Caspar David Friedrich, Mañana en las montañas (1822) |
FRANCISCO ALMANSA GONZÁLEZ
Filósofo y Presidente de la Asociación Aletheia.
(Publicado por la revista Avalon en sus números de diciembre de 2010 y enero y septiembre de 2011).
Introducción.
Es el presente artículo un resumen de un pensamiento, el afirmacionista, que tiene como objetivo poner de manifiesto que sólo desde la afirmación -entendida ésta como presencia presenciadora-, lo relativo, la negación y hasta la misma nada no carecen de sentido. Sin embargo, un resumen tan breve para una meta tan ambiciosa necesariamente ha de adolecer justamente de aquello que perseguimos con más ahínco en tanto en cuanto tratamos sobre el Ser: su transparencia. Esperamos, no obstante, que aún en la insoslayable oscuridad de una exposición tan limitada, se nos revele por ella la estrecha relación existente entre los valores que nos definen en nuestra más profunda humanidad, pues todos son presencias del orden de lo Uno, y por tanto indisociables. Esto hace que con su eclipse, o lo que es equivalente, con su disociación, cada valor acabe siendo un puro medio en el espacio que hoy se pretende absoluto de lo instrumental.
El Afirmacionismo o teoría de lo Uno.
El Afirmacionismo es el pensamiento para el que Lo Uno es lo Absoluto. Lo Absoluto es lo que sólo es relativo a Sí, y lo que es relativo a sí es el Ser Necesario, por cuanto su negación es inherente a su afirmación. En lo Absoluto, pues, el cambio sólo es relativo a la afirmación de su Identidad, siendo la identidad absoluta de Uno la que no posee diferencia alguna de sí a sí y, por lo tanto, Nada es.
Esta Nada no es ausencia, sino todo lo contrario: presencia absoluta. Pero una presencia sin determinación alguna y, como tal, ilocalizable. Asimismo, Nada, en tanto identidad absoluta de Uno, es lo absolutamente Indeterminado que hace posible que todo pueda relacionarse de infinitas maneras sin que por ello el Todo deje de ser Uno; pues es la Mediación Universal entre las identidades de sus diferencias y, por tanto, aquella por la que todas se identifican. Esta identificación por Nada de todas sus diferencias es lo que denominamos Transparencia de lo Uno.
Cuando se pone una diferencia, por universal que ésta sea, como mediadora absoluta de las demás diferencias, es imposible la identificación de las mismas, pues por la diferencia el Todo no puede identificarse como Uno. Surge con ello la opacidad del Ser, en la que el Todo nunca puede llegar a ser el Todo, puesto que su identidad más universal es una diferencia, y toda diferencia es relativa. Pero si el Todo es relativo ya no es el Todo.
Cuando en el «Poema del no ser», incluido en el Rg-Veda, se dice: «Ni no ser ni ser había entonces»1, claramente se está aludiendo a lo Absoluto, que es para el poeta-vidente lo que trasciende cualquier diferenciación que, por primaria que sea, siempre habrá de partir de ideas relativas y, por tanto, reveladoras de la impotencia de la palabra para superar el dualismo. Ahora bien, el problema que aquí se plantea no es la imposibilidad de trascender el dualismo por medio del concepto, sino el de establecer la necesaria jerarquía del Ser, que, en tanto que es uno, necesariamente, en su identidad absoluta, siempre está presente en todas sus diferencias, siendo estas formas más o menos relativas a lo absolutamente Uno o Nada.
Es evidente que la empresa de alcanzar lo absoluto mediante el concepto es tarea estéril si lo que se persigue con ello es poseer una idea que no pueda relacionarse con nada, y, por lo mismo, completamente aislada por cuanto se considera absolutamente independiente de las demás, justamente por ser la idea o concepto de lo absoluto. Sin embargo, éste es el error que hay que evitar, pues lo absoluto es la negación misma de todo aislamiento, ya que este último concepto sólo a la parte o diferencia puede ser aplicado: jamás a lo que es absolutamente Uno, y, por lo tanto, Todo, pues nada hay más allá de Él. Lo que constituye la virtud o poder de la idea de lo absoluto es que a partir de ella se nos revelan las restantes formas de ser y no ser en su jerarquía necesaria y en sus implicaciones recíprocas, sin por ello caer en ninguna forma de dualismo, puesto que en última instancia todas se identifican por Nada.
