Presidente de la
Asociación Aletheia.
El concepto fundamental en el que se basa
toda política es el de soberanía. Éste rige tanto para la comunidad
como para el individuo. Una comunidad es realmente soberana sí, como tal, se
gobierna por sí misma; de igual manera que los individuos pertenecientes a una
comunidad son soberanos si las relaciones entre ellos no están mediadas por
intereses vinculados a determinados poderes, que hacen que unos hombres sean
unos medios para otros hombres.
La soberanía del individuo en la comunidad
es conculcada desde el momento en que éste no sea considerado como un fin en sí
mismo en todas las formas de relación que hacen del individuo, por vivir en
sociedad, un «sujeto social». Esto es: único y uno más. De no ser
así, aunque goce de igualdad formal, no pasa de ser, desde el punto de vista de
las relaciones de poder internas a su comunidad, un mero «objeto» social.
Simplemente uno más.
Si la soberanía es la piedra angular del
edificio político, la política solo puede ser ética si la propia esencia de la
soberanía lo es. ¿En qué consiste, por tanto, la verdadera soberanía? En
el poder de afirmarnos como lo que realmente somos. Y esto, como venimos
diciendo, tanto a nivel de comunidad como de individuo.
Una comunidad es soberana cuando es ella
la que libremente dispone los objetivos a realizar, y estos
objetivos son tales que su cumplimiento está vinculado al imperativo categórico
de la Vida libre. Esto es: que la afirmación de la soberanía
de cada uno implique la afirmación de la soberanía de todos. Así como a su
versión negativa: que la negación de uno implique la negación de todos.
Solo así, si pierde soberanía, no por ello la comunidad deja de ser comunidad,
y puede recuperar la soberanía perdida.
Una ética, pues, del trabajo no se puede
llevar a cabo sin una auténtica política soberana, y ésta a su vez es realmente
soberana para los individuos si la suerte de los mismos está vinculada por el
imperativo categórico de la Vida Libre. La soberanía, por
tanto, no es un poder sobre los otros, sino el poder de nosotros mismos, en la
medida que se nutre de la savia que surge del verdadero humus del Ser: El
Amor, la Libertad y la Unidad.
Winstow Homer, La señal de peligro (1890) |
Una de las amenazas más inminentes, así como peligrosas, para la conquista de la auténtica soberanía, viene del intento de convertir un problema que es esencialmente de «relación de fuerzas sociales», y, como tal, de distribución injusta de propiedad y riqueza, en un problema meramente técnico. Pues se considera que el sistema económico, tal y como actualmente existe, es, de la misma manera que la naturaleza, algo que no se puede cambiar. Y las crisis económicas son interpretadas como el fruto amargo de ciertos voluntarismos, algunas veces debido a la codicia de unos pocos y siempre debido a la falta de flexibilidad del mercado de trabajo. Por lo tanto, aquí la ética nada tiene que decir, a no ser exhortar a los ciudadanos para que adecuen sus objetivos vitales a los oráculos de los técnicos, para que los Mercados, de igual manera que antaño los dioses del Olimpo, recuperen la confianza en la sensatez de sus creaturas.
Aquí el dogma que lo determina todo es:
economía=mercado. Y toda la ética cívica y política gira hoy día sobre este
supuesto. Por lo que apartarse del mismo es caer en anatema, tanto para
“sensibilidades” de izquierda como para las “sensibilidades” de derecha. Que el
trabajo sea una mercancía -pues ¿cómo si no hablaríamos de mercado de trabajo?-
es algo éticamente bueno para este sistema; por eso lo injusto sería negar tal
condición al trabajador, ya que eso supondría ir contra el Orden
Providencial del Mercado. En todo caso, siempre hay libertad de elegir. Al
que no le guste concurrir al mercado como mercancía, que se haga emprendedor.
Pues, ya se sabe, el mundo está compuesto por seres con iniciativa y seres más
o menos inertes.
