En 1845, Marx escribió una de sus frases más célebres, recogida como la tesis XI en las Tesis sobre Feuerbach. Rezaba así: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”.
Lo cierto es que, anteriormente a la redacción de esta afirmación, encontramos en los escritos de este autor las pruebas de un exhaustivo estudio de la filosofía idealista alemana y, especialmente, de Hegel. La dificultad que entraña dicho estudio creo que no es necesario reseñarlo. Y, aunque podamos considerar que la labor de Marx fue esencialmente la de la elaboración teórica, gigantes de la praxis como Lenin inciden en que el marxismo es “el sucesor natural de lo mejor que la humanidad creó en el siglo XIX: la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés”. Bien sabemos cómo los revolucionarios del siglo XX insistieron en la importancia de acontecimientos tales como la Comuna de París y, no obstante, vemos que el autor ruso también encumbra dos corrientes de pensamiento. Sin duda Lenin sabe perfectamente que todos los intentos revolucionarios bebieron de ellas.
Por tanto, la famosa tesis de Marx no debe interpretarse, tal y como se ha venido haciendo en multitud de ocasiones, como una subordinación de la teoría a la praxis, sino más bien como el resultado de una reelaboración teórica de la filosofía anterior en una nueva praxis teórica que incorporara la posibilidad de transformación del mundo. Un intelectual de la talla de Marx no hubiera afirmado tan tajantemente el fin de la filosofía y la sustitución de ésta por una trasformación ciega por múltiples razones. En primer lugar, porque consideraba que en toda acción subyace una visión de la sociedad que, por desgracia, suele ser la de la clase dominante, por lo que es imprescindible un trabajo concienzudo que desentrañe sus claves (las cuales, por lo que parece, aún nos dominan). En segundo lugar, porque su admiración por Hegel no podía concluir en una simple patada a la filosofía, sino en el inicio de una nueva, aunque embrionaria.
La tesis anteriormente citada, por tanto, debería considerarse como el esbozo de un planteamiento teórico en el cual se incluye una visión global de la historia y del devenir humano aunque, a diferencia de Hegel, ahora el ser humano comienza a valorarse como el sujeto histórico -en concreto a través de su liberación del trabajo alienado y, por tanto, encarnado en el proletariado-. No obstante, dicha liberación no se realizaría únicamente a través de un levantamiento de las clases oprimidas, sino que Marx apunta una nueva teoría para fundamentarlo: la dialéctica (reducirla a materialismo dialéctico sería quizá dogmatizarla). Esta filosofía, por desgracia, no pudo desarrollarse de forma clara en sus escritos pero sí vertebra su producción e inspira todo el movimiento revolucionario del siglo XX.
No obstante, la dialéctica presentó desde sus orígenes una ambigüedad entre teoría y método que no permitió que se definiera ni como éste último ni como filosofía. Los marxistas la adoptaron mayoritariamente como método aunque, como pudo verse en filósofos de la talla de Sartre (Crítica de la Razón Dialéctica), presuponía una concepción filosófica que, aunque no aparecía explícita en sus orígenes, sí podía considerarse una filosofía, puesto que buscaba su propio fundamento a través del análisis de las categorías que desarrolló.
Sería un error imperdonable olvidar que la fuerza de todo movimiento internacionalista en el siglo XX surge de las luchas del proletariado pero también de la dialéctica, tanto en lo que se refiere a la riqueza del debate teórico entre los grandes políticos e intelectuales revolucionarios como por el convencimiento de gran parte de la izquierda europea del momento de que la historia tiene un sentido y se dirige, precisamente, al comunismo. Por tanto, gracias a ella se vivió un fructífero renacimiento del marco utópico de los movimientos revolucionarios, el cual enlaza al joven Marx con autores como Erns Bloch y su Principio de Esperanza. He aquí una prueba de que la teoría no mata la utopía ni el impulso transformador. No obstante, este aliento utópico fue arrebatado, sin duda, por la idea del consumo generalizado a todas las capas sociales, adoptada por la izquierda pero nacida de las entrañas del capitalismo.
Y es que el pensamiento filosófico de la izquierda derivó, especialmente a partir de las corrientes del 68, hacia nuevos planteamientos que, por un lado, tachaban de estéril la elaboración teórica y la reducía a un mero “relato” y, por otro, conmutaban la práctica revolucionaria por una “conciencia ciudadana” que cristaliza periódicamente en los procesos electorales. Todo ello no podía tener como consecuencia sino el derrumbe del internacionalismo por varias razones.
En primer lugar, porque toda elaboración teórica requiere una visión de la totalidad. Incluso el posmodernismo, que huye absolutamente -aunque lo niegue- de cualquier absoluto como de un apestado, crea una conciencia de totalidad que elimina la unidad del todo, sustituyéndola por un proceso absoluto de cambio sin ningún sentido. De esta manera, si el internacionalismo del siglo XIX y principios del XX partía de la unidad de una clase de todos los proletarios de la Tierra para, a partir de dicha unidad, afirmar las diferencias nacionales, el pensamiento de izquierda heredero (consciente o inconscientemente) del posmodernismo pretende alcanzar una unidad siempre provisional -en función de las situaciones cambiantes del imperialismo- a partir de las diferencias, algo que ni aún así se ha conseguido.
