Francisco Almansa González.
Hay quien ve en el 22M el punto de inflexión en
cuanto a la revelación de la existencia de un sujeto social transformador, dado
que entre diferentes organizaciones y movimientos sociales se habría encontrado
un punto de convergencia crítico en esa macromanifestación reivindicativa de
una dignidad que se nos quiere arrebatar. Yo no estuve allí, aunque me hubiese
gustado; sin embargo, no por ello he dejado de seguir con atención el
acontecimiento, pues qué duda cabe que desde el 15M se ha puesto de manifiesto
cierta capacidad de movilización social en la que el hartazgo, la denuncia y la
reivindicación son expresadas desde el único foro público -la calle- en el que
la verdad que brota de la impotencia y la humillación es expresada directamente
por los afectados. Esto constituye la verdadera garantía de autenticidad que les
libera del partidismo demagógico de sus «representantes»,
que en el foro de la «representación»
popular no pueden
Crisis. El Jardín de las Delicias. http://sarrigurenweb.com |
dejar de olvidarse de cuántos votos le pueden reportar sus
intervenciones. Pero tanto del evento mismo, así como de la interpretación que de
él se ha hecho en algunos casos, me interesa destacar
algunas cuestiones que creo que nos pueden servir de hitos para una reflexión
sobre el estado actual de nuestra conciencia autorreferencial colectiva como
condición necesaria para poder hablar a su vez del «sujeto social del cambio».
Lo cual conlleva necesariamente tener
una visión objetiva de cuál es la posición de dicho sujeto en las relaciones de
poder existentes; y, por tanto, tener bien claro cuál es el poder que en última
instancia es determinante en la estructuración y jerarquización del orden
social.
Tanto
en la lucha de la burguesía contra el antiguo régimen, como en la lucha del
proletariado contra el capitalismo, ambos se constituyeron en sujetos sociales
del cambio porque tomaron conciencia de que eran ellos, y más precisamente sus
actividades, las que constituían el eje central de la producción de valores
materiales. Ello los situaba en una posición privilegiada en el contexto de la
«razón instrumental» como agentes
insustituibles de la misma. Dicho de otra manera, fue por la economía
por lo que se tomó conciencia de las injusticias tanto del antiguo régimen como
del que lo sustituyó.
Las
reacciones contra las arbitrariedades, y, por tanto, contra las injusticias de
ambos sistemas, dieron origen a dos éticas que hasta el momento no se han
podido reconciliar en una ética de síntesis. Mientras las aspiraciones de la
burguesía dieron lugar a una ética de la libertad, las aspiraciones
del proletariado prefiguraron una ética de la solidaridad. Ahora
bien, sucede que cuando dos dimensiones constitutivas de nuestra humanidad se
disocian, imponiéndose una sobre la otra, resulta que ambas se frustran,
apareciendo con ello lo más opuesto a un sujeto social de cambio, o lo que D.
Riesman denominó como «muchedumbre solitaria».
Se
podría pensar que con el llamado «estado del bienestar» se había dado con la
panacea que reconciliaba interés individual y solidaridad social. Sin embargo,
se nos olvida, a mi parecer, dos hechos importantes. El primero es que el
estado de bienestar tiene su fundamento en el mantenimiento de unas relaciones
económicas basadas exclusivamente en el interés privado. Como no puede ser de
otra manera en el sistema capitalista. Y que este interés está dirigido
principalmente a la obtención de beneficios, que son considerados como la
legítima recompensa de los que arriesgan, trabajan duro y tienen talento,
conforme al mito que la clase capitalista ha forjado de sí misma. Esto hace que
todo aquello que deben aportar en relación a gastos sociales lo perciban poco
menos que como un atraco. Si ellos son los creadores de riqueza, como prolijamente
los denominan todos los medios de comunicación, se colige de inmediato
que todos los demás estamos viviendo poco más que gracias a ellos. Dicho de
otra manera, el hombre de empresa capitalista le ha dado la vuelta a la teoría
marxista de la explotación, resultando con ello que los explotados son ahora
los propietarios de los medios de producción, distribución y cambio; mientras
que los explotadores son los trabajadores, por cuanto éstos, buscando
exclusivamente su interés egoísta, demandan un trabajo estable sin pensar en
sus compañeros en paro, así como un salario que les alcance para poder vivir al
menos aproximadamente, como la publicidad del sistema dice que vivimos. Esto es
lo que denominamos barrera subjetiva del ego antifraternal, que es tanto
el producto social de unas relaciones humanas que han perdido todas sus
referencias comunitarias como el productor de dichas relaciones.
