Otto Dix, La guerra (1929-32) |
John Kenneth Galbraith (1908-2006) fue un economista británico que destaca por su pensamiento honesto, que no repara en poner el dedo en la llaga de las grandes lacras de la economía capitalista, criticando las prácticas inmorales de sus adalides, al tiempo que, sin ser socialista, reconoce las virtudes de la vida y pensamiento de algunos de sus próceres. Hemos seleccionado un texto que tiene un carácter clarificador y que, precisamente por su gran lucidez, pensamos que puede resultar de utilidad en el momento actual, lleno aún de ambigüedades de las que pensadores como Galbraith logran desprenderse. No tiene desperdicio:
«Imperialismo y
capitalismo.
[Lenin, en] El imperialismo
llenó una enorme laguna en el pensamiento y en la política revolucionarios. Más
de medio siglo antes, Marx había predicho la “inmiseración” –el término es
suyo- de los trabajadores. Su desesperación y las contradicciones internas y
consiguiente debilitación del sistema provocarían el derrumbamiento del
capitalismo. Esto no era la contingencia remota que preveía Marx. Era algo
inminente. En aquellos cincuenta años, el capitalismo se había fortalecido; los
trabajadores –y Lenin era demasiado realista para negarlo- eran menos
revolucionarios que antes. Aquí daba la explicación. El capitalismo había
pasado a una nueva fase. En esta fase, las colonias eran importantes, no como
mercado, según sostenía la ortodoxia marxista, sino como medio de inversión y
consiguiente desarrollo. Esta inversión y este desarrollo coloniales habían
dado nueva fuerza, nuevo poder estable, al capitalismo europeo y
norteamericano. También había
recompensado a los trabajadores de los países capitalistas y hecho posible,
en términos de Lenin, que los
capitalistas “sobornasen a los dirigentes de los obreros y la capa superior de
la aristocracia del trabajo”. Los obreros sobornados perdían su agresividad y
cabalgaban cómodamente sobre las espaldas de sus camaradas asiáticos, africanos
y latinoamericanos.
Pero esto no podía durar. Esta inversión sólo había dado un
breve respiro al capitalismo. Los territorios coloniales se estaban agotando;
la guerra actual reflejaba la desesperada necesidad que tenían los países
capitalistas de tierras de esta clase. Marx sería reivindicado. Mientras tanto,
quedaba explicado el comportamiento de los dirigentes –oportunistas, los llamaba
Lenin- en tiempo de guerra. Pero había otra e incluso más importante
consecuencia.
Marx pensaba que la Revolución sólo era una salida para los países
industrialmente avanzados de Occidente. Los otros tenían que industrializarse
primero y crear un proletariado. Sólo entonces adquiriría todo su valor la idea
de la Revolución. El
imperialismo y el inherente desarrollo industrial contribuirían a acercar el
día de la Revolución
en el mundo colonial. Por esto, según Marx, los ingleses representaban una
fuerza progresiva en la India.
En cambio, Lenin decía que la Revolución era tan
urgente para los países industrialmente atrasados como para los avanzados, tan
necesaria para los chinos, los indios, los africanos y demás pueblos del que
hoy llamamos Tercer Mundo, como para los europeos y los americanos. Los ricos
tenían la culpa de la pobreza de los países pobres. Sólo mediante la Revolución podrían los
países pobres quitarse de encima a los capitalistas y a los trabajadores de los
países avanzados. Lenin llevó la revolución a Rusia. Pero también la envió a
China.
La prueba suprema.
Pero no nos adelantemos. Volvamos a Suiza, donde los
socialistas convocaron de nuevo una de sus conferencias. Ésta se celebró en la
primavera de 1916 en Kienthal. La matanza, en el Este y en el Oeste, empezó a
surtir algún efecto: doce delegados, en vez de ocho, se pusieron al lado de
Lenin. El manifiesto resultante, aunque todavía precavido, declaraba que era
“imposible establecer una paz duradera sobre la base de la sociedad capitalista…
(ya que) la lucha por una paz duradera sólo puede ser una lucha para la
realización del socialismo”. En prueba de que aquella precaución no era
infundada, tres oficiales y treinta y dos soldados alemanes fueron fusilados al
mes siguiente, por repartir copias de este documento en las trincheras.
