lunes, 30 de mayo de 2011

ANDRÉ COMTE-SPONVILLE O LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA


Es el anterior un reputado escritor y filósofo de nuestros días ensalzado hoy con el aura prestigiosa que otorga, entre otras cosas, haber sido nombrado miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética Francés desde 2008. Con una triste alegría (o una alegre tristeza) -tristeza al cabo-, despliega, en un breve librito suyo: El amor, la soledad (Paidós, 2008), su saber y opiniones sobre nosotros: un público extenso, ávido de respuestas y claves, sencillas, comprensibles, para salir psicológica, intelectual e incluso espiritualmente a flote en un mundo que se nos aparece como incomprensible, contradictorio y, paradójicamente, en contraste con los medios de que dispone, cada vez más estrecho. No logra el autor, sin embargo, a nuestro parecer, su objetivo. Cargado sobre todo de cierta ambigüedad, aborda espinosos temas con una aparente sencillez que no es verdaderamente sino falta de respuestas. Quedamos, pues, tan sedientos como al principio, y desde luego nada satisfechos -es difícil que así sea- con su fórmula de la «alegre desesperanza».

Poco podemos profundizar, desgraciadamente, en un medio como éste, en su tratamiento de tantos y tan variados temas que alegremente maneja como coloridas bolas un malabarista. Y malabarismo se necesita para, desprestigiando a la filosofía -aunque sea involuntaria o indirectamente-, se apoye en ella una y otra vez, casi como un último recurso. La viene a calificar como complicación inútil que, en muchas ocasiones, nosotros mismos nos creamos, en contraste con la «maravillosa simplicidad» de las cosas. Notable abstracción ésta, por otra parte. La captación de esta simplicidad genuina es, según él, lo que nos acercaría a la sabiduría -a la que distancia de la filosofía, que toma excesivamente en sentido académico. Así pues, la vida es simple «como una rosa»; las cosas son simples como el “ser-ahí” de la rosa, que desafía, con su aplastante facticidad, todos nuestros conceptos y categorías. Y es que, al parecer, nuestros viejos filósofos no cayeron en la cuenta de que la rosa, sobre todo, «existe». ¡Gran descubrimiento! Debió ser por su manía inveterada de dar «más importancia» a la filosofía que a la vida, como critica nuestro autor de algunos personajes que afirma conocer. Quizás nuestro filósofo vergonzante no se da cuenta de que aquella joven humanidad, como los niños, se preguntaba, sobre todo, porque todo le resulta interesante; y lo que buscaba era precisamente la simplicidad absoluta que ellos llamaban Verdad o Ser. La filosofía que entonces se hacía era una y la misma cosa que un estilo de vida. Coherencia y transparencia hasta el final. Y fue precisamente por eso por lo que la edad de oro de la Filosofía fue a su vez la edad de su inocencia.

Y en esa «maravillosa simplicidad» de las cosas, de la vida, que se nos ofrecería -si sabemos observar bien- en toda su completa desnudez; en esa «aceptación de lo real», es donde se hallaría, según el autor galo, la clave de la felicidad. En la vivencia plena de la «eternidad del ahora», que no es necesariamente el instante concreto, pero sí «el eterno presente de lo que dura y pasa». Con ello se remite directamente Sponville a las filosofías orientales para recoger de ellas su concepción de la única plenitud y felicidad posibles en el ser humano. Ésta sólo pasaría, sin embargo, como es sobradamente conocido, por la eliminación del ego. Es curioso que el autor no haya recordado este importante detalle cuando, sólo algunas páginas más adelante, concibe la vida humana con todas sus manifestaciones -incluida, por supuesto, la política- como radicada únicamente en el individuo. La base de cuyo desarrollo histórico se encuentra, precisamente, en el afianzamiento y desarrollo del yo personal. Tremenda paradoja. Y nuevamente cae en la misma contradicción al convertir el deseo -arraigado inequívocamente en el yo- en la clave del hombre. Claro que a lo mejor no es tanta si lo que pretende Sponville es convertirnos (si es que no lo hemos hecho ya) en seres centrados en el presente -o sea, que no se proyectan en el futuro-, caracterizados por su aceptación de «lo real» -o sea, que renuncian a toda utopía-, dentro de lo cual (de lo real) se encuentra su propio egoísmo (y es aquí donde nuevamente juega su papel el yo). Pues, al fin y al cabo, afirma, la sociedad no es otra cosa (y esto, por lo visto, hay que aceptarlo como parte de lo real dado) que una compleja red de pequeños (y grandes) egoísmos. Y de esa red dependen las ventajas que cada uno de nosotros obtiene, y que son la clave del mantenimiento social. Y nada mejor, al parecer, para mantener todo este entramado, que el recurso casi omnímodo a las cosmovisiones orientales. Nada de proyectos colectivos; nada de pensamiento, de razón; nada de fines comunes que unifiquen. Individualismo y conformismo radicales. He ahí el progresismo de nuestro autor. He ahí su píldora de la felicidad.