Tenemos, según lo anterior, que, en la medida en que pensamos lo absolutamente Uno como Nada o Presente absoluto, podemos pensar a su vez lo absolutamente ausente, y, por lo tanto, lo absolutamente imposible, por cuanto nunca será un presente. Siendo esta ausencia la que también llamamos «nada». Es evidente que a partir de este concepto de nada, nada puede concebirse, pero, pensada, no obstante, ella sí es concebida. O sea: identificada como pensamiento por la Nada como Presente absoluto. Y es que el Presente-Nada es, a su vez, afirmación absoluta de Uno y negación de cualquier otro presente que lo relativice. Luego lo que se piensa como «nada» es la negación de cualquier otro presente que no sea identificado por Nada. No hay, pues, presencia simultánea y relativa entre ser y no ser cuando se comienza por el Presente Origen y Fin que es la Nada o identidad absoluta de Uno, ya que la ausencia absoluta, que a su vez es el absoluto no ser, no puede ser pensada (identificada) sin la idea de lo absolutamente Presente o Nada, por cuanto dicho no ser o nada no es sino la negación de la negación de lo Absoluto, que sólo por El puede pensarse. Pero, sólo si la nada o absoluta ausencia es identificada como concepto en el pensamiento, puede diferenciarse absolutamente del ser; siendo esto así porque lo Uno como Identidad absoluta es lo que absolutamente se autoidentifica, y, en tanto que tal, puede a su vez diferenciar absolutamente entre ser y no ser. Pues lo que no se autoidentifica de forma completa tampoco puede diferenciar completamente entre ser y no ser.
Veamos a continuación, y en relación a lo dicho hasta aquí, qué entendemos por Verdad. En principio, la definimos como toda identificación que nos permite la mayor diferenciación de algo en relación a lo que no es para ser afirmado como aquello que se es. Ahora bien, ¿qué significa ser afirmado como lo que se es? Pues tener el poder de realizar las posibilidades que son inherentes a la singularidad de lo diferenciado. Ésta es, por decirlo así, la parte práctica de la verdad. Sin embargo, lo que conviene destacar son dos cosas que a nuestro entender son las más relevantes. La primera consiste en que la verdad se fundamenta en el principio de afirmación de lo Uno como la forma necesaria de ser, por el que la negación es inherente a la afirmación, ya que para diferenciar algo en relación a lo que no es, es necesario el negar aquello en relación a lo cual lo identificado no podía plenamente diferenciarse. La segunda es que siendo Uno lo que sólo es relativo a Sí, o sea, singularidad absoluta, entonces, en la medida que se identifica o realiza como diferencia, lo hace afirmándose como una determinada singularidad. Dicho en otras palabras: la ley de lo singular es singularizar; esto es: sacar de lo indiferenciado. Pero asimismo es lo que tiene el poder de negar –correlativo al de afirmar- aquello que, por ser temporal, su destino es el no-ser del pasado. Porque lo singular es el Presente, y en relación a la identidad del mismo se presenta lo que tenga que presentarse (futuro) y se ausenta lo que tenga que ausentarse (pasado). Ahora bien, si el Presente es lo singular, entonces es un presente que «se presencia», por cuanto aquél es lo esencialmente relativo a sí. Pero, ¿qué significa presenciarse? Pues el presentarse como el Presente que se es, lo cual implica reconocerse en el cambio, siendo esto a su vez la reconciliación entre el ser necesario y el ser libre. Aunque, antes de esclarecer esta relación, conviene concluir con algunas cuestiones todavía pendientes sobre la definición de verdad que aquí hemos expuesto.
En relación a lo anterior, llamamos «esencia» aquello por lo que algo se diferencia en relación a lo que no es, lo cual supone que es la forma de ser de ese «algo» que es menos relativa, pues sólo por ella el «algo» puede distinguirse. Pero lo anterior equivale a decir que por la esencia algo puede ser diferenciado como relativamente sí mismo. Luego lo esencial es lo que por Sí Mismo se distingue. Y esto es lo que denominamos la forma inmediata de autoidentificación de Uno.
Esta identidad, que ya no es absoluta o Nada, y, por lo tanto, sin forma, es la primera forma o forma esencial de Uno. O, como dijimos anteriormente: la autoidentificación inmediata por la que Uno se autodiferencia de su propia autonegación, identificada como Otro. Pero este Otro no es ni mucho menos algo que se oponga a Uno Mismo, sino su autonegación esencial, inherente a su autoafirmación como Uno Mismo. Al no ser, pues, negación absoluta, esta negación esencial es lo imposible esencial, en el sentido de que tenga una determinada identidad que le pertenezca. Estamos, por tanto, en el nivel ontológico de lo identificable; aunque ya no sólo por el pensamiento, como cuando hablábamos de la ausencia absoluta, solamente aprehendida como concepto desde la identidad absoluta o Nada. Pero aunque sea identificable más allá de ser pensada, toda identidad es en lo otro (o sea, lo negado) sólo realizada como negación de la negación. Ahora bien, el hecho de que sea posible su identificación no significa que dicha negación esencial quede eliminada, pues, si así fuese, lo Uno ya no cumpliría la condición del ser necesario: el que la negación es inherente a la afirmación, en la medida que es relativo a sí mismo. Esta negación es ineliminable por cuanto es autonegación, siempre simultánea y relativa a la autoafirmación. Es la serpiente Apophis de la mitología egipcia, pero aquí despojada de su naturaleza maléfica, ya que es el caos por el que el Orden Esencial de la autodiferenciación de Uno se constituye en la matriz universal de infinitos órdenes contingentes, que constituyen su diversidad inagotable de manifestaciones, en las que siempre se reconoce como el mismo y diferente.