Caspar David Friedrich, Árbol con cuervos (1823) |
Una brutalidad a duras penas necesaria. Porque la guerra en Occidente no demostraba que la
coalición de los capitalistas y las viejas clases gobernantes fuese incapaz de
imponerse a las masas, sino que, por el contrario, revelaba que su fuerza era
casi inverosímil. Demostraba que era capaz de enviar a millones de hombres a la
muerte, sin apenas un murmullo y, a menudo, con entusiasmo.
El día D de 1944, fecha decisiva de la Segunda Guerra en Occidente,
murieron 2.491 soldados norteamericanos, ingleses y canadienses. El 1º de julio
de 1916, primer día de la batalla del Somme –un solo día en una sola batalla-,
19.240 soldados británicos fueron muertos o murieron después a causa de las
heridas. La liberación de Francia, en 1944, costó a los Ejércitos aliados unos
40.000 muertos. Para avanzar diez kilómetros en el Somme, en 1916, se calcula
que murieron 145.000 ingleses y franceses. La batalla del Somme tuvo por objeto
en parte aliviar la presión sobre Verdún, que era un sector muy disputado.
Dentro del mismo año, murieron 270.000 soldados franceses y alemanes en Verdún.
Ningún campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial, a
excepción de los de Rusia, igualó los horrores de la primera. […]
De esta manera se puso a prueba el sistema. Tampoco se hizo ningún esfuerzo, al menos
al principio, para disimular la naturaleza de la guerra. Se luchaba por el rey
y por el país, o, en términos más rudos, por los gobernantes y el sistema.
No se decía a los hombres que iban a combatir por su vida o por su libertad;
respondían, de un modo personal, al mal genio y a la desenfrenada ambición del
káiser. Hubo que esperar a que los
Estados Unidos entrasen en guerra a fin de que se manifestase su superior
capacidad para encontrar justificaciones morales. Entonces, la contienda se
convirtió en una guerra para salvar la democracia en el mundo.
Para recordar a los hombres por quienes luchaban, los
gobernantes tradicionales o sus retoños visitaban rápidamente las trincheras de
vez en cuando. Siempre iban elegantemente ataviados y debidamente escoltados.
En ocasiones, en el bando alemán, se ponían tablas en el suelo para que las
botas no se manchasen de sangre cuajada. Se aceptaba que los soldados fuesen
dirigidos o enviados a la muerte por oficiales que ostentaban su rango gracias
a su noble cuna o a una posición social superior.
Los hombres aceptaban el concepto de heroísmo a la sazón
vigente y no parecían quejarse del mismo. No era cuestión de valor, sino de
rango. Los héroes más grandes eran Hindenburg, Haig, Foch, Pétain y el rey
Alberto de los belgas. Las clases gobernantes, por encima de cierto nivel,
podían ser muy valientes y estar al mismo tiempo muy seguras.
Más importante aún: el
sistema soportaba mejor esta terrible prueba en los lugares donde el poder
capitalista era más fuerte. Los Dominios británicos constituían el
principal ejemplo de poder burgués, como opuesto al poder tradicional. Los relativamente educados y cultos
soldados de estos países eran los que aceptaban de mejor grado la propia muerte.
Los canadienses, australianos y neozelandeses alcanzaron fama especial como
combatientes. Pero los soldados de los más viejos países capitalistas también
lucharon bien. El proletariado industrial de Alemania y de Inglaterra era muy
de fiar, cosa que contrariaba a Lenin.
En cambio, los
campesinos eran, en su conjunto, mucho menos manejables. En 1917, después
de la ofensiva de Nivelle, los soldados franceses, de mayoría campesina, dieron
muestras de resistencia a su inmolación en masa y a los consiguientes malos
tratos. Se tardó algún tiempo en dominar el motín. Los atrasados campesinos de
Austria-Hungría mostraron aún menos entusiasmo en la batalla. Como cabía
esperar, las minorías nacionales eran también poco entusiastas, y los rutenos, y
más tarde los checos, demostraron su excelente disciplina marchando contra el
enemigo, no como individuos, sino en unidades. Y el ejército más analfabeto y
atrasado de todos, el del país donde el capitalismo era menos avanzado, fue el
primero en abandonar la lucha. Era el Ejército del zar».
John Kenneth Galbraith (1981 [edición original:1977]), La era de la incertidumbre, Barcelona,
Plaza&Janés, pp. 152-157.
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