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Cuando se aborda cualquier proceso histórico y tratamos de
reflexionar sobre él, surge, más tarde o más temprano, la pregunta
clave: ¿pudo ocurrir de otra manera?; ¿era inevitable,
o, al menos, ineludible en lo que se refiere a su reguero de sufrimiento
y dolor concomitante, perennemente presente? Un interrogante que
conduce directamente al siguiente: ¿tiene el hombre remedio? Y es que ahí se encuentra el nudo gordiano de toda aproximación a nuestra historia como género. Si el ser humano es constitutivamente como muchas veces parece ser, esto es, cruel, egoísta, insaciable,
parece claro que todo lo acontecido y lo que continúa ocurriendo, todo
lo terrible de nuestra historia, no solo ha sido hasta ahora
insoslayable (cosa que pudiera admitirse desde una visión escatológica
de la historia), sino que continuará siéndolo siempre. En estricta consecuencia (cosa que rara vez logramos), no debiéramos preocuparnos. ¿Acaso vemos como algo extraordinario que el peral dé peras? Si el ser humano es así
(algo que todos oímos innumerables veces), ¿de qué nos sorprendemos
pues? ¿Por qué nos horrorizamos? ¿O es que indirectamente –y algo
inconscientemente también- estamos dando por supuesto que naturalmente
nosotros, o nuestra familia, o nuestro grupo social, o nuestro país, o
cualquiera que sea el grupo humano con el que nos identifiquemos más
estrechamente, no es así? Pero es que seguramente también sentimos, a través del tamiz de muchas experiencias, normalmente de carácter pleno y fraternal, que no somos así, y nos rebelamos una y otra vez, aunque sea soslayadamente, contra tal hipótesis.
Recuerdo que siendo estudiante en la facultad, nuestro profesor de
Historia contemporánea, tras un encendido debate acerca de la
objetividad o no del proceso histórico, sacó la conclusión, que puso fin
al mismo, de que la historia no podía ser objetiva (a lo cual no
añadió, dicho sea de paso, que se tratara la suya de una opinión
meramente subjetiva). En consecuencia, según él, todos nuestros
esfuerzos por alcanzar el rigor científico en nuestras investigaciones
serían, a la postre, baldíos. Aparte de la pregunta que, ante ello,
surge involuntariamente acerca de que entonces qué hacíamos nosotros
allí, no he podido dejar de contrastar, con el tiempo, este aserto con
otro también muy suyo: el de que la historia tiene un sentido,
que no sería otro que el de la “conquista de la libertad”. No obstante,
aun admitiéndolo, ¿cómo sabremos si vamos en pos de ella, si la hemos o no logrado, si somos incapaces de salir de nuestra subjetividad? Y lo que es más importante: ¿no consiste ser libre, precisamente, en saber diferenciar netamente los límites entre lo subjetivo y lo objetivo?
¿No somos más libres cuando experimentamos que poseemos un lenguaje
común, esto es, que podemos entender conjunta o colectivamente las
cosas, que vivimos, pues, en un mundo único, por grande que pueda ser su
diversidad y por mucho que puedan enriquecerlo las visiones
particulares? ¿No decimos que hemos entrado en la locura justamente
cuando la subjetividad toma la preeminencia y se hace imposible la
comunicación? Por algo afirmaba Goya hace ya algo más de dos siglos que
“el sueño de la razón produce monstruos”.
Todo lo anterior viene a colación porque vivimos un momento
histórico en el que el ser humano es contemplado como un conjunto más o
menos incoherente de errores e imperfecciones, sin que pueda, no
obstante, reivindicarse una naturaleza que se considere auténtica en él o
que sea propia de él. Es como tratar de circunscribir la
enfermedad negando que exista la salud. Como es bien sabido, esta idea
de la negación de la existencia de una identidad humana fue entronizada
en la cúspide del pensamiento filosófico hace ya bastantes décadas, y es
curioso cómo ha calado ya hasta los últimos resquicios del tejido
social. ¡Para que luego digan que la filosofía no sirve para nada! Una
de sus consecuencias es, naturalmente, la desorientación respecto al sentido de los actos humanos
(se han “reblandecido”, valga la expresión, muy notablemente, los
límites entre el bien y el mal), pero otra de ellas es también la pérdida acusada de fe en nosotros mismos. Así,
a pesar de que se niega que poseamos una naturaleza propiamente humana
que nos defina, afirmamos al mismo tiempo que no tenemos remedio y que
las cosas siempre serán iguales (en otras palabras, que el mal y
la injusticia no tienen reparación posible, y que el ser humano, por
razones arcanas -léase la libertad, que queda así convertida en una
entelequia-, sigue demasiado a menudo esas inclinaciones torcidas). O
sea, que la libertad niega la libertad.