En segundo lugar, porque la izquierda ha huído de los conceptos que vertebraron su pensamiento y de la idea de necesidad y sentido en la historia. La idea de justicia social movió a los grandes revolucionarios del siglo XX -véase el Ché- porque se encontraba clara y concretamente definida en un proyecto histórico en el cual había de participar un sujeto social que asumía una responsabilidad igualmente histórica. El marxismo, a través de la dialéctica, nos había presentado un sentido al tratar de hacer transparentes las relaciones sociales entre los seres humanos, es decir, eliminando el fetichismo -en este caso- de la mercancía. Por tanto, este sentido nos permite luchar por la construcción de nuevas relaciones sociales conforme a lo que realmente somos, eliminando lo que constituye una especie de subconsciente colectivo a través de su clara identificación. Y he aquí precisamente como, a su vez, la dialéctica permitió un fructífero acercamiento a algunas corrientes de la psicología (especialmente el psicoanálisis), la sociología, la pedagogía o la estética para desentrañar el imperialismo ideológico y cultural del capitalismo del siglo XX.
En la actualidad es difícil encontrar un debate en la izquierda en torno a la dialéctica o a la vertiente transformadora de la filosofía de la que hablaba Marx en su famosa tesis. Pero, si no se encuentra presente en la intelectualidad internacionalista, ¿desde qué fundamento filosófico hablamos? Marx partió de una concepción claramente filosófica para desarrollar su teoría política y económica y, no obstante, hoy pretendemos forjar un nuevo internacionalismo sin una reflexión profunda de los conceptos que empleamos en ello. Esto podría considerarse urgente, ya que toda praxis implica una anticipación necesaria y, por tanto, evitaría que la izquierda continúe a la zaga limitándose a protestar.
Para el internacionalismo del siglo XIX y principios del XX, el socialismo nunca fue definido como una “alternativa” al capitalismo. Socialismo o barbarie era la única alternativa pero, puesto que la barbarie no se contempla como sistema social consistente, el socialismo era la única posibilidad y, por tanto, una necesidad. En la actualidad, buscamos alternativas desde una perspectiva totalmente posmoderna, considerando que una amalgama de posibilidades en las zonas resistentes al dominio mundial total serán las que se unan para hacer frente a la embestida salvaje de un capitalismo decadente y permitirá hacer crecer en su seno, poco a poco, un sistema nuevo, no definido a priori en sus términos esenciales y más bien sincrético entre las diferencias de las que surgió. Demasiadas posibilidades abiertas para no oprimirnos por un concepto más o menos cerrado de socialismo y, de ahí, una unidad imposible.
Mientras tanto, el capitalismo no habla de alternativas. El sistema de propiedad en el que se basa, con apropiación de los recursos necesarios para la vida, no es para el capitalista una posibilidad entre muchas sino un sistema “natural” que ha tenido alternativas únicamente según su diferentes manifestaciones históricas, aunque manteniendo su esencia en todas ellas. Es decir, que ha admitido exclusivamente las diferencias propias de su propia evolución y decadencia, cosa que los capitalistas de rostro humano -autodenominados “izquierda” en muchos casos- no quieren darse por enterados. Este tipo de propiedad supone un detrimento claro en la realización plena del que no la posee y, por tanto, en relación a ello, la izquierda internacionalista reivindicó su abolición puesto que suponía una opresión, directa o indirecta, sobre la vida de los demás. Desde el punto de vista del antiimperialismo, la propiedad privada de los medios necesarios para la vida podría considerarse como un determinado tipo de relación entre el poder de los propietarios y los trabajadores que se refleja en la relación de dominación entre países. Esto quiere decir que el imperialismo hunde sus raíces en la colonización del trabajo, ya sea en el interior o en el exterior del país en cuestión. Dicha colonización ha sido llevada a cabo por la propiedad y convierte al trabajador en una variable dependiente del capital, el cual se convierte en variable independiente en torno a la que sobrevivimos compitiendo, tal y como nos ha enseñado el sistema. Se trataría, por tanto, de una extorsión y de un chantaje que se perpetúa gracias a todos los ingredientes ideológicos de legitimación. Y, por cierto, ¿es posible un replanteamiento de la legitimidad sin presupuestos filosóficos? Mientras huyamos de ello, el capitalismo continuará tomando decisiones en nuestro lugar.
Por supuesto que el antiimperialismo requiere de una adaptación a las situaciones históricas y económicas en las que se desenvuelve y, en consecuencia, el establecimiento de estrategias concretas. No obstante, debería darse cuenta de que, a pesar de que recurre una y otra vez a la teoría económica y política de Marx, ésta se fundamenta en unas categorías implícitas que la trascienden y que, por tanto, es necesario actualizar lo que constituyó únicamente una reflexión embrionaria. Esto sería posible por medio de nuevos conceptos que superen las limitaciones anteriores. En concreto, un internacionalismo vertebrado a través de un concepto de fraternidad que nos corresponde llenar de contenido en el terreno económico o social y que excluya, sin lugar a dudas, la solidaridad propia de la buena conciencia de los fuertes sobre los débiles.
Encarnación Almansa, miembro de Aletheia y del Frente Aintiimperialista e Internacionalista.
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