Todo esto es tributario de una concepción muy determinada del ser humano. Éste se encontraría, según él, confinado en una soledad radical. En el mejor de los casos, en una soledad acompañada o compartida que, aunque pueda constituir también la mayoría de los casos, no pierde por ello su carácter radical. Nada, según él, trasciende esa soledad; nadie puede llevar por otro el «peso» de su vida. Difícil conciliar esto, parece, con la encantadora simplicidad de lo real. Y tal es la esclavitud de nuestra vida que tratar de librarnos de nuestras propias determinaciones equivale, según nuestro filósofo, a liberarnos de nosotros mismos. Luego realmente la libertad no es posible. Sí, tal vez, la libertad para esto o para lo otro; pero no la Libertad, con mayúscula. Para Sponville no constituimos, pues, ni podemos llegar a hacerlo, fuente alguna de libertad -entendida como plenitud del propio ser-, porque estamos encadenados a nosotros mismos.

Rechaza la libertad concebida como libre albedrío, tomando como una mera ficción que se pueda decidir desde la nada. En ese caso, o no se decide o se decide cualquier cosa. Efectivamente. Pero eso no significa, como le ocurre a él, que haya de caerse en el determinismo. Se trata, en cambio -cosa que no concibe nuestro autor, ni tampoco otros muchos- que estamos en proceso de conquista de nuestra propia libertad. En otras palabras: de evolución espiritual.

¿En qué se fundamentaría entonces, según Compte-Sponville, la dignidad humana? Para él somos, en principio y fundamentalmente, cuerpo. Si algo nos hace radicalmente iguales sería esto. Más tarde, nos dice, viene la cultura, toma esto y lo convierte en igualdad de derechos. Lo cual constituiría ya una moral. Se trata de la misma concepción que defendía hace ya años Umberto Eco en su polémica con el cardenal Martini sobre los fundamentos de la moral (¿En qué creen los que no creen?). Se podrá compartir este extremo o no (ya lo veremos), pero lo que no entendemos es porqué la «cultura» ha de tomar esto como un referente para la igualdad humana. ¿Por interés, por seguridad, al modo de Hobbes, que, al fin y cabo, por ello mismo defendía el absolutismo? Más bien el interés, la conveniencia (aunque sea común), precisamente por ser externa a nosotros mismos, es siempre a la postre una excusa y una tentación enorme para la vulneración de derechos, como se demuestra desgraciadamente una y otra vez. En cambio, la solidaridad auténtica no nace de la identificación con lo más básico del otro, sino con lo más genuino de él. Y es, por esto, una fuerza espiritual, y no una convención. Por ello los hombres y mujeres más solidarios han sido siempre los que han sabido ver lo mejor de los otros; y justo por ello los han amado. Y el amor sí que da la fuerza para moldear la cultura (la verdadera cultura: la que humaniza): por ello sus pioneros han sido siempre grandes hombres y mujeres que han amado mucho y, en consecuencia, suelen haberse sacrificado también mucho. Si algo nos mueve a respetar y proteger la vida de por ejemplo un recién nacido (uno de los ejemplos que aduce Sponville), no es el reconocimiento de un cuerpo básicamente igual al nuestro (que es la justificación que argumenta el autor), sino que es símbolo de la Transparencia del Ser, que no es otra cosa que el símbolo de la Inocencia que la auténtica filosofía busca cuando habla de la Verdad.

Unas últimas palabras -pues no podemos extendernos aquí mucho más- únicamente para el tema de la esperanza, que también aborda nuestro autor. Así, nos dice: «Lo que mata a la gente es el hecho de esperar. Cuando se acepta que no hay nada que esperar, es más fácil lograr la felicidad» (p. 112-113 del librito citado). O sea, que lo que le sucede al autor, sin que parezca advertirlo, es que tiene la esperanza de que sin esperanza la vida sea más sencilla, y por tanto mejor. Así pues, ésta es, básicamente, según él, la verdad: que no hay nada que esperar; y a enseñar y a ayudar a aceptar esto es para lo que debe servir la filosofía. Porque en el amor, como en la vida, el placer basta, el presente basta. Y ahora nos preguntamos nosotros: ¿de verdad en el amor el placer basta? ¿De verdad en la vida el presente basta? Suena más bien esto a penosa resignación que, desde luego, a explosión vital. Porque la verdadera vida es la que se anticipa al futuro y, por tanto, lo decide y construye, recreándose, por supuesto, en el eterno presente de su hacer, de su dar, de su recibir los presentes de los otros. Es decir, en el eterno presente de la relación bella con los otros y con el mundo. Pero nadie dice que esto tenga que ser estático. El verdadero artista, de hecho, es el que está siempre anticipándose y volviendo a su obra (recreándose), sin que esto suponga estatismo ni ausencia de proyectos, sino todo lo contrario. Cosa distinta es que -aprovechando esta analogía con el artista- como seres humanos hayamos alcanzado aún nuestro proyecto definitivo: el de serlo completamente.

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