Para recuperar, o, más bien, conquistar la
soberanía como poder de afirmación de lo que realmente somos (y
nunca debemos ser mercancías, pues esto significa ser instrumentos para otros
-debido, en primer lugar, a la forma de distribución de la propiedad-), es
necesario convertir la sociedad segmentada en que vivimos, tanto a nivel
nacional como a nivel mundial, en Comunidad Soberana. Pues si
‘Caín’ significa propiedad, es claro que si nos olvidamos de ésta
para conformarnos con fijar salarios mínimos o proporciones de 1:10, 1:100, etc.,
etc., la fraternidad que de ello salga será tan cainita como la que hasta ahora
ha habido.
Una Comunidad Soberana es el hermanamiento real de sus miembros (todos/as igualmente necesarios) bajo una serie de condiciones, de las cuales solamente vamos a exponer dos, dado que el tema que es objeto de esta reflexión es el trabajo. La primera condición es el reconocimiento de un «cuerpo común». Esto significa, entre otras cosas, que no existan cuerpos para los que los recursos naturales disponibles prácticamente no tienen límites, mientras que a otros cuerpos les bastaría con aquella porción de naturaleza que pueden adquirir en el mercado al precio de un euro diario. La naturaleza no es generosa para unos y mezquina para otros, sino igualmente generosa para todos. Por lo tanto, es «ley natural» que la naturaleza no sea directa o indirectamente -a través del poder adquisitivo- propiedad de nadie, y menos para esquilmarla.
Como cuerpo común, la comunidad tendrá una
“sensibilidad” común, lo cual, necesariamente le hará reaccionar como un solo
individuo, pues solo de esta manera se puede tomar conciencia real y efectiva
de que ciertos problemas son de todos. En una sociedad segmentada como la que
vivimos, los problemas que por su naturaleza afectan al conjunto de la misma,
dada su unidad formal y su segmentación real, de hecho se dejan sentir
principalmente sobre las capas de la población más desposeídas de recursos,
tanto materiales como culturales. Los “otros” nunca parecen tener prisa, pues
los efectos de los problemas los neutralizan temporalmente
para ellos con aquellos recursos que se necesitan precisamente para solucionar
las causas de los mismos.
Para que exista, por tanto, comunidad, es
necesario que se dé una sensibilidad realmente común, lo cual implica, en
primer lugar, considerar la naturaleza no como un simple medio cuya utilización
depende directa e indirectamente del poder de consumo de las sociedades
segmentadas, sino como una realidad autónoma que, precisamente por serlo, es
capaz de producir unos dones que, como tales, no pueden ser
mercantilizados de ninguna manera. El valor de dichos dones
solo dependerá del trabajo necesario para hacerlos útiles a la
vida comunitaria, articulada en lo que hemos de llamar cuerpo
común. Y con esto pasamos al trabajo propiamente dicho como segunda
condición para la afirmación de una comunidad soberana.
El ser humano, aunque puede utilizar su
cuerpo como instrumento, sin embargo, a diferencia de los animales, éste no es
un cuerpo instrumento. Aquéllos nacen con los instrumentos-cuerpo, necesarios
para su supervivencia, y de ahí su pertenencia necesaria a un medio natural
determinado, pues estos instrumentos corporales forman parte de su constitución
genética, y si por los mismos obtienen lo necesario para vivir, también por
ellos se encuentran esencialmente limitados durante toda su vida.
John Constable, La esclusa (1824) |
Los humanos, en relación con el cuerpo animal, se puede decir que poseen dos cuerpos: uno natural, pero, paradójicamente, no apto por sí solo para vivir en la naturaleza; mientras que el otro es artificial, y está constituido por el conjunto de todos aquellos medios necesarios para la realización del trabajo, con los cuales, por ende, se sirve para moverse por cualquier medio natural, y, por lo mismo, dotándose de la capacidad de actuar sobre cualquiera de ellos.
