Transcribimos en dos partes la ponencia realizada por
Francisco Almansa el día 15 de junio en el Centro Indalo Loyola de Almería, en
el contexto de la Mesa
Redonda titulada "Alternativas a la economía
capitalista: de la economía del tener a la del dar":
Claudio de Lorena, Puerto con el embarque de Santa Úrsula (1824) |
Antes de abordar cuáles, a nuestro parecer, han de
ser estos presupuestos, es necesario preguntarse cuáles son, a su vez, los
presupuestos antropológicos que nos han llevado a la situación en la que nos
encontramos. Aun así, en uno y otro caso estamos hablando de nosotros mismos,
sean cuales sean los presupuestos que se den. ¿Qué es, por tanto, aquello que
nos hace identificables en el antes y el después y que, sin embargo, ha de
cambiarse?
Nuestra respuesta es que el ser
humano es un ser que valora y, lo que es más importante, que es el
ser que se valora a sí mismo. Ahora bien, este atributo que nos
identifica como humanos es también el que nos separa y hasta nos lleva a
comportarnos como inhumanos. Por tanto, lo que hay que encontrar es la esencia
misma del valor para, a partir de ella, establecer la jerarquización
inherente a los valores, pues lo que hay que cambiar es precisamente la jerarquía
de los mismos tal y como ahora rige -que es la que realmente se impone por
encima de las rimbombantes declaraciones de derechos humanos, cada día más
vaciadas de contenido y más instrumentalizadas al servicio de intereses
inconfesables-.
En primer lugar hay que
preguntarse, para entender algo de lo que nos está sucediendo, qué implica una
crisis de valores, pues la jerarquización de los mismos realmente existente
en estos momentos es la consecuencia de una crisis de valores que nosotros
denominamos Valores del Ser. Esta crisis comenzó a gestarse hace ya
muchos años y sus efectos han sido contrarrestados -o mejor dicho,
enmascarados- por las expectativas de una prosperidad, en apariencia sin
límite, que se ha vivido en el Primer Mundo. Sin embargo, con la actual
coyuntura se ha puesto meridianamente claro, como en el cuento conocido de
todos, que el rey está desnudo.
Una crisis de valores supone, por lo anteriormente
dicho, una crisis en el mismo núcleo de la identidad humana[1].
Y puesto que somos seres que nos autovaloramos, la crisis es asimismo una
crisis de autovaloración. A consecuencia de la misma, el naufragar de la Ética
es inevitable como, al menos, aspiración de que «el deber ser» se fundamente en
los mismos presupuestos racionales para todos.
Relativización de la Justicia y del Bien: lo que está "mal" dentro de un país, está "bien" si tiene lugar fuera de sus fronteras. |
Una crisis de valores
supone que se ha perdido, por tanto, un patrón único de lo que es el Bien, y
con ello tanto el Bien como su contrario, el Mal, se han vuelto, esta vez sí,
relativos, es decir: dependiendo de los contextos. Pero cuando la ética y el
bien se han relativizado surgen múltiples bienes incompatibles, lo que hace que
los males aparezcan aún en mayor número, pues éstos se hacen más compatibles. Sin
embargo, si sólo por el Bien se nos puede exigir que nos sacrifiquemos, está
meridianamente claro que hoy el Bien es el Mercado[2].
¿QUÉ
SUCEDE SI LA ÉTICA NAUFRAGA?
La relativización de la
ética, así como del bien, lleva a una desvalorización general y, por lo tanto,
todo se vuelve opinable; lo que hace que la justicia, asimismo, se vuelva arbitraria. Pero esta desvalorización favorece a los
privilegiados porque, a la pregunta de si es bueno que unos tengan mejor aire
que respirar, mejores alimentos, entornos urbanos no degradados, lujos como
proyección de una imagen social, etc., frente a otros que, por supuesto, carecen
de esto último y sufren de graves deficiencias en otros aspectos,
ante esta pregunta, la respuesta, que hemos oído muchas veces, es de naturaleza puramente pragmática: acentuar las
diferencias no es bueno para la «cohesión social».
Decíamos que el ser
humano se valora a sí mismo y es por esto que lo consideramos un patrón de
valoración. Pero, ¿cuál es la condición para que valore? Esta condición es que el ser humano sea conciencia. Es decir, que su dimensión esencial sea la conciencia, por la cual existir y no existir pueden diferenciarse. No olvidemos que para que algo tenga sentido es necesario que se diferencie de lo que no es.
¿Qué valor tiene un
universo por inmenso que sea en el que, por no haber conciencia alguna, existir y no
existir no puedan diferenciarse? El valor, por tanto, viene al mundo por la
conciencia, que es, en el sentido anterior, un afirmarse del Ser frente a la
nada. Al considerarse que la existencia del ser humano no tiene sentido en
el universo, se elimina la misma fuente de sentido en él.
Ahora bien, si la
ética, el bien, la justicia, el sentido, se desvalorizan, ¿qué sucede? Pues que
son los valores instrumentales los que toman el relevo.
La única relación con sentido que nos lleva a la Vida Bella es aquélla que se basa en La Gratuidad , conforme a La Justicia del Ser. |
Pero a los valores
instrumentales se les pide eficiencia en relación a la función para la cual
fueron concebidos y, como el espacio propio de la eficiencia a nivel de sociedad
de los valores instrumentales es la economía, esta dimensión de la praxis
social se convierte en la ley de las demás dimensiones sociales, dominando la
conciencia de los hombres hasta tal punto que, como se ha dicho anteriormente,
el Yo -que es precisamente la forma de conciencia que nos singulariza- es visto
como algo manipulable -o sea, como un medio- que sirve a la eficiencia
económica, medida esencialmente en términos de rentabilidad monetaria. Como
sabemos, el dinero nada es en sí mismo pero, por mor del totalitarismo
económico, se convierte en patrón de medida de la valoración del Yo.
[1] El
médico y teórico Eugene Yates… nos comunicó por escrito que «el hecho de que
sólo tengamos unos pocos genes más
que un ratón (la diferencia estimada es de aproximadamente 300) [sugiere
que] somos mayormente ratones». Scheneider, E. D., Sagan, D., La termodinámica de la Vida, p. 372.
-Paráfrasis de D. Sagan tomada de Tallulah Ban Khead: «Puede que seamos tan puros como el agua de cloaca».
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