -considerándose, asimismo, como paradigma de la
tolerancia, o sea, que tolera lo Sagrado-, se convierte en el árbitro
absoluto de lo divino y lo humano. Y su técnica siempre es la misma: la
desvalorización del ser real y de los fines que le son inherentes,
paralelamente a la valorización de lo que no es nada en sí mismo: el
medio (técnica, dinero, imagen, sueños, etc.).
Un
proyecto de cultura humanista pasa necesariamente por poner lo que es
auténticamente real, o lo que vale por sí mismo, como ley incondicional
de todo aquello que simplemente es un medio, y que, por lo tanto,
sólo sirve (y nunca ha de ser servido) para la realización de las
posibilidades inherentes a lo real. Un proyecto humanista, por tanto, es
una y la misma cosa que una valorización de lo que posee un valor en sí
mismo. Y lo que posee, a su vez, un valor en sí mismo es todo lo que
por sí mismo puede diferenciarse de lo que no es. De ahí que la vida, en
sus más altas manifestaciones sobre todo, al ser esa realidad que se
diferencia por sí misma de lo que no es afirmándose como lo que es, sea
un modelo de valor en sí mismo.
Para nosotros, la
conciencia es la forma esencial de la vida, que no la absoluta, por
cuanto es la forma de la vida por la que ésta puede diferenciarse de lo
que no es vida. Si la dignidad consiste en actuar conforme a lo que se
es, entonces, sólo la vida, en tanto que conciencia, es con mayor razón
acreedora de la dignidad, pues sólo en la medida que se es vida
consciente puede llegar a diferenciarse netamente del ser que no posee
la vida, y, como tal, actuar como aquello que se es. Por lo tanto, una
cultura humanista es para nosotros aquélla en la que el ser humano, en
su doble dimensión vital (conciencia-cuerpo), sea el patrón de toda otra
realización. O lo que es lo mismo: que toda realización sea relativa a
la afirmación de esta doble, y a su vez una, dimensión vital.
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Jean Baptiste Chardin, Jovencita |
Lo anterior supone la negación de la competición para alcanzar un
reconocimiento que implica a su vez la desvalorización de los otros;
pues la esencia de la conciencia, en tanto que ésta se toma como modelo
de sí misma, arrancándose de los espejismos que la alienan, es la de ser
un patrón de valoración, por lo que el valor de toda realización viene
dado en la medida que afirma más o menos a la conciencia en la unidad e
integridad de sus tres dimensiones esenciales:
- El Yo Inocente que nos afirma como fines en sí mismos.
- El Amor como gratuidad en su dar de sí para afirmar todo otro Sí.
- El pensamiento Libre que, a su vez, nos afirma como lo que somos en la comunidad unitaria de los fines comunes.
En
cuanto al cuerpo, a diferencia del cuerpo animal, que es un cuerpo
instrumental, el humano ha de ser el patrón universal de todo
instrumento; por lo que todo medio instrumental, además del fin para el
cual ha sido concebido, ha de ser también en su uso una fuente de
realización de posibilidades para el propio cuerpo.
Lo anterior, traducido en otras palabras, quiere decir:
- Que toda realización ha de tener como fin la afirmación de la singularidad humana, tanto a nivel de género como de individuo.
-
Que toda realización ha de poseer un valor en sí misma, por lo que su
resultado no busca compensación alguna. Es pura gratuidad.
- Que toda realización no puede ser ajena a un fin comunitario, pues sólo por él adquiere sentido universal.
-
Que toda realización inherente a la afirmación del cuerpo propiamente
dicho cumpla plenamente dicho fin; a la vez que el sentido de dicha
afirmación se incardine en el marco de las realizaciones anteriores.
A
nuestro alcance sólo está, por el momento, el lado espiritual de dichas
realizaciones, que como todo lo espiritual, en su expansión exige una
doble transparencia: por un lado, la transparencia interior o de
aclaración de los auténticos motivos que guían nuestra acción, para lo
cual es necesario saber hasta qué punto somos inocentes activos, si
nuestros actos de afirmación de los otros son gratuitos, y si nuestros
fines realmente se adecuan a conseguir una comunidad humana que funde su
unidad en la afirmación de las diferencias reales del ser. La otra
transparencia, o la exterior, no puede ser otra que la del testimonio
público de la transparencia interior en realizaciones concretas, hasta
donde nuestras posibilidades materiales lo permitan.
(Sigue)