viernes, 1 de julio de 2011

TEILHARD DE CHARDIN: LA PASIÓN DE CRECER.




Hemos creído interesante publicar en este blog un fragmento del artículo «Lo que yo creo», escrito por el religioso, palentólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin en 1934, e inserto en la colección de artículos bajo el mismo nombre editado por la editorial Trotta en 2005. Chardin se nos aparece con una clarividencia notable en muchos aspectos de su pensamiento en fechas relativamente tempranas, adelantándose a intuiciones fundamentales de la ciencia y desarrollando un pensamiento filosófico a nuestro juicio de gran valor, al ser capaz de conjugar las nociones de totalidad y diversidad con bastante acierto. He aquí el fragmento:

«El Mundo (el valor, la infalibilidad y la bondad del Mundo), tal es en último análisis la primera, la última y la única cosa en la que creo. […]

Bajo su forma menos explícita, la fe en el Mundo, tal y como yo la he experimentado, se manifiesta por un sentido particularmente despierto de las interdependencias universales. […] Cuanto más fiel es uno a las invitaciones analíticas del pensamiento y de la ciencia contemporáneos, más prisionero se siente de la red de relaciones cósmicas. Mediante la crítica del conocimiento, el sujeto se encuentra cada vez más identificado con los más lejanos ámbitos de un Universo que no es posible percibir más que si se forma parcialmente un mismo cuerpo con él. Mediante la biología (descriptiva, histórica, experimental), el viviente se ve situado cada vez más en serie con la trama entera de la biosfera. Mediante la física, se descubren en las capas de la Materia una homogeneidad y una solidaridad sin límites. “Todo tiene que ver con todo”. Bajo esta expresión elemental, la fe en el Mundo no difiere sensiblemente de la aquiescencia a una verdad científica. Se manifiesta por una cierta predilección en ahondar en un hecho (la interrelación universal) de la que nadie duda; por una cierta tendencia a otorgar a este hecho la prioridad sobre los otros resultados de la experiencia. Y me parece que es bajo la influencia combinada de esta seducción y de este “énfasis” como se da, en el nacimiento de mi fe, el paso decisivo. Para cualquier hombre que piense, el Universo forma un sistema interminablemente unido en el tiempo y en el espacio. Según el común parecer, forma un bloque. Para mí, este término no es más que el muñón inestable de una idea que adquiere su inevitable redondez en una expresión más decisiva: el Mundo constituye un Todo. […]

[…] Simplemente, yo entreveo, o presiento, por encima del conjunto unido de seres y de fenómenos, una realidad global cuya condición consiste en ser más necesaria, más consistente, más rica, más certera en sus caminos, que cualquiera de las cosas particulares que envuelve. […]

[…] ¿Es que la presencia del Todo en el Mundo no se nos impone con la evidencia directa de una luz? En verdad, así lo creo yo. Y es precisamente el valor de esta intuición primordial lo que me parece que sostiene el edificio entero de mi creencia. En definitiva, y para poder dar cuenta de hechos encontrados en lo más íntimo de mi conciencia, me he visto llevado a pensar que el hombre posee, en virtud de su misma condición de “ser en el Mundo”, un sentido especial que le descubre, de una manera más o menos confusa, el Todo del que forma parte. Nada de asombroso, después de todo, en la existencia de este “sentido cósmico”. Por ser sexuado, el hombre posee sin duda las intuiciones del amor. Por ser elemento, ¿por qué no habría de sentir oscuramente la atracción del Universo? De hecho, nada, en el inmenso y polimorfo ámbito de la mística (religiosa, poética, social y científica) puede explicarse sin la hipótesis de semejante facultad, mediante la cual reaccionamos sintéticamente ante el conjunto espacial y temporal de las cosas, para aprehender el Todo tras lo Múltiple. […]

Me abandono a la fe confusa en un Mundo uno e infalible, a dondequiera que me conduzca. […]

Rembrandt, El sacrificio de Isaac (1635)


Un primer punto que se me revela con una evidencia que ni siquiera pienso poner en duda, es que la unidad del Mundo es de naturaleza dinámica o evolutiva. […] Antes nos mirábamos a nosotros mismos, y las cosas en torno de nosotros, como “puntos” cerrados sobre sí mismos. Los seres aparecen ahora como semejantes a fibras sin hilo, trenzadas en un proceso universal. […] Por su historia, cada ser es coextensivo a toda la duración; y su ontogénesis no es más que el elemento infinitesimal de una cosmogénesis en la que se expresa finalmente la individualidad, y como el rostro del Universo.

Así el Todo universal, igual que cualquier elemento, se define a mis ojos mediante un movimiento particular que le anima. Pero, ¿cuál puede ser este movimiento? ¿Hacia dónde nos lleva? Esta vez, antes de decidir, siento que se agitan y se agrupan dentro de mí sugestiones o evidencias recogidas en el curso de mis investigaciones profesionales. Y por mi parte, como historiador de la vida, no menos que como filósofo, respondo, desde el fondo de mi inteligencia y de mi corazón: “Hacia el Espíritu”.