Este cuerpo artificial es el cuerpo
relativo del ser humano. Por él desarrollamos «cuantitativamente» las
cualidades de nuestro cuerpo natural-social, cuerpo esencial o cuerpo
patrón. Y lo denominamos cuerpo patrón porque en relación a él, y
conforme a las cualidades y posibilidades del mismo, se ha de desarrollar el
cuerpo relativo o instrumental. La dignidad del cuerpo humano radica
precisamente en que él mismo ya no es un instrumento, sino un patrón
instrumental. Si a pesar de todo tiene también propiedades instrumentales,
es porque como todo patrón de una determinada manera de ser, ha de poseer el
atributo de aquello de lo que es patrón. Un metro ha de ser necesariamente
longitud; sin embargo, una vez fijada la longitud metro, toda otra longitud es
relativa a su patrón. Pero el cuerpo, a diferencia del metro, no tiene nada de
convencional, es un patrón surgido de la propia evolución natural, por la cual,
y por medio de la desinstrumentalización del cuerpo animal y el desarrollo
paralelo de la conciencia, se ha alcanzado un límite del Ser: el de la
instrumentalidad como síntesis artificial entre naturaleza y conciencia.
Al aparecer lo artificial en el mundo,
éste adquirió un valor de supervivencia para sus creadores, pero a su vez, dada
la separabilidad de los instrumentos de aquéllos que los utilizan, la
enajenación de los mismos por la fuerza o por fraudulentas legitimaciones
ideológicas constituyó y constituye uno de los factores que más contribuyen a
la alienación de las relaciones humanas.
Los instrumentos o los medios de
producción son el cuerpo relativo de la humanidad, y la
apropiación privada de los mismos supone una apropiación indirecta del
cuerpo del trabajador. La apropiación directa del cuerpo del trabajador -como
en la esclavitud-, constituye su cosificación absoluta. La igualación como
mercancías, tanto de los instrumentos de trabajo como de sus patrones-cuerpo,
por el mercado, constituye una cosificación de la persona en su dimensión
esencial de trabajador. Tal hecho supone una «perversión» de la evolución
humana, pues lo que nace como medio liberador es utilizado como algo extraño a
la función en relación a la cual nació. Los instrumentos como medios de
producción artificiales nacieron solamente para potenciar
cuantitativamente las cualidades del cuerpo humano, y no para apropiárselos por
un grupo humano para obtener de tal enajenación un beneficio.
Tal perversión supuso la ruptura de la
comunidad originaria, en la que si bien en ella los individuos poseían poca
conciencia de su singularidad, sin embargo, el grupo actuaba como un cuerpo
común, y, como tal, el destino de cada uno se veía inseparable del destino de
todos. En el origen, por tanto, el trabajo poseía dos dimensiones esenciales,
pues cada uno trabajaba tanto para sí como para el grupo. Por eso la conciencia
de pertenencia a la comunidad era tan fuerte, y el trabajo era a su vez
considerado como una manifestación tan natural de su ser como el respirar o las
relaciones sexuales.
Pelliza da Volpedo, El cuarto poder (1901) |
No habrá comunidad real, sino sociedad segmentada en grupos que compiten entre sí, con individuos que igualmente compiten por los frutos del trabajo, por los dones de la naturaleza o por el trabajo mismo, mientras persista la disociación entre el fin real del cuerpo relativo como potenciador de las cualidades humanas y el fin espurio que históricamente ha sido legitimado por ideologías represivas, al servicio de grupos humanos beneficiarios materiales de dicha disociación.
Por otra parte, la apropiación de los
medios de producción con fines lucrativos lleva a que el trabajo quede
mutilado, tanto en su dimensión personal como en su dimensión comunitaria. Se
ha de trabajar mediatizado por los fines de otros, con lo cual, la dimensión de
realización personal que todo trabajo debe de permitir, o en el peor de los
casos no ser obstáculo para ella, queda subordinada a unos intereses extraños,
por el hecho de que lo que debe de servir de liberación como potenciación
de las propias cualidades, sirve ahora como medio de sometimiento de la
voluntad del desposeído de un patrimonio acumulado desde los primeros
homínidos. Pues nuestra humanización no puede comprenderse sin los instrumentos
y sin el trabajo; dado que por la relación dialéctica entre ambos llegamos a
ser lo que somos. Ser fieles a todo ese proceso evolutivo es una
exigencia humanizadora y, por tanto, ética. Para
ello, es necesario restituir el patrimonio de nuestro cuerpo relativo a su
verdadero propietario: la comunidad trabajadora.
