"En la actualidad, el cristianismo
se enfrenta a un mundo de ideas que germinaron a partir de la nueva identidad
que supuso Jesús, pero que se han alejado tanto de su origen que ya resulta
irreconocible su punto de partida. Esta situación está provocando, en muchos
casos, un cuestionamiento más o menos consciente de las creencias y una mirada
del cristiano a su comunidad en busca de una nueva guía. Como creyente me siento
sujeto de transmisión de una Palabra, interpretando el mundo por medio de las
herramientas aportadas, en parte, por una tradición religiosa; como sujeto
histórico, me siento inmersa en un contexto que plantea cuestiones
fundamentales a mi sentido de la vida a través de conceptos desarrollados al
margen relativamente de dicha tradición. De hecho, gran parte de estos
conceptos nacieron de una identidad cristiana pero fueron desarrollados más
tarde por su integración en corrientes de pensamiento más o menos
independientes del cristianismo. La Iglesia, como institución que estructura,
unifica y difunde el mensaje de fe, debería ser la organizadora de los
conceptos básicos a través de los cuales puedo tomar mi autoconciencia cristiana más allá de la inmediata
experiencia de fe. Pero la tremenda crisis de esta institución deja al creyente
solo en una vida espiritual circunscrita exclusivamente a su intimidad y, por
tanto, condenada a la inexorable incompletud de esta vivencia que pertenece a
una de las dimensiones esenciales del ser humano.
El cristiano de hoy se encuentra
ante el dilema de una religión circunscrita al ámbito puramente personal o el
de una comunidad de creyentes con manifestación de sus mandamientos en el
ámbito social y político. El divorcio Iglesia-Estado supone un serio
cuestionamiento de la capacidad del espíritu de crear preceptos morales y
sociales. Para el creyente, esto significa que ha de aceptar forzosamente una
división en sí mismo, según la cual ha
de comportarse de una manera como creyente y de otra como ciudadano, de una
manera en su ámbito personal y de otra en el público. Para el ciudadano en
general, esta segregación de la religión
establece que la ética, la política y la sociedad no se basan en unos
principios inherentes al hombre, sino en un voluntarismo que pretende
reglamentar la convivencia entre individuos entendidos como principio y fin de
sí mismos. El cristianismo representó el comienzo de una separación entre
responsabilidad individual y colectiva, y el desarrollo de la cultura
occidental, como no podía ser de otra manera, ha supuesto un camino similar
entre sujeto y comunidad. La exaltación de los valores del individuo desde la
modernidad ha derivado en una concepción muy personalista de la relación con
Dios que asemeja enormemente el cristianismo al protestantismo. Jesús
trascendió la idea de Salvación ligada a un pueblo elegido, transmitiéndonos la
idea de un Reino para todos. Pero el
individuo no realiza este camino aislado frente a Dios, sino que se integra en una nueva comunidad sin fronteras y sin
diferencias por nacimiento.
La Iglesia de hoy viene
intentando recuperar su ámbito social por medio del activismo, a través de su
papel evangelizador y misionero pero, en realidad, ha perdido una gran parte de
su proyección social. El retorno al ámbito colectivo requiere de una nueva teoría social. En primer lugar hace
falta, por supuesto, tener fe en que ello es posible. Esta teoría debería
incluir todos los avances laicos al respecto, pero también conceptos básicos para
el desarrollo espiritual del hombre en
sociedad. Se trata de un planteamiento que acepta también la creación
plenamente humana y, ante la crisis, hace posible el nacimiento de un nuevo paradigma a través del cual se podrá nutrir
nuevamente la fe. La semilla de la que nos hablaba Jesús es hoy un árbol cuyas
ramas son cada una de las diferentes disciplinas, desde el arte a la filosofía
o incluso la ciencia (biológica, tecnológica…). Debemos tener fe en que ninguna
va a conducir, en última instancia, a la negación de Dios, pues nacen del
Espíritu, se nutren de él. Para los cristianos, Jesús es Verdad y Vida, lo cual
quiere decir que la vida es espíritu.
Por otro lado, aunque el laicismo
es hoy ampliamente aceptado en el campo
pedagógico, también es cierto que ya
sufrimos las consecuencias del olvido de la educación espiritual del ciudadano (y no me refiero precisamente a
la asignatura de Religión). El Magisterio, entendido desde una perspectiva
mucho más amplia que la de la catequización, es una de las mayores
responsabilidades de nuestro tiempo. Dostoyevski refleja magistralmente esta idea de
Magisterio en el discurso del Padre Zósimo, (personaje esencial de Los hermanos Karamazov) antes de su
muerte: transmitir con entusiasmo nuestra vida espiritual, con ejemplos que
lleguen a todos, pues “el pueblo se
encuentra perdido sin la palabra de Dios, ya que está sediento de ella y de
todo lo que sea bondad”. Esto no es
misión del sacerdote, sino de cada
uno de los que profundizamos en el estudio de la espiritualidad en todas sus
manifestaciones, y nos exige escucha atenta y fortaleza de fe. Todo un
reto.
