Francisco Almansa González.
Hace cuarenta y seis años, en las calles de París, uno de los lemas más queridos por los estudiantes del 68 era aquél que pedía llevar "la imaginación al poder". Tal exigencia revolucionaria tenía un fin claro: no luchar con la principal arma del adversario, «la Razón», porque ésta nunca traiciona a su creador. Pues la razón era vista como la matriz formal enmascaradora de unas relaciones asimétricas de poder, por cuanto no hay razón sin jerarquía, y cuyo fin, según sus detractores, no es otro que el de controlar la espontaneidad de la vida, siempre tan peligrosa para cualquier orden dada su inherente imprevisibilidad.
Hace cuarenta y seis años, en las calles de París, uno de los lemas más queridos por los estudiantes del 68 era aquél que pedía llevar "la imaginación al poder". Tal exigencia revolucionaria tenía un fin claro: no luchar con la principal arma del adversario, «la Razón», porque ésta nunca traiciona a su creador. Pues la razón era vista como la matriz formal enmascaradora de unas relaciones asimétricas de poder, por cuanto no hay razón sin jerarquía, y cuyo fin, según sus detractores, no es otro que el de controlar la espontaneidad de la vida, siempre tan peligrosa para cualquier orden dada su inherente imprevisibilidad.
W. Blake, Newton (1795-1805) |
Deseo, erotismo estético, acción espontánea frente a estrategia, etc., etc., y sobre todo imaginación, constituirían los verdaderos contrapoderes que, emancipados de la ley objetivadora de la razón, la desenmascararían como el más eficaz instrumento del poder. Pues para aquellos revolucionarios, así como para sus herederos los postmodernos, la identificación hegeliana entre razón y realidad constituye la mejor legitimación del poder de todos los tiempos. Además, como la razón siempre concibe el futuro a su imagen y semejanza, pero alcanzando su cenit en el mismo, parece revelarse como el sueño de todo poder: el que llegue un día en el que ejerza un dominio omnimódo sobre toda manifestación libre de la vida.
Nietzsche, Marx y Freud sirvieron de inspiración en un principio a este movimiento de rebeldía antisistema, por cuanto su pensamiento fue considerado como el pensamiento de la "sospecha", ya que desde sus diferentes perspectivas de análisis, en todos los casos, la sociedad, como lo real-racional de Hegel, siempre resultaba ser un orden opresor legitimado por una superestructura racional-moral que, en última instancia, no era sino una alienación de la vida contra ella misma.
«Trabajo muerto», «opresor del trabajo vivo», que no es sino el capital como explotador de la fuerza de trabajo, según Marx. «Moral del resentimiento» o «moral de rebaño» contra el eterno retorno o voluntad de ser de los fuertes, según Nietzsche; o, por último, y según Freud, el conflicto irresoluble entre el Ello como fundamento de los instintos esenciales de la vida -que, como tal, está más allá del bien y del mal-, y la civilización como un orden racional-moral que impone para su autoconservación imperativos extraños a tal fundamento, como serían la disciplina inherente a la racionalidad de una economía dirigida al aumento permanente del beneficio, o el sacrificio en aras de aquellas fórmulas abstractas aún vigentes de la moralidad burguesa como, por ejemplo, "el bien general".
Vemos, conforme a lo anterior, que el conflicto entre razón y vida revelado por los «maestros de la sospecha», marca una línea de demarcación histórica cuyas consecuencias pronto empezaron a hacerse visibles, siendo la más importante, así como la más inquietante de todas ellas, el nihilismo. Sin embargo, no hay que perder de vista que este pensamiento crítico, revelador de un conflicto aparentemente irresoluble entre la vida como condición necesaria de ser en el mundo, y la razón como condición que nos define intrínsecamente como humanos, y, en tanto que tales, como seres sociables, tiene su origen en el siglo XIX, en el cual la democracia tiene carta de naturaleza en los estados más avanzados económicamente de Europa, y es la forma política original de una nueva nación en el mundo que ya empezaba a ser referencia en relación a sus inagotables posibilidades de desarrollo, como eran los EEUU. Asimismo, es el siglo del triunfo del individualismo, de la revolución industrial y de un imperialismo marcado con la impronta de las exigencias de la nueva racionalidad económica ya plenamente dominante en estos estados.