En
cuanto al segundo hecho, que es el que denominados como barrera objetiva,
no es ni mucho menos independiente del primero, sino que lo complementa, pero
teniendo su referencia esencial en él. En toda sociedad de clases, la clase
«triunfadora» exige la máxima disponibilidad de aquella riqueza, que
según ella y sus apologistas, le pertenece. Y que, conforme a su propia autovaloración,
es prácticamente toda la riqueza. La cuestión consiste, además de la naturaleza
tantálica de la riqueza, que veremos más adelante, en un estilo de vida que
constituye para ellos una expresión necesaria de su supuesta identidad. O sea:
de la representación que se hacen de sí mismos, y que en general es admirada y
deseada por una gran parte de la población. Este estilo de vida tiene un coste económico que constituye la referencia
necesaria en relación a la cual tanto los servicios públicos como los
ingresos salariales de los trabajadores tienen que ajustarse.
Si el
coste económico del estilo de vida de los triunfadores empieza a cuestionarse,
la lucha de clases se desencadena desde arriba. Y es que, como la
historia nos lo muestra hasta la saciedad, este estilo de vida no tiene límites
ni puede tenerlos, pues solo se es rico si, y solo si, se puede ser más rico.
Porque la riqueza se vive ante todo como poder de disponibilidad que
debe de permitir, en primer lugar, ampliar su radio permanentemente.
El
problema consiste en que la disponibilidad como tal no posee realidad en
sí misma, y, por lo tanto, tampoco posee sus propios límites. Dicho de otra
manera, la disponibilidad en tanto que tal es un poder virtual que nunca
puede realizarse. Estamos ante el suplicio de Tántalo, que cuando acaricia
con la yema de los dedos el fruto deseado, éste inexorablemente se aleja.
El
coste objetivo de la legitimación de la riqueza ya lo estamos viendo, como ya
lo hemos visto desde las primeras civilizaciones: la suerte de la mayoría
siempre se encuentra uncida al destino de una minoría atrapada a su vez en la
búsqueda de la satisfacción de un estado que, por su propia naturaleza, jamás
puede realizarse. Toda riqueza cuantificada materialmente es obviamente limitada,
por desmesurada que nos parezca, pero el problema estriba en la desmesura sin
límites que constituye el yo aislado o ego, que, al no poder
referenciarse conforme a la dimensión unitaria de nuestro ser, o aquélla
por la que nos aprehendemos como uno más entre nosotros, o como un
ser fraternal, ve a los otros como límites de sí y, por tanto, como los que
le arrebatan su libertad. Aquí se erige una frontera difícil de
traspasar, pues cada uno compite
con los demás por lo que cree que
es su libertad o la absoluta disponibilidad de sí.
Este
proyecto imposible es el que lleva inexorablemente a la reivindicación del
derecho a la disponibilidad de aquellos medios que nos proporcionan la anhelada
independencia de la voluntad de los otros, que identificamos falsamente como
nuestra libertad o disponibilidad de sí.
Solo si tenemos la propiedad de aquellos medios que los otros necesitan para su
realización, disponemos directamente o indirectamente de su voluntad y, por
tanto, de su libertad. De esta manera trata el yo aislado de conjurar el
peligro de ser limitado, en su independencia, por los otros.