Asimismo, en la mitología de la India, se representa a Vishnú recostado sobre la serpiente Ananta Shesa, ambos sobre la superficie del gran Océano Primordial. Y no es casualidad, a nuestro entender, que dichos nombres puedan traducirse por «residuo» e «infinito», puesto que la negación es en sí misma un residuo de lo negado, siendo a su vez infinita en el doble sentido de permanecer siempre, pero nunca coincidiendo con ella misma. Y ello tal y como sucede con el infinito matemático o «mala infinitud», como lo denominaba Hegel. Éste en su indeterminación radical, nunca es un número determinado, y, sin embargo, cualquier número determinado dividido por la parte sin identidad o puramente relativa, como es el cero, tiene como cociente infinito. Luego, no es algo por sí mismo, pues su parte, el cero, es ausencia, y entre ausencia y ausencia es necesario lo presente, o el ser, para que dichas ausencias o no-ser se puedan revelar. También la serpiente del Génesis representa la negación disolvente de todo orden limitado tal y como necesariamente era el del Jardín del Edén; puesto que del orden necesario de Uno, que es el Orden de la Libertad, nadie puede ser expulsado, ya que todo lo abarca. Se trata en el fondo de lo que ambos personajes del relato buscaban: ser ellos mismos más allá de cualquier presente-determinado, pues solamente de esta manera puede ser alcanzada la mismidad, y con ella ser los auténticos soberanos de dichos presentes, con serpiente incluida. Pues ella nos recuerda que todo lo limitado, por bello que sea, debe perecer, y que una identificación excesiva con lo mismo es lo que produce la mordedura del sufrimiento.
Sólo desde el planteamiento no dualista, en el que los antagonismos quedan superados –pues al ser lo relativo definido como ausencia de identidad propia, no puede oponerse a lo que la tiene-, el concepto de Justicia revela plenamente su sentido. Ahora bien, es en el concepto de Uno donde puede obtenerse la clave de la justa ordenación del ser, de tal manera que el flujo del devenir discurra por el cauce de la autoafirmación de la Vida, en su doble manifestación de infinita diversidad, en sus formas más elementales, y de unidad suprema, cuando se trata del Espíritu como forma superior de la misma. Con ello nos atenemos, a su vez, al criterio epistemológico conocido en filosofía como «la navaja de Ockham», por el cual los supuestos de partida para acceder al conocimiento de la realidad han de ser los mínimos y más simples posibles. En nuestro caso, el supuesto de partida es el único que, tanto desde los puntos de vista lógico y ontológico, debe de ser considerado: la identidad del Ser más necesario, que no puede ser sino la del Ser que se autoidentifica. O sea: Uno o lo que sólo es relativo a Sí. Sólo desde tal punto de partida podemos hablar de posibilidad de conocimiento de lo real, puesto que lo más real es lo que más puede diferenciarse de lo que no es –por lo que es también lo más verdadero-, y nada hay que cumpla más esta condición que lo Uno. ¿Cómo si no se podría llegar al conocimiento de lo que llamamos realidad partiendo de aquello cuya identidad es relativa? Todo lo que se dedujese a partir de la misma serían realidades aún más relativas. Y es que partiendo de algo relativo como presupuesto más universal sólo algo aún más relativo puede en todo caso anticiparse. Pero pasemos al concepto de Justicia conforme a la definición de lo Uno.
En primer lugar, tal y como hemos expuesto esta última, vemos que la misma incluye el concepto de lo relativo como una forma de ser inherente a lo Uno, pero siempre en relación a otra forma de ser, la cual es su forma esencial, expresada en la definición como «Sí» o «Sí Mismo». Entre ambas, la identidad absoluta o Nada es la mediadora, lo que hace que aun las formas más extremas de contingencia y de esencialidad puedan ser identificadas como diferencias de Uno, que en su autodiferenciación se nos revela como la relación siempre diferente y siempre unitaria entre su forma relativa (su Ser Otro) y su forma esencial (su Ser Sí Mismo). Pero la relación entre las formas contingentes de ser y las formas esenciales permanece constante, pues Uno no puede ser más necesario de lo que es, ni, asimismo, ser más contingente allí donde lo es, ya que al ser autolimitación, su ser limitado y su ser limitador, en su relación, no pueden alterar sus respectivas formas de ser. Si como ser limitador o diferenciador o esencial se fuese afirmando más y más, en detrimento de su ser limitado, contingente o relativo, entonces resultaría que Uno sería más y más necesario de lo que es. Ahora bien, el Ser Absoluto no puede ser más necesario de lo que es, puesto que es negación absoluta de todo lo que pueda negarle. Y en tanto que tal, su contingencia, allí donde la tenga, tampoco aumentará, porque lo contrario significaría que Uno es negado por lo que él no es. Pero esto es imposible porque lo Absoluto, como ya hemos visto, por nada puede ser negado. Luego en Uno, en tanto que sólo es relativo a sí, se da un equilibrio inalterable entre su ser contingente y su ser necesario, tal que la afirmación del primero sólo es inherente a la afirmación de la singularidad del segundo. Esta relación entre las dos formas de ser de Uno es lo que denominamos Justicia inherente a lo Uno.