Ahora bien, ¿no es precisamente en el seno de esta "racionalidad" económica, que tiene su fundamento en el interés privado, donde se encuentra la raíz del conflicto entre vida y razón? No deja de ser extraña una racionalidad, que, como ya A. Smith vio, necesitaba de una mano invisible para que pudiese funcionar en armonía. Asimismo, la concepción que de la vida se tenía en el siglo XIX era tan individualista como la idea de hombre sustentada por el liberalismo. Pero la vida, de igual manera que la actividad económica de escala social, posee una racionalidad holística, siendo en este sentido la vida holísticamente entendida la racionalidad envolvente de la racionalidad económica.
Pero, ¿qué queremos decir aquí con el término 'holístico'? Pues que la actividad de las partes tiene como fin la afirmación de una determinada forma de unidad del todo, que es inherente a su vez a la afirmación de la singularidad de las mismas. Desde la célula hasta un ecosistema, pasando por una familia estructurada, es ésta la racionalidad que rige. ¿Por qué no es así, sin embargo? ¿Por qué ese extrañamiento tan marcado entre individuo y sociedad? Nuestra respuesta, conforme a nuestro concepto de razón holística, es que el sistema «egoicista» económico vigente, al supeditar esencialmente las decisiones económicas a la obtención en primer lugar de beneficios privados, impide la exigencia unitaria de la racionalidad holística de la economía, y con ello se impone un competir permanente entre los seres humanos, en tanto que componentes esenciales de la vida económica.
Es precisamente ese competir de todos con todos -trabajadores con trabajadores para conseguir un puesto de trabajo o un ascenso, empresarios con empresarios para ganar mayores cuotas de mercado, estados con estados para que sus balanzas de pagos le sean favorables-, lo que revierte en la conciencia individual en forma de desconfianza, incertidumbre y escepticismo, o lo que es lo mismo, en forma de extrañamiento. Lo cual a su vez es el síntoma inequívoco de que la «racionalidad egoicista» imperante es una forma represora en relación a la emergencia de la razón holística, o aquélla que al afirmar la esencia unitaria del todo afirma simultáneamente la singularidad de las partes esenciales que lo constituyen. Pero afirmar a cada realidad conforme a lo que es, es tanto Razón como Libertad.
G. Grosz, Traficantes de brillantes (1920) |
Ahora bien, ¿no es precisamente en el seno de esta "racionalidad" económica, que tiene su fundamento en el interés privado, donde se encuentra la raíz del conflicto entre vida y razón? No deja de ser extraña una racionalidad, que, como ya A. Smith vio, necesitaba de una mano invisible para que pudiese funcionar en armonía. Asimismo, la concepción que de la vida se tenía en el siglo XIX era tan individualista como la idea de hombre sustentada por el liberalismo. Pero la vida, de igual manera que la actividad económica de escala social, posee una racionalidad holística, siendo en este sentido la vida holísticamente entendida la racionalidad envolvente de la racionalidad económica.
Pero, ¿qué queremos decir aquí con el término 'holístico'? Pues que la actividad de las partes tiene como fin la afirmación de una determinada forma de unidad del todo, que es inherente a su vez a la afirmación de la singularidad de las mismas. Desde la célula hasta un ecosistema, pasando por una familia estructurada, es ésta la racionalidad que rige. ¿Por qué no es así, sin embargo? ¿Por qué ese extrañamiento tan marcado entre individuo y sociedad? Nuestra respuesta, conforme a nuestro concepto de razón holística, es que el sistema «egoicista» económico vigente, al supeditar esencialmente las decisiones económicas a la obtención en primer lugar de beneficios privados, impide la exigencia unitaria de la racionalidad holística de la economía, y con ello se impone un competir permanente entre los seres humanos, en tanto que componentes esenciales de la vida económica.
Es precisamente ese competir de todos con todos -trabajadores con trabajadores para conseguir un puesto de trabajo o un ascenso, empresarios con empresarios para ganar mayores cuotas de mercado, estados con estados para que sus balanzas de pagos le sean favorables-, lo que revierte en la conciencia individual en forma de desconfianza, incertidumbre y escepticismo, o lo que es lo mismo, en forma de extrañamiento. Lo cual a su vez es el síntoma inequívoco de que la «racionalidad egoicista» imperante es una forma represora en relación a la emergencia de la razón holística, o aquélla que al afirmar la esencia unitaria del todo afirma simultáneamente la singularidad de las partes esenciales que lo constituyen. Pero afirmar a cada realidad conforme a lo que es, es tanto Razón como Libertad.
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