El
derecho a la propiedad de lo que los otros necesitan para
poder vivir nace siempre del aislamiento tanto de un «yo colectivo»
-patricios, sátrapas, nobles, burgueses, etc.-, como del «yo aislado», esto es:
de aquella forma de representación que hacemos de nosotros mismos que
conlleva la autorrepresión de los sentimientos naturales de sociabilidad
universal, y que no son otros que los que constituyen la dimensión fraternal
de nuestra real identidad. Esto es lo que significa en el fondo que no
existe el «yo» sin un «nosotros», ni un nosotros sin el yo.
Conforme
a lo anterior, se puede entender el conflicto siempre presente entre lo público
y lo privado en las sociedades segmentadas en grupos humanos con diferente
poder de disponibilidad de medios. Desde la instauración del poder de la
burguesía, lo público, y en concreto el Estado, ha sido concebido como un
instrumento al servicio de sus intereses privados. Allí donde lo absoluto es el
individuo, toda asociación que pretenda el ejercicio de alguna forma de poder
político, solamente encuentra su legitimación en el contrato. Nada de
naturalismos como son el clan, la tribu, la casta, el linaje, etcétera. Lo
mismo sucede con las asociaciones de tipo espiritual, pues es en la sociedad
burguesa donde se trata de llevar hasta sus últimas consecuencias la respuesta
que Jesús dio a los fariseos: «Devolver a Dios lo que es de Dios, y al César lo
que es del César». Sin embargo, la respuesta no deja de ser paradójica, pues se
devuelve aquello de lo que uno se ha apropiado y no le pertenece.
El que
la iglesia oficial de aquel tiempo se había apropiado de la palabra de Dios, y,
por tanto, la utilizaba en su beneficio, es algo que no es muy difícil de
comprender, porque suele pasar con demasiada frecuencia a lo largo de la
historia y en todas las iglesias. Pero devolver al César lo que es del
César es menos comprensible, puesto que el pueblo de Israel había perdido su
independencia política, y con ello en gran medida su poder para exprimir con
impuestos y otros tipos de de cargas a esa parte del pueblo sobre el que todos
los gobernantes tienen holgada disponibilidad para su exacción, en beneficio de
la otra parte a la cual ellos mismos pertenecen y a su vez de verdad
representan. Quizá el César al que se refería Jesús era el mismo que al que
dirigió el Sermón de la
Montaña , o sea, aquéllos que pasan hambre y sed de
justicia, y que, como son los últimos, serán los primeros. Justo donde se dice
que repartió unas viandas que saciaron el hambre de la multitud, allí
precisamente fue donde su alusión al hambre y la sed se hizo en relación con la
justicia.
Volvamos
al estado de bienestar y al sujeto histórico del cambio que algunos han creído descubrir en la convocatoria del 22M. En relación al primero, constituye a
nuestro parecer una de las utopías más ingenuas de cuantas han sido concebidas.
Nada menos que hacer apología de la ambición y, en una palabra, del egoísmo
como una fuente inagotable de riqueza material, y a su vez tratar de
conciliarlo con un espíritu de solidaridad social, que precisamente ha sido
debilitado en la mayoría, y completamente desterrado de aquéllos que buscando
su exclusivo interés se consideran los Midas creadores de inagotables riquezas.
Edvard Munch, Atardecer en la calle Kard Johan (1892) |
El «sujeto»
o «individuo aislado» forjador del capitalismo es antisocial por su propia
condición de individuo sin referencias comunitarias. Su sociabilidad no puede
ser sino interesada, nunca fraternal. La sociedad para él es un medio artificial
de supervivencia del más "apto". No por casualidad el darwinismo es la
teoría biológica más universalmente aceptada desde su nacimiento por los
“emprendedores” durante los 155 años transcurridos desde que se publicó, en
1859, La evolución de las especies por Darwin.
El «estado
del bienestar» surgió en los países capitalistas tras la segunda guerra
mundial, en la década de los cincuenta, bajo la presión de un adversario que
por aquel entonces ya hacía décadas que lo había inaugurado, y que, en aquel momento,
mostraba tanto en el campo de la expansión económica, como el de la política,
un vigor muy superior al del bando de «la
libertad». Se acabó haciendo de la necesidad virtud… hasta que el
bloque socialista empezó a cuartearse. Ya en los años setenta comienza la
contraofensiva neoliberal liderada por R. Reagan y M. Thatcher, y el estado de
bienestar, con apenas poco más de dos décadas de vida en Europa, empieza a ser
cuestionado. La crisis definitiva vino tras la caída del muro de Berlín.