Conforme a lo anterior, vemos que, a nivel de la totalidad, la injusticia y, por tanto, el pecado, son imposibles, ya que la injusticia sería afirmar la identidad de lo contingente en detrimento de la singularidad de lo esencial. Y esto, como ya hemos visto, no puede ser.
Pasemos a continuación, una vez tratadas las definiciones de Verdad y Justicia, a intentar situar a la conciencia en el lugar que le corresponde en la jerarquía ontológica de Uno. Si, cuando definimos la verdad, vimos que era aquello por lo que algo podía ser diferenciado de lo que no es -cumpliendo, por tanto, con el principio de no contradicción- para ser afirmado como lo que es (o sea, como poder de realización de posibilidades sólo inherentes a su identidad), entonces la Conciencia es la esencia o Verdad del Ser, ya que es la forma de ser por la que ser y no ser se diferencian. Si el Ser no fuese esencialmente conciencia, entonces no se diferenciaría de la nada en tanto que ausencia. Pero si ser y no ser no pueden diferenciarse, estamos frente a un ser irreal, ya que lo real es lo que puede ser identificado como Uno, y, por tanto, es lo que en su máxima realidad se autoidentifica. Pero, ¿en qué consiste la autoidentificación de Uno?
La autoidentificación implica necesariamente autodiferenciación, pues sólo en la medida en que Uno se autodiferencia, también se autoidentifica. Ahora bien, la autodiferenciación de Uno es simultaneidad entre diferenciarse como Uno Mismo o lo que Uno Es, e identificarse como Otro (lo no consciente). La diferenciación de lo que Uno es, o Uno Mismo, es la autoidentificación esencial, o aquélla por la que lo que se autoidentifica puede ser diferenciado de lo que no. Para diferenciarse como Uno Mismo es necesaria la diferenciación de lo Otro, o sea, diferenciarlo en relación a lo que Uno Es, que es negarlo como Uno Mismo e identificarlo como Otro. Pero toda identificación, en tanto que no es otra cosa que alcanzar una determinada identidad, ha de ser necesariamente conforme a la forma de identificación de Uno, pues toda diferencia es diferencia de Uno y, por tanto, relativa a Él. Luego toda identificación ha de ser inherente, en última instancia, a la autoidentificación. Cuando Uno Mismo se diferencia de lo Otro mediante su identificación negadora –pues sólo es identificado en tanto que no es Uno Mismo-, dicha identificación tiene su culminación en lo que se autoidentifica como Otro. Esto es: una identificación contradictoria, pues al estar en el dominio de lo Otro –que no es lo que Uno Es, siendo lo Otro lo que nunca coincide consigo mismo-, aun en la forma suprema de identificación, que es la autoidentificación, nunca será posible superar la «barrera» de lo Otro, por lo que, paradójicamente, al afirmar su identidad, la pierde. Estamos en el ámbito de la vida estrictamente natural, en la que la identidad se transmite –autoidentificación como Otro- porque en el proceso de autoidentificación como Uno Mismo –o de autoconservación somática en la vida biológica- aquélla (la vida natural) siempre fracasa. Y ello porque nunca puede devenir en conciencia. Es, por contra, la conciencia la que adviene en vida natural cuando ésta ha alcanzado una determinada singularidad en su autoidentificación. En el dominio de la alteridad está prohibida la plena afirmación como Uno Mismo. Sólo en la diferenciación inherente a la afirmación de lo que Uno Es o Uno Mismo, la autoidentificación implica el reconocerse como Uno en todos los cambios, en tanto que se da, a su vez, el justo reconocimiento de Uno en todas sus diferencias; pues en la medida que esto no se da, sucede que se pretende afirmar más allá de lo necesario la singularidad de alguna o algunas diferencias en detrimento de otras. Ahora bien, esto es contrario a la Justicia de Uno que, como hemos visto, consiste en una relación inalterable entre lo esencial y lo contingente, de tal manera que nada puede llegar a ser más necesario de lo que es.