M.C. Escher. Fuente: colegiosansaturio.com |
Pero, por si todo esto fuera poco, no tenemos rebozo en añadir que “toda identidad oprime”
(aunque parece probado que la pretendida ausencia de identidad no ataja
de ninguna manera el mal, aunque también es cierto que se piensa
también que éste es muy relativo, salvo cuando nos atañe muy
directamente o proviene de aquellos a quienes rechazamos, porque
entonces no hay relativización que valga). Por otra parte, ¿puede
afirmarse con algún rigor que ser el que se es, diferenciándose de lo
que no se es –que es en lo que consiste al fin y al cabo la identidad-
es opresivo? Nos encontramos, en definitiva, en una situación de pérdida total del rumbo, que se quiere hacer pasar por libertad.
Naturalmente todas las reflexiones anteriores tienen una conexión muy profunda con la
pregunta por el sentido de la historia. Si carecemos de una identidad
definida –de un ser esencial-, la historia pierde todo su sentido por la
sencilla razón de que no existe un ser del hombre que haya que
recuperar o conquistar. Tampoco se concebirá que pueda lograrse
la plenitud de lo que ya de alguna manera somos. Y si esto es así,
dense todas las vueltas que se quiera, pero la consecuencia es la necesidad, porque no podremos decidir nuestro propio futuro, ya que dicha voluntad de futuro se basa en la identidad, no en la contingencia.
Como es conocido, algunas de las grandes cosmovisiones de la historia no han carecido de una escatología.
El marxismo ha constituido la última de ellas, la última de las grandes
cosmovisiones que afirmaban un sentido al devenir histórico. El
cristianismo también la ha poseído y, con anterioridad a éste, el
judaísmo. Aunque la antigüedad griega careció de un sentido histórico
propiamente dicho, los griegos nos dotaron de un sistema racional que permitía proporcionar coherencia al mundo. De hecho, el cristianismo fue capaz de acogerlo y trató de hacerlo compatible con la revelación y su idea de fin.
Teilhard de Chardin. Fuente: wikimedia.org |
Lo que queremos aquí subrayar es que tanto el cristianismo
como el marxismo parten de la idea de que existe una falla, una escisión
en el ser humano o en las relaciones sociales que viene a desvirtuar o a
impedir la manifestación de su verdadera naturaleza. De esta
forma, esta última, indirectamente, se ve afirmada, y será misión del
proceso histórico corregir esa anomalía, esa escisión. En el
cristianismo, con la ayuda de la gracia y de la propia intervención de
Dios, como hombre, en nuestro devenir temporal, demostrando así su
implicación y compromiso profundo con su creación. Autores relativamente
recientes como Teilhard de Chardin, Max Scheler o Nicolai Berdaiev
han enriquecido, con la aportación de la ciencia y de la profundidad de
su pensamiento filosófico, esta perspectiva. En el marxismo, esta
misión de la historia se cumpliría a través de la dilucidación de la
naturaleza clasista de la sociedad y la superación de esta alienación
fundamental. Hoy, con la afirmación de la naturaleza contingente del hombre (salvo, tal vez, de su sustrato biológico, en el que se combinaría el azar con una fuerte necesidad), nos
hallamos en una situación de alta probabilidad de regreso a una visión
más o menos cíclica (cerrada) de la historia, a la manera antigua,
donde una determinada situación histórica no tendría nunca mayor rango
ontológico (mayor necesidad de ser, más completud) que cualquier otra,
por lo que todas las situaciones serían, en el fondo, equivalentes, lo
que implica decir, también, indiferentes.
Rosa María Almansa Pérez
Profesora universitaria de Historia Contemporánea.
Artículo publicado originalmente en http://blogs.unir.net/humanidades/2013/09/18/tiene-el-hombre-remedio/
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