Con motivo de la convocatoria del II Encuentro de Espiritualidades a celebrar en Sevilla este domingo día 15 en el salón de actos de la Residencia Geriátrica Ntra. Sra. de la Consolación (Avda. de Coria nº 10. Triana-Tardón) de 10:00 a 14:00 horas (más información en encuentroespiritualidades@gmail.com), trascribimos aquí la que fue nuestra aportación al primer encuentro celebrado el pasado mes de febrero. Fue la siguiente:
Nuestra
vivencia de la espiritualidad es la de un proyecto de humanización universal
en el que el espíritu lo concebimos como una presencia que nos vivifica
permanentemente en la realización de ese proyecto. Tal presencia
vivificadora es la que, desde nuestra experiencia, opera el “milagro”, por
decirlo así, de ir más allá de nosotros mismos, y hasta de olvidarnos de
nosotros mismos, y, sin embargo, tener un sentimiento más profundo de nuestra
mismidad.
Otra vivencia de la espiritualidad
-que, creemos, experimentamos hoy todos en la actualidad- es la de sentirse en
una especie de «situación límite».
En esta ocasión, sin embargo -a diferencia del existencialismo, que pone el
acento en la situación personal-, esta situación es de carácter colectivo, y en
ella debe hacerse la elección trascendental de ser nosotros mismos para dejar
atrás al hombre postmoderno que había negado cualquier identidad humana, con lo
que finalmente resulta válida cualquier
identidad.
Experimentamos asimismo la
espiritualidad como el ejercicio de la soberanía de la conciencia sobre la materia.
Esto significa que las decisiones del ‘tener’ –que son las decisiones
“interesadas”- han de subordinarse a las elecciones del ‘ser’, que son las
auténticamente libres. Esto no quiere decir otra cosa que las realizaciones que elijamos
serán las que tengan valor por sí mismas, pues el espíritu está
representado precisamente por lo que tiene valor en sí mismo. De esta manera, lo
que llamamos realidad profana o secular se subordina a la realidad espiritual.
Dicho de otra manera: en la medida que un ser humano tiene valor por sí mismo
está viviendo el espíritu en él; por lo tanto no puede ser utilizado. De aquí
se desprende una ley moral: que las experiencias del espíritu, si son
auténticas, siempre nos impedirán utilizar al otro como un medio. Con
esto vemos una relación permanente entre lo espiritual y lo práctico en
cualquiera de sus facetas: no hay dos mundos, sino un mundo jerarquizado en el
que lo espiritual libera, nos hace justos y soberanos de nuestros actos.
En efecto, pensamos que el
sentido es inherente al espíritu en toda realización. Todo aquello que
se realiza por sí mismo tiene sentido como tal, y por tanto es algo que pertenece
en gran medida al espíritu. Éste es, por tanto, una fuente de sentido de toda
realización. Un mundo al que no se le ve sentido es un mundo absurdo, y a la
vez sujeto a la necesidad, pues toda realización está en función de otra. Esto
es, a nuestro modo de ver, carencia de espíritu. Se trata del mundo del tener,
y ‘tener’ significa ‘retener’ y ‘obtener’, mientras que el espíritu es gratuidad.
Y si decíamos que nuestra
espiritualidad constituye un proceso de humanización universal, para nosotros humanizar
es desarrollar aquellas dimensiones del ser que nos constituyen, y que son el amor
afirmador de la singularidad del otro o de lo otro, la voluntad
de ser sí mismo porque ser único es ser irrepetible, y, como
pensamiento, voluntad de verdad (creemos en la verdad y la buscamos).
Además, en nuestra dimensión trascendente en tanto que conciencia-fin nos
percibimos como uno en todos los cambios y en todas las diferencias.
Todo ello sin olvidar tampoco el cuerpo, que es otra dimensión que
es un presente natural por el cual somos iguales. Así pues, como
conciencia somos únicos, como cuerpo iguales, y como espíritu somos uno.
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