Supongamos que, como se afirma en relación a la omnisciencia divina, Dios lo sabe absolutamente todo. Se parte de que la conciencia divina es un atributo infinito y, por lo tanto, todo acontecimiento sucedido nunca es olvidado y todo acontecimiento no sucedido es de siempre conocido. Pero, ante tales planteamientos, surge de inmediato la objeción relativa a la libertad, pues si todo es conocido antes de su ocurrencia, parecería que el mundo de Dios es un mundo sin alternativas, ya que en él lo posible, en tanto que algo pueda o no suceder, no tiene cabida. La otra opción es que haya elegido de antemano todos los infinitos posibles que han de ser realizados, que, por otra parte, han de coincidir con aquellos que se pueden realizar, pues de lo contrario ello iría en menoscabo de su poder, ya que habría posibles que Dios nunca realizaría. Este conocimiento absoluto por el que todo lo realizable ya está para Dios realizado -pues para Él el futuro no es un límite-, supondría que la creación o creaciones sucesivas que llevasen a cualquier acontecimiento futuro no tendrían en absoluto ningún sentido, pues, de hecho, es como si todo hubiese sido creado desde siempre. La perfección divina planteada de este modo es tal que la libertad creadora acaba estando de más. La paradoja de esto estriba en que cuando los atributos, que siempre son diferencias, por esenciales que sean, se ponen como absolutos, acaban entrando en contradicción entre ellos.
Hay quien, como S. Grof2, considera que es la perfección de Dios lo que lleva a la creación del mundo, porque en su realidad perfecta sólo cabe el aburrimiento, sin caer en la cuenta que esto ya implicaría imperfección, pues sólo los carentes de imaginación y de otros recursos o habilidades personales son los que acaban aburriéndose. Algo parecido viene a afirmar Joseph Campbell3 cuando ve en las imperfecciones aquello por lo que nos diferenciamos, ya que los que dicen haber alcanzado estados superiores de conciencia, y, por tanto, de perfección, parecen no diferenciarse demasiado unos de otros. Se obtiene la impresión que con la idea de perfección se evoca más bien el espectro de la muerte que el dinamismo que es indisociable de toda manifestación vital. Pues se supone que una vez alcanzada la perfección todo se detiene en un estado que, como definían los clásicos, nada hay que añadir ni nada hay que quitar. Se está, por tanto, en lo intemporal, pero una intemporalidad que, repetimos, connota más la muerte que la vida.
La paradoja es que, en apariencia, difícilmente vida y perfección vienen asociadas, y, sin embargo, la vida es deseada, mientras que la “perfección” de la muerte, como acabamiento o conclusión absoluta, no tiene un gran atractivo, al menos para la gran mayoría. A nuestro entender, el problema reside en que el factor contingente y, por tanto, el factor temporal, no tiene la menor cabida en la noción tradicional de perfección, con lo que algo tan valorado para el hombre como es la novedad, parece quedar desterrada. Sin embargo, no puede haber un ser más perfecto que aquél que jamás está de más, por cuanto es absolutamente necesario; y este ser no es otro que Uno. En Él, pues, hay que buscar en qué consiste la perfección, ya que al ser toda diferencia su diferencia, ello implica que ninguna diferencia está de más, puesto que si así fuese supondría que dicha diferencia no sería inherente a la identidad de Uno. Pero toda diferencia es diferencia de Uno. Asimismo, cualquier otra diferencia ausente no es algo que le falte, pues esto supondría que Uno no es todo lo necesario que debería de ser, lo cual es imposible, dado que lo absoluto es lo absolutamente necesario. Sin embargo, lo contingente, y, por tanto, lo temporal, también son inherentes a Uno, y como tales, igualmente forman parte de su perfección, luego deben estar en su definición. Esta última, en relación a todo lo expuesto hasta aquí, ha sido ya enunciada como lo que es relativo a sí. Siendo lo relativo lo contingente, cuya relación con lo esencial es lo que denominamos justicia de lo Uno.
Como vemos, la Justicia inherente a la afirmación de Uno es indisociable de su perfección. En ella, el devenir no es negación de perfección, sino que, al contrario, es una de sus condiciones, por cuanto lo que deviene esencialmente es el ser contingente, pero siempre para la afirmación de la singularidad de la forma esencial de autoidentificación de Uno. Dicho de otra manera: Dios es el ser que se re-conoce en todas sus creaciones, pero al que, sin embargo, le son desconocidas a priori, o sea, antes de concebirlas. Y es que la afirmación de su identidad necesaria y, por tanto, de su autoconocimiento esencial, es la ley indeterminada de todo otro cambio, el cual, siendo siempre contingente, es siempre imprevisible. Es por ello por lo que lo novedoso es una condición tan presente en sus creaciones como asimismo la condición de su reconocimiento en ellas, pues la creación es el fruto de su autoidentificación. Conforme a lo anterior, podemos decir de Dios que es el Ser que se re-conoce de infinitas maneras. Ahora bien, para reconocerse, previamente ha de desconocer la forma determinada y, por tanto, contingente, en la cual Él se objetiva libremente, porque es una posibilidad, entre otras, que no tenía porqué realizarse necesariamente. Por lo tanto, no existe deducción apodíctica, lo cual quiere decir que siempre habrá una contingencia irreducible en ella inherente a la libertad de la elección. No así en su esencia, que siempre es la misma y que constituye la matriz necesaria de toda creación, y por lo tanto de toda elección.