Si todo esto es así en relación a la
dimensión material del trabajo, en relación a la dimensión inmaterial del mismo
no puede decirse otra cosa que «la casa del Padre ha sido convertida en una
cueva de ladrones». Efectivamente, como lo inmaterial es ya del todo imposible
medirlo, lo que se hace es subastarlo. La almoneda y el mercado rigen también
en lo inmaterial, que no es en cualquiera de sus manifestaciones sino la
producción del espíritu. En esta dimensión se ignora por completo que la ley
que rige la misma no coincide con la de la vida material, pues, al contrario de
ésta, toda realización inmaterial es aquélla por la cual nos
reconocemos como nosotros mismos en lo que esencialmente somos. Es por eso
por lo que dicho tipo de realizaciones no producen tampoco ningún tipo de
desgaste[1], pues la propia
realización es la afirmación plena de nuestra mismidad. Nada en ella hay que
recuperar por tanto. Ni tampoco se necesitan recompensas materiales, ya que es
ella misma la recompensa.
Son estas realizaciones las que se llevan
a cabo por amor a su objeto, de tal manera que implican simultáneamente la
afirmación del sujeto como singularidad solidaria. De no ser así,
como sucede en la egocracia, las mejores cualidades pueden transformarse en los
instrumentos más perversos. ¿Qué es si no una gran inteligencia puesta al
servicio de la investigación de armas bacteriológicas, o dedicada a la
especulación de cualquier tipo? Los dones de la naturaleza y del espíritu no
pueden ser subastados al mejor postor, pues es precisamente en los dones donde
el Ser se revela con más transparencia, ya que son realidades que se
afirman por sí mismas. Por lo que su propia afirmación constituye un fin en
sí mismo para sus poseedores, y un presente para todos.
¿Qué conclusiones prácticas pueden sacarse
de lo dicho hasta aquí en relación a un proyecto político que tenga como
metarreferencia en todos sus fines y realizaciones la Ética?
Un ser humano pertenece íntegramente a una
comunidad, y una comunidad existe realmente como tal, si éste se experimenta
como necesario para la misma; y esto solo es posible si:
Darío Regoyos, Salida de la fábrica (1902) |
a) Trabaja; b) su trabajo implica su
realización personal, que es la auténtica manera de trabajar para sí; y c) su
trabajo es un beneficio para toda la comunidad y no para unos pocos.
Luego un proyecto político de libertad y
justicia ha de procurar:
a) Trabajo para todos; b) potenciar el
trabajo vocacional, y en todo caso que éste nunca vaya en detrimento de la
dignidad humana; y c) que todo trabajo redunde en beneficio de todos, en la
medida que directa o indirectamente esté integrado en la realización de un fin
común a toda la comunidad.
Lo anterior implica necesariamente la
implementación de un nuevo tipo de planificación económica que no sea la
«orientativa» del capitalismo, llevada a cabo a partir del New Deal en
EE.UU. y en Europa durante tres décadas después de la segunda Guerra Mundial, y
que respondía no a la consecución de una genuina justicia social, sino al
mantenimiento de la esencia de la egocracia, dado el reto que suponía en
aquellos años el ascenso económico, político y militar de la URSS. Asimismo,
tal planificación tampoco ha de ser conforme al modelo burocrático de esta
última superpotencia, pues una cosa es administrar los recursos económicos y
asignarlos en relación a objetivos jerarquizados conforme a un orden de
necesidades, y otra es que tal jerarquización haya sido establecida con la
legitimidad suficiente para que la consecución de dichos objetivos sea asumida
como responsabilidad de todos y de cada uno.
La alienación creciente entre
administrados y administradores hizo que éstos no viesen más camino para
consolidar los privilegios ya conseguidos, que asumir el marco político
económico capitalista o egocrático. Por tanto, ni planificación egocrática ni
burocrática, pues la única planificación legítima es aquélla que responde a la reconstrucción
de la comunidad humana y a su mantenimiento. Precisamente por ello, la
denominamos planificación comunitaria. Entendida, además, como el factor
vertebrador de la Economía de la Gratuidad, o aquélla
en la que el privilegio consiste en sentirse humano.