En
España se empezó con los contratos a la carta para mayor flexibilidad del
mercado de trabajo. R. Tamames, en una entrevista reciente, decía que se había
pasado del contrato indefinido único, con el régimen franquista, a cuarenta
tipos de contratos con la democracia. Entre ellos, no se nos olvide, el
denominado contrato «basura»,
que entre otras medidas del mismo tenor provocó unas de las mayores crisis en
las filas del socialismo español, con las huelgas generales convocadas por su
propio sindicato, así como por la “espantada”
que Nicolás Redondo y Antón Zaracibar dieron en el Congreso de los Diputados como
protesta por la política laboral que se estaba poniendo en marcha. Pues no
olvidemos que también la política laboral formaba parte del estado de
bienestar.
Es
difícil recordar un «ideal» de
síntesis de intereses como es el del susodicho estado, que en tan breve tiempo
histórico haya visto tan cuestionados sus resultados concretos y puestos tan
generosamente en subasta. Y es que, como ya se dijo, no se puede servir a dos
señores a la vez.
En
cuanto al «sujeto histórico», éste acabó de diluirse completamente en las aguas
pantanosas de la postmodernidad, pues con ella se tomó como referencia absoluta
la incertidumbre, bajo el supuesto de que ello equivalía a una apertura
incondicionada del futuro. Pero lo que realmente ha sucedido es que se ha
perdido lo más valioso de nuestro pasado, a la vez que hemos dejado nuestro
futuro en manos de aquéllos que siempre han tenido muy claro cuál debe ser el
suyo.
La
apología a la incertidumbre es una y la misma cosa que la apología al
caos. Nada de direcciones privilegiadas si se quiere ser libre, pero… no se han
percatado los ideólogos postmodernos que la incertidumbre=caos es
agitación sin sentido que paraliza. Se han olvidado que el
célebre principio físico de la
Incertidumbre , del cual les viene su inspiración, postula que
no hay incertidumbre si no se da certeza. Esto, traducido al ámbito de
la confrontación político-económica en la que hoy estamos sumergidos, no
significa otra cosa que quienes tengan la posesión-disponibilidad de los medios
y los recursos necesarios para el trabajo y la vida, monopolizan la certeza
para su futuro, mientras que los que tienen como lema y reivindicación la
incertidumbre, con toda certeza también la obtendrán, tanto para ellos como
para los que les sigan.
Fotograma de la película de Stanley Kubrick Odisea 2001 en el espacio. |
El
nuevo «sujeto histórico» que ha de hacer frente a la incertidumbre, impuesta
a la mayoría de los seres humanos por los poderes dominantes, tendrá que
definir un valor-referencia lo más universal posible, por cuanto pueda unificar
todas las legítimas reivindicaciones que la mayoría social demanda en un solo
proyecto de transformación social. Solo de esta manera podrá nacer el auténtico
sujeto social del cambio. Este sujeto, a diferencia de los anteriores, como
fueron la burguesía y el proletariado, no se puede autorreferenciar de ninguna
manera en relación a la razón instrumental, sino todo lo contrario, pues como
bien a la vista está en ambos casos, en toda forma de denominación histórica
unos hombres acaban siendo instrumentos para los fines de otros. Y es que el
meollo de todo poder pervertido, esto es, apartado de su fin, es la instrumentalización
del ser humano: utilizar al otro o a los otros en relación a mis fines,
motivos, deseos u obsesiones.
El
poder es, en este sentido, la posesión de una determinada disponibilidad de
medios, sancionada políticamente y legitimada cosmovisionalmente, que determina
el qué, el cómo y el cuándo de las realizaciones de los que no disponen de dichos
medios.