Hablar de devenir es hablar de Tiempo, pero no hay tiempo si no se da la negación, o sea, un dejar de ser. Ahora bien, como la negación en Uno es autonegación, su naturaleza (la de la negación) es puramente relativa, por lo que el tiempo también lo es. Que el tiempo es relativo es el gran descubrimiento de Einstein, basado en el hecho de la constancia de la velocidad de luz. Sin embargo, parece no haberse extraído aún todas las consecuencias de tan extraordinario hallazgo, pues si el tiempo es relativo también el cambio lo es; y esto sólo es posible en relación a lo que permanece. O tal y como lo venimos diciendo desde el principio: en lo Uno la negación -esencia del tiempo- es inherente a la afirmación -esencia de la identidad. Tenemos, pues, que la forma universal del cambio es el Tiempo, y que éste es relativo a lo intemporal, siendo lo absolutamente intemporal la identidad absoluta de Uno o Nada. Estamos, por consiguiente, en el Presente de todo tiempo, y, por lo mismo, en su sentido absoluto, ya que Nada es el Presente de todos los presentes, o por el que todos se identifican como un solo presente. Vemos, pues, que todo tiempo no tiene más sentido que la absoluta unidad de Uno.
Salvador Dalí, Los Relojes blandos (1931) |
Conforme a la anterior concepción del tiempo, se ve claramente que éste no es el enemigo de la Vida, pues si la dimensión esencial de la misma es la Conciencia, y ésta a su vez es la dimensión esencial -que no absoluta- de Uno, entonces la flecha de su tiempo es siempre en relación a un nuevo futuro en el cual no dejará de reconocerse, puesto que en él se autoobjetiva en la contingencia del Otro Presente (la naturaleza sin conciencia). Este sí que es para la muerte, aunque siempre es resucitado/identificado como otro diferente, porque aunque nunca deja de ser, su destino es siempre ser otro. Ello al contrario de lo que sucede con el Mismo Presente (la conciencia), para el que su negación relativa no tiene otro fin que ser El que se Es, diferenciándose relativamente de lo que no se es. Lo Uno, en su totalidad, es la Vida Absoluta o movimiento de autoafirmación de lo que Uno es. Y es absoluta porque es simultáneamente diferenciación de todas las formas presentes y futuras, así como identificación de las mismas por un solo Presente al cual son relativas. Pues sólo posee la auténtica Vida el Ser que puede reconocerse como Uno en todas sus diferencias, o sea, el ser que es Transparente a Sí Mismo.
La ley a la cual tiende toda forma de vida elemental o biológica, y por la cual puede entenderse el proceso evolutivo más allá de las tesis neodarwinistas (en el que las mutaciones aleatorias juegan un papel determinante) es la ley absoluta de Uno o Transparencia, por la cual todas las diferencias, manteniendo su singularidad, se identifican como una en relación a su Unidad, con lo que la Vida puede llegar a reconocerse como la misma en todos sus cambios.
Ahora bien, la transparencia es posible porque el ser mediador absoluto es el que en todo proceso no se interpone entre las diferencias del mismo, sino que es por él por el que se identifican. Pero si la mediación más universal fuese una realidad determinada, entonces el conjunto mediado no podría identificarse o ser identificado como Uno, pues entre diferencia y diferencia, o sea, entre parte y parte, siempre media una parte, ya que ser realidad determinada, por muy universal que sea, es necesariamente ser parte, y la identidad de la parte no puede ser identificada con la identidad del Todo, pues, de ser así, todo acaba convirtiéndose en parte, siendo el resultado final la muerte. Y la muerte es, precisamente, donde todo queda reducido a partes, porque el Todo ya no es Uno, y, por tanto, no coincide consigo mismo. Estamos ante lo que posee una falta, y, por lo mismo, se revela como excesivo. Todo lo muerto es aquello a lo que le falta el poder de autolimitarse, y esto hace que, aun en su máxima indigencia, todo en él aparezca como estando de más.
Si el patrón de toda vida es Uno, ya que es la Vida Absoluta, también es el patrón de la Libertad, en tanto que es lo que absolutamente se autolimita; y no hay libertad si los límites no los determina Uno Mismo. Autolimitarse, en la medida que ya no estamos en el Todo Uno, es autodiferenciarse relativamente de lo que no se es. Pero el ser que se autodiferencia en relación a lo que no es, es un ser singular. La libertad, pues, es indisociable de la singularidad, que es la que puede establecer sus propios límites. Sin embargo, la libertad también es indeterminación, no entendida ésta en el sentido de mayor contingencia, pues ésta última radica en lo más relativo, que es justo lo que menos se autolimita y, por tanto, lo menos libre. Indeterminación entendida como el poder de lo que está más allá de todo límite determinado, y por el que se pueden realizar posibilidades inherentes tanto a la identidad de los mismos como a la identidad de quien los realiza.