Pablo Ruiz Picasso, Niña con paloma (1901) |
El egócrata, que es el hombre del
paradigma del tener, siempre cree que no obtiene lo que se merece según
sus méritos, y como en este punto, mutatis mutandi, se
parece bastante al estadio de la niñez, su comportamiento sirve más de modelo a
imitar por parte del niño que el de la singularidad solidaria. Si
queremos, por tanto, educar conforme al modelo comunitario o
de la Gratuidad del Ser, y no maleducar conforme
al marco egocrático de referencia, que asfixia de hecho el desarrollo integral
de la infancia, el que el niño viva y crezca en un modelo de convivencia
que exija su participación en la consecución de objetivos
verdaderamente comunitarios, es ineludible.
Conforme a lo anterior, se requiere el
establecimiento de un calendario, que si bien sea lo suficientemente flexible
–pues, en este caso, aunque la meta esté definida, sin embargo «el camino ha de
hacerse al andar»- no por eso ha de dejarse al albur de la circunstancias, ya
que éstas las creamos nosotros mismos con nuestros miedos, o lo que es peor,
con nuestras desidias.
La convergencia entre los límites máximo y
mínimo dependería necesariamente de los valores de los mismos. Si éstos están
muy distantes, no solamente el mínimo seguiría siendo demasiado mínimo, sino
que, además, los receptores del máximo dispondrían del suficiente poder
económico para hacer lo que siempre han hecho: sabotear un proceso que
consideran que va contra sus “legítimos” intereses. De igual manera, si
los límites son fijados de forma voluntarista, por mor de justicia,
demasiado próximos, se tendrían dos inconvenientes: a) la reacción incontrolada
de los que supuestamente pierden, y b) la imposibilidad de adecuación gradual
de la estructura económica a la nueva forma de distribución de la riqueza y del
poder de disponibilidad de la misma.
Se necesita, por tanto, una definición lo
más precisa posible en la determinación cuantitativa del valor de
afirmación material, puesto que él nos da la referencia objetiva en
relación a la cual podemos conocer la distancia real de los valores mínimos
vigentes a dicho valor. Con esto ya tendríamos incluso una medida de la
injusticia social, lo cual es una auténtica palanca ética a la hora de
abordar un proyecto que, como todo proyecto de esta índole, encontraría toda
suerte de obstáculos, siendo quizá uno de los que menos se ha de desdeñar el
del pragmatismo apriorístico, siempre encubridor de intereses amenazados o de
cobardías espirituales disfrazadas de “realismo”. Pensemos que a lo largo de
toda la historia han sido precisamente las clases dominantes las que más se han
opuesto al cambio “por pragmatismo”, así como todos aquéllos que viven en su
entorno, suministrándole racionalizaciones legitimadoras del orden existente.
Tenemos, además, que este valor
referencial determinado cuantitativamente, pero en función de determinaciones
cualitativas, que nos definen como vidas humanas en su dimensión material,
serviría a su vez para unificar en una sola variable -esta vez auténticamente
independiente- toda esa dispersión de medidas referentes a la calidad de vida,
que adolecen del relativismo estadístico vigente en la sociología de nuestro
tiempo. Aquí no hay más que una referencia, que es la energía humana
consumida en el trabajo «necesario» para reproducir en condiciones «óptimas»
dicha energía. En qué consisten dichas condiciones óptimas es algo que solo
una actividad interdisciplinar puede dar la respuesta, dada la
multidimensionalidad de nuestro ser vital. Sin embargo, al destacar como factor
incondicional del Valor de afirmación «la reproducción óptima de la
energía humana consumida en el trabajo», se está determinando ese concepto hoy
por hoy tan indefinido de «bien común», y sobre el cual se pretende realizar
otro tipo de economía. Valgan unos cuantos ejemplos:
Claudio de Lorena, Puesta de sol (1642) |
Como se ve, la consecución de un objetivo
tal implica aunar en un solo fin tres formas de acción: la política, la
económica y la científica multidisciplinar. Así como un decidido compromiso
ético.
(Sigue)
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