Rosa María Almansa Pérez
Doctora en Historia y profesora universitaria de Historia Contemporánea.
En un momento como el que vivimos, la pregunta por la democracia aflora una y otra vez. Ello es lógico si tenemos en cuenta que, en sus circunstancias actuales, la democracia cada vez se disocia más de lo que se consideraba su ideal primigenio, cuyos orígenes se remontan a la antigüedad clásica y, principalmente, a las revoluciones inglesa, americana y francesa. En ellas se buscaba una extensión más universal de derechos, lo que pasaba inevitablemente por el cuestionamiento de determinados privilegios basados en supuestos méritos. Es posible que nos encontremos en un momento semejante, si bien cabe pensar que no se trate ahora tanto simplemente de extender derechos como de cuestionar la legitimidad de algunos de ellos. Así, por ejemplo, cabría preguntarse: ¿tiene derecho una sociedad, por el hecho de constituir una democracia,a erigir un imperio? O ¿debe existir en ella el derecho a explotar al prójimo? La extensión simplemente formal de derechos conduce a tales contradicciones, porque a través de tales derechos formales se encubren distribuciones asimétricas de poder por las cuales el auténtico poder de decisión queda para muchos anulado y para otros notablemente reducido.
Muchas de las voces que pretenden hoy alzarse contra lo que viene considerándose crecientemente como una subversión de la democracia, así como mi participación en los movimientos sociales y de protesta, especialmente el 15M, me han permitido comprobar que suele asimilarse democracia con participación y opinión. Casi exclusivamente. La democracia, se nos dice, no se ejerce solo en los parlamentos: debe estar también en la calle, en los ámbitos micro de participación, y/o en el ejercicio directo del voto a través de procedimientos telemáticos. Así, se nos recuerda también con cierta insistencia que no consiste exclusivamente en votar cada cierto número de años, pretendiéndose rescatar, como hacen determinados foros, el procedimiento del plebiscito frecuente y vinculante como alternativa a la carta en blanco concedida a la casta política a través de los procesos electorales. En otras ocasiones, se apela a la reforma de la ingeniería de estos últimos como medio para terminar con la deficiente representatividad de los diferentes intereses y sensibilidades sociales.
Ahora bien, cabe, ante lo anterior, plantearse algunas cuestiones que parecen de importancia. Mujeres y hombres, y, en general, una sociedad que pretenda considerarse libre, no pueden dejar de preguntarse en qué consiste principalmente la democracia. Si estriba fundamentalmente en abrir, en ampliar la participación, conviene caer en la cuenta de que se está olvidando en buena medida la cuestión esencial de los vínculos que deben regir socialmente entre los seres humanos, algo que no debiera dejarse únicamente al albur de las relaciones de fuerzas que puedan configurarse en un determinado momento. Y, sin embargo, parece que ser crítico debe consistir más bien en tratar de ir al fondo de las cosas que centrarse preferentemente en los procedimientos. Así, una sociedad libre debe poder ante todo diferenciarse por las relaciones que imperen entre sus miembros, que debe ser conformes al ser esencial de los mismos y al del conjunto (incluyendo también a otros seres y a la naturaleza), más que únicamente al proceso de toma de decisiones, sin que pretenda restársele a esta última la importancia que le es debida. Y si decimos que nuestro ser esencial consiste en el núcleo de nuestra humanidad, entendida fundamentalmente como capacidad de dar, más que de tomar, y de realización de lo mejor de nosotros mismos en función de las potencialidades que nos son propias, resulta claro que todo esto tiene poco que ver con la promoción de nuestros intereses (que no derechos), tal y como suelen estos entenderse. Es más, resulta legítimo preguntarse si la realización de tales «intereses» no menoscaba en muchos casos nuestra propia humanidad o la de otros, socavando o impidiendo, pues, la construcción de una comunidad solidaria, que es la auténtica base, en mi opinión, sobre la que puede construirse una democracia que, verdaderamente, quepa entender como tal.
Lo anterior, naturalmente, nos conduce inevitablemente a la contemplación de la cuestión de la igualdad como fundamento de una democracia. En primer lugar, por la razón obvia, aunque sorprendentemente tantas veces olvidada, de que la carencia de oportunidades para la formación y la realización humana merman nuestra capacidad para decidir con conocimiento de causa. En otras palabras: la libertad para decidir no puede ser solo formal; debe ser también, y sobre todo, real. Y ésta solo puede lograrse no siendo a medias lo que somos, sino completamente, porque la realización de nuestra humanidad no puede ser un lujo, ni un factor dependiente de variables económicas, sino la premisa de la economía de la que nosotros, junto a los otros seres de la Tierra, somos el centro. Además, y en relación a esta entrada de la igualdad en la necesaria reflexión sobre la democracia, cabe decir, en segundo lugar, que es el privilegio el principal corruptor de las relaciones humanas, puesto que se trata de un activo creador de mundos paralelos y de imposible comunicación entre sí, pues estos se basan en la posición que sus protagonistas crean tener, naturalmente y por méritos propios, en la estructura social, deformando, en función de este factor, la visión del todo, e impidiendo con ello una visión ajustada y empática del otro, al que se contemplará como extraño y, con frecuencia, como una amenaza más o menos velada.