Se dice que el hombre –su ser consciente, pues éste es su ser esencial- es el efecto de unas relaciones económicas, que su inconsciente determina gran parte de sus actos o que las condiciones históricas son la verdadera matriz de su identidad, todo lo cual equivaldría a decir que no tiene identidad propia. Tesis esta última radicalmente aceptada y defendida por el existencialismo ateo de Sartre y Camus. Pero si esto fuese así, el hombre no tendría conciencia alguna de dichas determinaciones, actuando siempre obedientemente en relación a ellas y no rebelándose nunca contra las mismas, como en realidad hace. No obstante, la Historia es ese proceso de transformación de límites que revela la pertenencia del ser humano, como conciencia, a la singularidad esencial de Uno. Su indeterminación, pues, en tanto que afirmación de la Libertad, es la prueba de la pertenencia a la dimensión más necesaria de Uno, y, por lo mismo, más indeterminada. Se decide la realización de esta o aquella posibilidad, en primer lugar, por Nada, que es lo absolutamente indeterminado, y, en segundo lugar, porque dichas posibilidades son inherentes a la afirmación de la singularidad de quien las realiza: son las que puede realizar. Y es que ser libre y poder son una y la misma cosa.
Ahora bien: se puede en relación a unos límites que proporcionan las posibilidades a realizar. Sin límites no hay posibilidades y sin posibilidades no hay libertad. El que destruye los límites en relación a los cuales puede, destruye asimismo su libertad. Luego los límites que nos permiten el ejercicio de nuestra libertad o la realización de nuestro poder son a su vez poderes, pues sin ellos no hay libertad. Pero son poderes solidarios con nuestra identidad, porque, como Conciencias, somos la realidad esencial del Ser, y aunque siempre estemos presentes en unos límites determinados, sin embargo, también somos siempre más allá de los mismos. Esto no es otra cosa que distinguirse de los mismos, lo cual sólo es posible si somos singulares. Pero, a su vez, se ama aquello por lo que se puede, y de los límites -en la medida que los identificamos como fuentes de poder- se ha de preservar aquello por lo que más se diferencian de nosotros, que es su singularidad o esencia. Si lo Uno es autodiferenciación, sus límites necesariamente se relacionan, siendo la ley de dicha relación la Justicia, tal y como aquí la hemos definido. Vemos, pues, que la Libertad no es en absoluto independiente de la Justicia, implicando su transgresión pérdida de poder, o lo que es lo mismo, de Libertad.
El hecho de transformar libremente los límites conforme a la singularidad de los mismos, y, por lo tanto, conforme a su conservación, es lo que denominamos afirmación de la diferencia que nos distingue, o aquella por la que afirmamos nuestra singularidad. Dicha afirmación sólo es posible por las relaciones creadoras de nuevas posibilidades inherentes a la Transparencia de lo Uno, que no son otra cosa que realizaciones que nos permiten reconocernos en el Futuro, puesto que si esto no sucede es que ya no somos nosotros mismos. Ahora bien, esta falta de reconocimiento es una forma relativa de morir, y decimos relativa porque la Conciencia pertenece al Presente esencial de la Vida o Mismo Presente, cuya meta es siempre reconocerse en el futuro. El que esto lo consiga plenamente depende de hasta qué punto ha abandonado sus identificaciones con lo que denominamos Presentes no Originales o formas determinadas de concebir, y, por tanto, de relacionarse, obteniendo a su vez determinadas ventajas en dicha relación, con el Orden Natural, el Orden Social y el Orden Espiritual. O lo que es lo mismo, hasta qué punto una conciencia determinada ha escapado del Estado Edípico –entendido conforme a una conceptualización más universal y, por lo tanto, menos reduccionista que como Freud la concibió.
El modelo de comportamiento del hombre edípico es el de la apropiación de los bienes de su tiempo, siempre en competición con los otros, que pueden ser tanto otros «Yoes» como otros «Nosotros». Por ejemplo: rivalidades entre hermanos, familias, miembros de una misma profesión, religiones, naciones, etnias, empresarios, obreros, amantes, y así un largo etcétera. Es el hombre, pues, que no puede aún autorreferenciarse suficientemente y necesita superar a los otros para sentirse él mismo. Y cuando decimos apropiarse de los bienes de su tiempo nos estamos refiriendo también a los bienes morales y espirituales. El juzgar a los otros –negativamente, se entiende- es una especie de vampirismo espiritual por el que rebajando al prójimo mediante el debilitamiento de su identidad podemos sobrevivir a nuestras frustraciones e inseguridades. No cabe duda de que lo que se busca en todo caso es el Bien, pero éste, en el tiempo de la Historia, consiste en un paradigma identitario en el que un Presente, que no es del todo original, ejerce una influencia excesiva sobre el mismo.