Aun así, no puede culparse totalmente al laicismo de esta situación. El
cristianismo (entre otras tradiciones religiosas) vive realmente una crisis de
fe en sus dogmas y sufre, asimismo, una desconfianza hacia la razón que le
impide reformular estos dogmas en el lenguaje de nuestro tiempo. El sujeto no
entiende, pero tampoco cree. Fruto de esta situación es, aparte del auge del
agnosticismo, la vuelta en algunos casos a la literalidad como
incondicionalidad de la fe. Es necesario que dicha fe se dirija no sólo a los
libros sagrados de cada religión, sino también al poder humano para entenderlos. La confianza en el poder del hombre,
como imagen y semejanza de Dios, pasa por la confianza en su razón. El
cristianismo, desde su origen, muestra ya una interpretación de la Biblia que
trasciende la literalidad. Para el cristiano, la auténtica revelación se
encuentra escondida en el texto, por lo que es preciso extraer del mismo su
crisol. Este mensaje profundo no quedará al margen de la historia. A pesar de
que numerosos teólogos criticaron en su momento la peligrosa contaminación de
lo que se consideraba revelación por su contacto con el helenismo, lo cierto es
que esta cultura aportó un marco conceptual que permitió que el mensaje
original germinara. De esta manera, nació nada menos que un nuevo mundo
espiritual y, poco a poco, una nueva realidad a otros niveles. La unión de la
fe con la razón llegó a ser tan intensa que, en la actualidad, la Escritura es
entendida mayormente a través de los conceptos desarrollados por la teología
aunque, en muchos casos, se ha llegado a olvidar la importancia de esa recepción inmediata del contenido de la
fe o de la mediación de otras disciplinas esenciales como la filosofía.
Podemos pedir una intrusión del
cristianismo sin complejos en el mundo intelectual. El budismo, hoy día, ha
mostrado su coincidencia con ciertas ideas de la física cuántica para
protagonizar una reconciliación entre el mundo religioso y el científico. Pero
es en la idea del origen donde creo que la ciencia, poco a poco, va teniendo
que escuchar a las tradiciones espirituales (y filosóficas, dicho sea de paso).
A pesar de las inercias del mecanicismo del siglo XVIII, hoy las
investigaciones se enfrentan a la barrera de lo que se han venido a llamar
“singularidades”, que escapan totalmente a las leyes de un mundo mecánico.
Aunque la idea de Dios en la ciencia todavía es anatema, no podemos olvidar que
los más grandes científicos han tratado de conciliar este hiato: Newton quería
acercarse a Dios por medio del estudio de su creación; una de las más famosas
frases de Einstein, que se manifestó como creyente en algunas de sus más
célebres citas, se refería a que Dios no juega a los dados (es decir, que este
mundo no es por azar); Penrose (estudioso del Big-bang y los agujeros negros)
hablaba de la supremacía de la conciencia sobre la materia…
Por último, en mi mirada al
cristiano de hoy veo que hay conceptos como el de “salvación” que arrastran
imágenes ya muy caducas. Se trata de un concepto fundamental para el sentido de
la existencia y, no obstante, es uno de los más olvidados en el debate
teológico de nuestros días. El creyente no se enfrenta ya al miedo a la
condenación eterna, sino a la nada.
La duda no se establece entre la salvación o la condena, sino entre si existe
algo después de la muerte o no. Por ello, la angustia es aún peor si cabe, y se
vuelve necesaria una profundización en el concepto de “salvación” a partir de
las condiciones de nuestra época. En primer lugar, sería necesario aclarar si
es posible una salvación individual o si Jesús nos transmitió una idea de salvación universal. ¿Y no nos recuerda
esto a una utopía o a los fines ansiados por tantos movimientos sociales e intelectuales en búsqueda de ese mundo
mejor y posible (o, mejor dicho, necesario)? Este concepto puede ser clave
también en el debate ético: ¿es posible otro premio que el de la salvación
entendida de esta manera? Pero los interrogantes del cristiano no se agotan en
la salvación, sino que se extienden hacia la Justicia, la Libertad, el Bien…
Hoy huele a escepticismo entre muchos cristianos y, por supuesto, la convicción
de la futura llegada de un Reino de Dios está en estado de coma. Está claro que
una de las víctimas de nuestra época es la utopía."
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