lunes, 12 de marzo de 2012

CARTA DE UNA CREYENTE


"En la actualidad, el cristianismo se enfrenta a un mundo de ideas que germinaron a partir de la nueva identidad que supuso Jesús, pero que se han alejado tanto de su origen que ya resulta irreconocible su punto de partida. Esta situación está provocando, en muchos casos, un cuestionamiento más o menos consciente de las creencias y una mirada del cristiano a su comunidad en busca de una nueva guía. Como creyente me siento sujeto de transmisión de una Palabra, interpretando el mundo por medio de las herramientas aportadas, en parte, por una tradición religiosa; como sujeto histórico, me siento inmersa en un contexto que plantea cuestiones fundamentales a mi sentido de la vida a través de conceptos desarrollados al margen relativamente de dicha tradición. De hecho, gran parte de estos conceptos nacieron de una identidad cristiana pero fueron desarrollados más tarde por su integración en corrientes de pensamiento más o menos independientes del cristianismo. La Iglesia, como institución que estructura, unifica y difunde el mensaje de fe, debería ser la organizadora de los conceptos básicos a través de los cuales puedo tomar mi autoconciencia  cristiana más allá de la inmediata experiencia de fe. Pero la tremenda crisis de esta institución deja al creyente solo en una vida espiritual circunscrita exclusivamente a su intimidad y, por tanto, condenada a la inexorable incompletud de esta vivencia que pertenece a una de las dimensiones esenciales del ser humano.
El cristiano de hoy se encuentra ante el dilema de una religión circunscrita al ámbito puramente personal o el de una comunidad de creyentes con manifestación de sus mandamientos en el ámbito social y político. El divorcio Iglesia-Estado supone un serio cuestionamiento de la capacidad del espíritu de crear preceptos morales y sociales. Para el creyente, esto significa que ha de aceptar forzosamente una división en sí mismo, según la cual ha de comportarse de una manera como creyente y de otra como ciudadano, de una manera en su ámbito personal y de otra en el público. Para el ciudadano en general, esta segregación de la religión establece que la ética, la política y la sociedad no se basan en unos principios inherentes al hombre, sino en un voluntarismo que pretende reglamentar la convivencia entre individuos entendidos como principio y fin de sí mismos. El cristianismo representó el comienzo de una separación entre responsabilidad individual y colectiva, y el desarrollo de la cultura occidental, como no podía ser de otra manera, ha supuesto un camino similar entre sujeto y comunidad. La exaltación de los valores del individuo desde la modernidad ha derivado en una concepción muy personalista de la relación con Dios que asemeja enormemente el cristianismo al protestantismo. Jesús trascendió la idea de Salvación ligada a un pueblo elegido, transmitiéndonos la idea de un Reino para todos. Pero  el individuo no realiza este camino aislado frente a Dios, sino que se integra en una nueva comunidad sin fronteras y sin diferencias por nacimiento.
La Iglesia de hoy viene intentando recuperar su ámbito social por medio del activismo, a través de su papel evangelizador y misionero pero, en realidad, ha perdido una gran parte de su proyección social. El retorno al ámbito colectivo requiere de  una nueva teoría social. En primer lugar hace falta, por supuesto, tener fe en que ello es posible. Esta teoría debería incluir todos los avances laicos al respecto, pero también conceptos básicos para el desarrollo espiritual del hombre en sociedad. Se trata de un planteamiento que acepta también la creación plenamente humana y, ante la crisis, hace posible el nacimiento de un nuevo paradigma a través del cual se podrá nutrir nuevamente la fe. La semilla de la que nos hablaba Jesús es hoy un árbol cuyas ramas son cada una de las diferentes disciplinas, desde el arte a la filosofía o incluso la ciencia (biológica, tecnológica…). Debemos tener fe en que ninguna va a conducir, en última instancia, a la negación de Dios, pues nacen del Espíritu, se nutren de él. Para los cristianos, Jesús es Verdad y Vida, lo cual quiere decir que la vida es espíritu.
Por otro lado, aunque el laicismo es hoy ampliamente aceptado en el  campo pedagógico,  también es cierto que ya sufrimos las consecuencias del olvido de la educación espiritual del ciudadano (y no me refiero precisamente a la asignatura de Religión). El Magisterio, entendido desde una perspectiva mucho más amplia que la de la catequización, es una de las mayores responsabilidades de nuestro tiempo. Dostoyevski  refleja magistralmente esta idea de Magisterio en el discurso del Padre Zósimo, (personaje esencial de Los hermanos Karamazov) antes de su muerte: transmitir con entusiasmo nuestra vida espiritual, con ejemplos que lleguen a todos, pues “el pueblo se encuentra perdido sin la palabra de Dios, ya que está sediento de ella y de todo lo que sea bondad”. Esto no es misión del sacerdote, sino de cada uno de los que profundizamos en el estudio de la espiritualidad en todas sus manifestaciones, y nos exige escucha atenta y fortaleza de fe. Todo un reto.