Evolución espiritual. Sé muy bien que la asociación de estos dos términos sigue pareciendo contradictoria, o cuando menos anticientífica, a un gran número (y quizás a la mayoría) de naturalistas y de físicos. Como las investigaciones evolucionistas acaban por vincular, paso a paso, los estados de conciencia superior a antecedentes en apariencia inanimados, hemos cedido ampliamente a la ilusión materialista que consiste en considerar como “más reales” los elementos del análisis que los términos de la síntesis. […]

En mi caso particular, la “conversión” se ha llevado a cabo a través del estudio del “hecho humano”. Cosa extraña. El hombre, centro y creador de toda la ciencia, es el único objeto que nuestra ciencia no ha logrado todavía acomodar en una representación homogénea del Universo. Conocemos la historia de sus huesos. Pero, por lo que se hace a su inteligencia reflexiva, no ha encontrado todavía un puesto regular en la naturaleza. En medio de un Cosmos en el que la primacía pertenece todavía a los mecanismos y al azar, el pensamiento, ese fenómeno formidable que ha revolucionado la Tierra y se mide con el Mundo, sigue apareciendo aún como una inexplicable anomalía. El hombre, precisamente en lo que tiene de más humano, sigue siendo un resultado monstruoso y desconcertante.

Para escapar a esta paradoja me he decidido a invertir los elementos del problema. Expresado a partir de la Materia, el hombre se convertía en la incógnita de una función irresoluble. ¿Por qué no plantearlo como término conocido de lo Real? El hombre parece una excepción. ¿Por qué no hacer de él la clave del Universo? El hombre se niega a dejarse violentar dentro de una cosmogonía mecanicista ¿Por qué no edificar una física a partir del Espíritu? He intentado, por mi cuenta, enfocar así el problema. E inmediatamente he tenido la impresión de que la realidad vencida caía desenredada a mis pies.

Ante todo, bajo la influencia de este simple cambio de variable, el conjunto de la vida terrestre adquiría una figura. Mientras que la masa de los vivientes se dispersa en desorden en mil direcciones diversas cuando se la trata de distribuir de acuerdo con simples detalles anatómicos, se despliega sin esfuerzo en cuanto se busca en ella la expresión de un impulso continuo hacia una espontaneidad y una conciencia mayores; y el pensamiento encuentra su puesto natural en este desarrollo. Sostenido por infinitos tanteos orgánicos, el animal pensante deja de ser una excepción en la naturaleza; representa simplemente el estadio embrionario más elevado que conocemos en el crecimiento del Espíritu sobre la Tierra. De un solo golpe, el hombre se encuentra situado en el eje principal del Universo. […] Una evolución a base de Materia no salva al hombre: porque todos los determinismos acumulados no son capaces de producir una sombra de libertad. Por el contrario una evolución a base de Espíritu conserva todas las leyes atestiguadas por la física, al mismo tiempo que conduce directamente al pensamiento: porque una masa de libertades elementales en desorden equivale a lo determinado. Salva a la vez al hombre y a la Materia. Por tanto hay que adoptarla.

Para mí, en la constatación de este logro se consuma definitivamente una “fe en el Espíritu”, cuyos principales artículos pueden expresarse así:

a) La unidad del Mundo se presenta ante nuestra experiencia como el ascenso de conjunto, hacia un estado cada vez más espiritual, de una conciencia al principio pluralizada (y como materializada). Mi adhesión completa y apasionada a esta proposición fundamental es esencialmente de orden sintético. Es el resultado de una gradual y armoniosa organización de todo lo que me aporta el conocimiento del Mundo. Ninguna otra fórmula distinta de ésta me parece suficiente para garantizar la totalidad de la experiencia.

b) En virtud de la misma condición que lo define (a saber, la de aparecer al término de la evolución universal), el Espíritu de que aquí se trata posee una naturaleza particular muy determinada. No representa en absoluto una entidad independiente o antagonista con respecto a la Materia, o una cierta potencia prisionera o flotante en el Mundo de los cuerpos. Por Espíritu entiendo “el Espíritu de síntesis o de sublimación” en el que laboriosamente, en medio de ensayos y fracasos sin fin, se concentra la potencia de unidad difundida en la multiplicidad universal: el Espíritu que nace en el seno y en función de la Materia.

c) El corolario práctico de estas perspectivas es que, para dirigirse a través de las brumas de la vida, el hombre posee una regla biológica y moral absolutamente segura, que consiste en dirigirse constantemente a sí mismo “hacia una conciencia mayor”. Al obrar así, se halla seguro de no caminar solo, y de llegar a puerto, con el Universo. En otros términos, un principio absoluto de apreciación de nuestros juicios tendría que ser éste: “Más vale, y a cualquier precio que sea, ser más consciente que menos consciente”. Este principio me parece la condición misma de la existencia del Mundo. A pesar de que, de hecho, muchos hombres lo ponen en duda, explícita o implícitamente, sin caer en la cuenta de la enormidad de su negación. No pocas veces, después de alguna discusión infructuosa sobre puntos avanzados de filosofía o de religión, he oído que mi interlocutor me decía bruscamente que no veía que un ser humano fuera absolutamente superior a un protozoo, o incluso que el “progreso” es el causante de la desdicha de los pueblos. Nuestra controversia se había desenvuelto sobre una ignorancia fundamental. Un hombre, por sabio que fuese, no había comprendido que la única realidad que hay en el Mundo es la pasión de crecer. No había dado el paso elemental sin el cual todo lo que me queda por decir parecerá ilógico e incomprensible.» (pp. 88-94).

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