Si somos consecuentes con lo anterior, parece claro que puede postularse el siguiente enunciado: para que exista verdaderamente democracia, todo representante debe vivir como el representado.
O, en el caso del ejercicio de formas de democracia más directa, todo participante debe vivir como los demás. Esto garantizaría dos cosas: en primer lugar, que, al compartir el mismo tipo de formas de vida, preocupaciones, alegrías y dificultades de los otros, podremos verdaderamente ejercer la política por el bien de todos. El otro ya no será una abstracción, sino un igual, un compañero de camino, un semejante. En segundo lugar, la estrecha proximidad de formas de vida material es lo único que podrá asegurar que aflore nuestra auténtica diversidad (que no desigualdad), que no se encontrará de esta forma enmarañada con falsas identidades sociales.
En otro momento de crisis aguda de un sistema político-social, Sieyès demostró que lo tenía claro: una nación, que es el todo, es incompatible con los privilegios, que dan lugar a naciones aparte. Y esto no cabe entenderlo únicamente desde una perspectiva política, sino también, y fundamentalmente, social. Así pues, si comenzamos a entender por privilegio el hecho de no vivir como el otro, conclusión a la que no se podía llegar aún en la revolución francesa, habrá que sacar consecuencias. Parece que ya va siendo hora.
Doctora en Historia y profesora universitaria de Historia Contemporánea.
En un momento como el que vivimos, la pregunta por la democracia aflora una y otra vez. Ello es lógico si tenemos en cuenta que, en sus circunstancias actuales, la democracia cada vez se disocia más de lo que se consideraba su ideal primigenio, cuyos orígenes se remontan a la antigüedad clásica y, principalmente, a las revoluciones inglesa, americana y francesa. En ellas se buscaba una extensión más universal de derechos, lo que pasaba inevitablemente por el cuestionamiento de determinados privilegios basados en supuestos méritos. Es posible que nos encontremos en un momento semejante, si bien cabe pensar que no se trate ahora tanto simplemente de extender derechos como de cuestionar la legitimidad de algunos de ellos. Así, por ejemplo, cabría preguntarse: ¿tiene derecho una sociedad, por el hecho de constituir una democracia,a erigir un imperio? O ¿debe existir en ella el derecho a explotar al prójimo? La extensión simplemente formal de derechos conduce a tales contradicciones, porque a través de tales derechos formales se encubren distribuciones asimétricas de poder por las cuales el auténtico poder de decisión queda para muchos anulado y para otros notablemente reducido.
Muchas de las voces que pretenden hoy alzarse contra lo que viene considerándose crecientemente como una subversión de la democracia, así como mi participación en los movimientos sociales y de protesta, especialmente el 15M, me han permitido comprobar que suele asimilarse democracia con participación y opinión. Casi exclusivamente. La democracia, se nos dice, no se ejerce solo en los parlamentos: debe estar también en la calle, en los ámbitos micro de participación, y/o en el ejercicio directo del voto a través de procedimientos telemáticos. Así, se nos recuerda también con cierta insistencia que no consiste exclusivamente en votar cada cierto número de años, pretendiéndose rescatar, como hacen determinados foros, el procedimiento del plebiscito frecuente y vinculante como alternativa a la carta en blanco concedida a la casta política a través de los procesos electorales. En otras ocasiones, se apela a la reforma de la ingeniería de estos últimos como medio para terminar con la deficiente representatividad de los diferentes intereses y sensibilidades sociales.