Un «nuevo
sujeto social» ha de tener como fin irrenunciable desmontar toda forma de poder
en el que unos hombres puedan instrumentalizar a otros, dada su disponibilidad
de medios y recursos, como asimismo desmontar las diferentes legitimaciones de
que se vale para perpetuarse indefinidamente.
Si en
la marcha de la dignidad del 22M se quiere ver un nuevo sujeto del cambio, no
creo que sea porque en ella se denuncien los abusos y atropellos concretos de
unos poderes económicos amparados por un poder político que se siente
legitimado por una mayoría de electores y por lo que él denomina como mayoría
silenciosa. Hay que ver cuál es el valor que late en todos ellos y por el
cual se movilizan, aunque dicho valor nunca sea expresado directamente, sino
por medio de la situación en la que ha sido pisoteado. Y es claro, a nuestro
entender, que lo que en dicha marcha se patentizó es que hay hambre y sed de
justicia.
Ahora
bien, no se trata, como dicen algunos políticos de la izquierda, de que se
aplique la Constitución; o bien que se enfatice para que de verdad la ley sea
igual para todos. No. Se trata de que las leyes tienen que ser justas.
Pero con esa exigencia, obviamente irrenunciable, estamos poniendo a la Justicia por
encima de todas las leyes. Es decir, la Justicia se nos revela como la Ley de todas las leyes. Lo
cual no quiere decir en absoluto que sea la Justicia como institución del poder judicial la
que deba dictar las leyes. Se trata de penetrar en el sentido profundo de lo
que queremos decir cuando pensamos o reclamamos justicia. No es posible
consenso alguno si no estamos de acuerdo en relación a lo que es o no es justo.
Y si lo hay a pesar de todo, es que alguien está traicionando sus principios,
y, por tanto, a aquellos que dice representar.
Si
creyésemos que la Justicia
es un valor relativo entonces estaríamos legitimando todos aquellos
comportamientos de dominación que, apareciendo como algo natural en su momento,
por lo mismo se les consideraba justos. Y estoy pensando, por ejemplo, en la
dominación ancestral del varón sobre la mujer, fundada en la creencia de una
supuesta superioridad del primero. Asimismo, todo racismo se basa en la misma
creencia. Ahora bien, ser injusto no es equivalente a ser cruel, perverso,
“malo”, etc. Pues se puede ser injusto sin saberlo, porque la Justicia es indisociable
de la razón integradora , que es la que nos dice algo tan obvio como
que debemos relacionarnos con los diferentes seres como lo que son.
Ahora bien, este «como lo que son» es un imperativo para conocerlos antes que
nada por sí mismos. Y el que no sabe diferenciar una máquina de un ser humano
acabará por tratar a éste último como un instrumento. Algo que repugna tanto a la razón integradora
como a la justicia.
Vemos,
conforme a lo anterior, que si aceptamos que hay realidades que no son
relativas, entonces la justicia tampoco lo es, pues establece una relación jerárquica entre lo
que es relativo en verdad y lo que no lo es. De lo contrario, como es en el
caso de la relación hombre/mujer, tendríamos que aceptar que la igualdad hoy
tan vehemente reclamada en el fondo no tiene base real alguna, sino que es una
convención acorde con los tiempos. Y lo mismo vale para el racismo.
Cuando
hemos definido la razón integradora como la capacidad de relacionarnos con las
diferentes formas de ser como lo que son, vemos que eso es precisamente lo
justo. Pero es que además es la base de todo consenso. Por tanto, el nuevo
sujeto social debe de buscar el consenso con la referencia siempre presente de La Justicia. Sin
embargo, la justicia
misma no puede ser objeto de consenso, pues si así fuese el consenso debería
ser lo más justo posible; pero, ¿cómo lo vamos a saber si no sabemos qué es la justicia ? No es este el
lugar para presentar lo que, el que escribe, entiende por justicia, aunque sí
cree que es de justicia que ha llegado la hora de abrir un debate sobre la
misma. Pues si hoy una gran parte de la población del mundo tiene hambre
y sed de justicia, tomar en serio el sufrimiento que la
injusticia les impone, es tomar en serio lo que La Justicia significa.
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