Cuando Jesucristo decía que era el Hijo del Hombre, aludía a que era el hijo del tiempo histórico en que nació, y, por lo tanto, parte de su mensaje, aunque sólo fuese por el lenguaje en que se expresaba, se tenía que revelar relativo a las exigencias del mismo. Pero cuando se autoidentificó como el Hijo de Dios, lo que hizo fue remitirse a su identidad original, o aquella por la que el hombre se salva, pues siempre está más allá de todo presente histórico. Esto no quiere decir que la salvación implique escapar absolutamente a todo espacio-tiempo, pero éste se convierte en Maya cuando en cualquiera de sus manifestaciones concretas, el ser consciente, olvidándose de su raíz original, las convierte en los presentes –en el doble sentido de regulador de todo cambio y de objeto- por cuyas ventajas hay que competir, actuar, guerrear, etc. Pues si el patrón o singularidad de referencia absoluta por la que actuamos para nuestro «bien» son realidades espacio-temporales y, por tanto, limitadas sólo a un presente histórico, entonces el amor se convierte en deseo, la voluntad del yo en obstinación y el pensamiento racional en simple ideología legitimadora de nuestros privilegios, así como en escamoteador de nuestras faltas.
Edipo y la Esfinge, pintura sobre cerámica, (h. 480 a.C.) |
El «hombre edípico» es, por tanto, aquél que, al identificarse con un Presente relativo, lo convierte en el mediador esencial de todos sus fines. Pero todo lo que a partir de él pueda realizarse aún será más relativo, y, por lo mismo, menos real. La experiencia edípica se resume en vivir para morir, ya que cuanto más avanza menos se reconoce en sus resultados, porque al faltar siempre «algo» –pues un Presente relativo siempre es incompleto- todo lo demás no puede dejar de concebirse como excesivo.
La visión edípica de la Historia es extremadamente pesimista y nada quiere saber de utopías, pero, paradójicamente, siempre se esfuerza en conseguir el paraíso, que para el hombre edípico es posible en relación al Presente relativo en el que vive. Para ello, necesariamente, ha de olvidarse del Bien y del Mal para gozar de las «ventajas» que se le ofrecen en el «aquí y ahora». En una palabra, ha de ser pragmático, o, en una forma más coloquial, realista. Sin embargo, al elegir, ha hecho menos real el presente, por lo que toda elección edípica es una elección para la muerte.
En oposición a la libertad edípica, en donde cada elección reduce los márgenes para elecciones posteriores -y que, por lo tanto, es una libertad que tiende al determinismo (sin llegar nunca a él, pues como conciencia no se confundirá absolutamente con sus límites)-, está la Libertad Afirmadora, que es aquélla por la que realizamos las posibilidades que son inherentes tanto a la afirmación de nuestros límites como a la afirmación de nuestra singularidad. Es la libertad desde la Vida y para La Vida, y por ello la Ley de su elección es la Transparencia, que, al ser la ley absoluta de la Vida, permite que nos podamos reconocer en toda diferencia, tanto presente como futura. Es, por tanto, también, la Ley absoluta de la Libertad, pues por ella todo límite es nuestro, y todo acto creador es indeterminado, y relativo, como ya hemos dicho, tanto a la singularidad propia como a la del límite en el que radican las posibilidades a realizar. Esta es la Libertad de la Singularidad Solidaria, o aquélla para la que Justicia y Libertad se coimplican, pues comprende que el poder de toda diferencia esencial de Uno sólo puede afirmar la diferencia que lo distingue si –y sólo si- en su afirmación implica la afirmación de la esencia de las demás diferencias.
Esta relación entre singularidades solidarias es la esencia de la Utopía que, más o menos conscientemente, siempre se ha buscado, porque se funda en el Orden de Autodiferenciación de Uno, u Orden de la Libertad. No es ésta una utopía basada en ningún orden espacio-temporal determinado, sino que, por el contrario, todo orden temporal ha de ser relativo a la relación intemporal que constituye el orden de afirmación recíproca de las conciencias. Tampoco desaparecen el tiempo y el espacio, pues con ellos desaparecería la negación, y ésta es el fundamento del Ser Otro, inherente al proceso de autodiferenciación, siempre uno y simultáneo, por tanto, con el de autoidentificación.
La Utopía, pues, nace, desde el origen del tiempo histórico, de la exigencia misma de la identidad de la Conciencia, que si no afirma su unidad, entonces deja de ser Conciencia, y si no se afirma como singularidad, entonces no sabe que es Conciencia. Luego la Utopía, si toma a la Conciencia como realidad esencial, no puede ser sino la afirmación de un Nosotros en el que la afirmación de la singularidad de cada uno implique la afirmación de la singularidad de todos. O sea, donde La Ley absoluta de toda relación sea la Transparencia.
2El juego cósmico. Exploraciones en las fronteras de la conciencia humana, Kairós, 1999.
3Los Mitos. Su impacto en el mundo actual, Kairós, 2001.
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