   Aun así, no puede culparse totalmente al laicismo de esta situación. El cristianismo (entre otras tradiciones religiosas) vive realmente una crisis de fe en sus dogmas y sufre, asimismo, una desconfianza hacia la razón que le impide reformular estos dogmas en el lenguaje de nuestro tiempo. El sujeto no entiende, pero tampoco cree. Fruto de esta situación es, aparte del auge del agnosticismo, la vuelta en algunos casos a la literalidad como incondicionalidad de la fe. Es necesario que dicha fe se dirija no sólo a los libros sagrados de cada religión, sino también al poder humano para entenderlos. La confianza en el poder del hombre, como imagen y semejanza de Dios, pasa por la confianza en su razón. El cristianismo, desde su origen, muestra ya una interpretación de la Biblia que trasciende la literalidad. Para el cristiano, la auténtica revelación se encuentra escondida en el texto, por lo que es preciso extraer del mismo su crisol. Este mensaje profundo no quedará al margen de la historia. A pesar de que numerosos teólogos criticaron en su momento la peligrosa contaminación de lo que se consideraba revelación por su contacto con el helenismo, lo cierto es que esta cultura aportó un marco conceptual que permitió que el mensaje original germinara. De esta manera, nació nada menos que un nuevo mundo espiritual y, poco a poco, una nueva realidad a otros niveles. La unión de la fe con la razón llegó a ser tan intensa que, en la actualidad, la Escritura es entendida mayormente a través de los conceptos desarrollados por la teología aunque, en muchos casos, se ha llegado a olvidar la importancia de esa recepción inmediata del contenido de la fe o de la mediación de otras disciplinas esenciales como la filosofía.
Podemos pedir una intrusión del cristianismo sin complejos en el mundo intelectual. El budismo, hoy día, ha mostrado su coincidencia con ciertas ideas de la física cuántica para protagonizar una reconciliación entre el mundo religioso y el científico. Pero es en la idea del origen donde creo que la ciencia, poco a poco, va teniendo que escuchar a las tradiciones espirituales (y filosóficas, dicho sea de paso). A pesar de las inercias del mecanicismo del siglo XVIII, hoy las investigaciones se enfrentan a la barrera de lo que se han venido a llamar “singularidades”, que escapan totalmente a las leyes de un mundo mecánico. Aunque la idea de Dios en la ciencia todavía es anatema, no podemos olvidar que los más grandes científicos han tratado de conciliar este hiato: Newton quería acercarse a Dios por medio del estudio de su creación; una de las más famosas frases de Einstein, que se manifestó como creyente en algunas de sus más célebres citas, se refería a que Dios no juega a los dados (es decir, que este mundo no es por azar); Penrose (estudioso del Big-bang y los agujeros negros) hablaba de la supremacía de la conciencia sobre la materia…
Por último, en mi mirada al cristiano de hoy veo que hay conceptos como el de “salvación” que arrastran imágenes ya muy caducas. Se trata de un concepto fundamental para el sentido de la existencia y, no obstante, es uno de los más olvidados en el debate teológico de nuestros días. El creyente no se enfrenta ya al miedo a la condenación eterna, sino a la nada. La duda no se establece entre la salvación o la condena, sino entre si existe algo después de la muerte o no. Por ello, la angustia es aún peor si cabe, y se vuelve necesaria una profundización en el concepto de “salvación” a partir de las condiciones de nuestra época. En primer lugar, sería necesario aclarar si es posible una salvación individual o si Jesús nos transmitió una idea de salvación universal. ¿Y no nos recuerda esto a una utopía o a los fines ansiados por tantos movimientos sociales  e intelectuales en búsqueda de ese mundo mejor y posible (o, mejor dicho, necesario)? Este concepto puede ser clave también en el debate ético: ¿es posible otro premio que el de la salvación entendida de esta manera? Pero los interrogantes del cristiano no se agotan en la salvación, sino que se extienden hacia la Justicia, la Libertad, el Bien… Hoy huele a escepticismo entre muchos cristianos y, por supuesto, la convicción de la futura llegada de un Reino de Dios está en estado de coma. Está claro que una de las víctimas de nuestra época es la utopía."

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