Ahora bien, cabe, ante lo anterior, plantearse algunas cuestiones que parecen de importancia. Mujeres y hombres, y, en general, una sociedad que pretenda considerarse libre, no pueden dejar de preguntarse en qué consiste principalmente la democracia. Si estriba fundamentalmente en abrir, en ampliar la participación, conviene caer en la cuenta de que se está olvidando en buena medida la cuestión esencial de los vínculos que deben regir socialmente entre los seres humanos, algo que no debiera dejarse únicamente al albur de las relaciones de fuerzas que puedan configurarse en un determinado momento. Y, sin embargo, parece que ser crítico debe consistir más bien en tratar de ir al fondo de las cosas que centrarse preferentemente en los procedimientos. Así, una sociedad libre debe poder ante todo diferenciarse por las relaciones que imperen entre sus miembros, que debe ser conformes al ser esencial de los mismos y al del conjunto (incluyendo también a otros seres y a la naturaleza), más que únicamente al proceso de toma de decisiones, sin que pretenda restársele a esta última la importancia que le es debida. Y si decimos que nuestro ser esencial consiste en el núcleo de nuestra humanidad, entendida fundamentalmente como capacidad de dar, más que de tomar, y de realización de lo mejor de nosotros mismos en función de las potencialidades que nos son propias, resulta claro que todo esto tiene poco que ver con la promoción de nuestros intereses (que no derechos), tal y como suelen estos entenderse. Es más, resulta legítimo preguntarse si la realización de tales «intereses» no menoscaba en muchos casos nuestra propia humanidad o la de otros, socavando o impidiendo, pues, la construcción de una comunidad solidaria, que es la auténtica base, en mi opinión, sobre la que puede construirse una democracia que, verdaderamente, quepa entender como tal.
Lo anterior, naturalmente, nos conduce inevitablemente a la contemplación de la cuestión de la igualdad como fundamento de una democracia. En primer lugar, por la razón obvia, aunque sorprendentemente tantas veces olvidada, de que la carencia de oportunidades para la formación y la realización humana merman nuestra capacidad para decidir con conocimiento de causa. En otras palabras: la libertad para decidir no puede ser solo formal; debe ser también, y sobre todo, real. Y ésta solo puede lograrse no siendo a medias lo que somos, sino completamente, porque la realización de nuestra humanidad no puede ser un lujo, ni un factor dependiente de variables económicas, sino la premisa de la economía de la que nosotros, junto a los otros seres de la Tierra, somos el centro. Además, y en relación a esta entrada de la igualdad en la necesaria reflexión sobre la democracia, cabe decir, en segundo lugar, que es el privilegio el principal corruptor de las relaciones humanas, puesto que se trata de un activo creador de mundos paralelos y de imposible comunicación entre sí, pues estos se basan en la posición que sus protagonistas crean tener, naturalmente y por méritos propios, en la estructura social, deformando, en función de este factor, la visión del todo, e impidiendo con ello una visión ajustada y empática del otro, al que se contemplará como extraño y, con frecuencia, como una amenaza más o menos velada.
Si somos consecuentes con lo anterior, parece claro que puede postularse el siguiente enunciado: para que exista verdaderamente democracia, todo representante debe vivir como el representado.
Miembro de la jet-set. |
En otro momento de crisis aguda de un sistema político-social, Sieyès demostró que lo tenía claro: una nación, que es el todo, es incompatible con los privilegios, que dan lugar a naciones aparte. Y esto no cabe entenderlo únicamente desde una perspectiva política, sino también, y fundamentalmente, social. Así pues, si comenzamos a entender por privilegio el hecho de no vivir como el otro, conclusión a la que no se podía llegar aún en la revolución francesa, habrá que sacar consecuencias. Parece que ya va siendo hora.
4 comentarios:
Hola Rosa.
Estamos de acuerdo. Sin igualdad la democracia es solo un decorado de cartón-piedra para legitimar una relación de explotación entre los que detentan el poder del capital y los que solo poseen el poder de su propia capacidad de trabajo.
Estamos intentando crear un movimiento de deslegitimación de la desigualdad socioeconomica a través de diversas iniciativas. Esta es una de ellas:
https://n-1.cc/g/autolimitacin_del_patrimonio_personal
El grupo es abierto y todas las aportaciones son bienvenidas.
Saludos cordiales.
Javier Arias
http://alterglobalizacion.com
Gracias Javier. Lo miro despacio y ya te cuento.
Un abrazo
Rosa
Hola Rosa, somos Tere y Luis de Sevilla.
Gracias por compartir esta reflexión que nos parece muy certera y diáfana.
Totalmente de acuerdo en que los privilegios son la fuente principal generadora de conflictos. Mientras no logremos crear filtros que impidan o reduzcan la asunción de privilegios por parte de las clases dirigentes, seguiremos teniendo una Democracia bastante descafeinada.
Besos
Hola Luis y Tere. Gracias por vuestro comentario. Estoy de acuerdo en lo que decís, especialmente en lo de los filtros. Seguramente ya sea hora de pensar qué filtros sería necesario establecer, especialmente aquellos que diferencien entre lo que son privilegios y lo que no lo son.
Besos.
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