lunes, 25 de enero de 2016

SOBRE EL TRABAJO. EL TRABAJO COMO EXPRESIÓN DEL SER HUMANO


Reproducimos a continuación un fragmento de un capítulo del libro La ecología del trabajo. El trabajo que sostiene la vida, publicado recientemente por la editorial Bomarzo. Dicho capítulo se titula 'Relaciones entre ser humano, trabajo y naturaleza desde una perspectiva histórico-antropológica', y su autora es Rosa María Almansa. En él se investiga sobre la naturaleza del trabajo libre y su contraposción al trabajo dependiente o enajenado:

Aunque Marx hace depender el ser históricamente particular de los seres humanos de las relaciones sociales de producción que puedan darse en cada momento, en sus Manuscritos de 1844 se remite a un ser «genérico» del hombre que no es, en definitiva, sino una forma de ser común y compartida que le permite trascender sus condiciones particulares de existencia. Este carácter que denomina genérico es su propia universalidad, su capacidad consciente de situarse más allá de su propio hacer, de objetivarlo, no siendo, por tanto, uno con él, como es propio del animal. En esto justamente radica su libertad: en el carácter reflejo de su propia conciencia o autoconciencia. Esto es fundamental porque otorga un sentido al hacer humano, esto es, al trabajo o «vida productiva». Puesto que somos esencialmente seres autoconcientes, la «vida productiva» se convierte en expresión de la «vida genérica»; esto es, «la actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre»[1]. Luego es propio de nosotros –y, en consecuencia, exigencia radical-, la objetivación en nuestro trabajo y en su producto. Y esto significa no solo capacidad de aprehender ambos en su totalidad, sino de proyectar en ellos un sentido y un fin, que a su vez deben estar en consonancia con la naturaleza propia de los otros seres.
Según el propio Marx de los Manuscritos, la reducción de este ser genérico del hombre a puro medio de vida, junto con la consideración de la naturaleza como algo ajeno a nosotros mismos (más allá, según dice, de su vivencia como «cuerpo inorgánico» del hombre), es lo que da lugar al trabajo enajenado. Con el trabajo, que es expresión de nuestra universalidad y capacidad de proyección, participamos activamente en el quehacer social, en la elaboración colectiva, y por tanto damos expresión a nuestro ser netamente realizador. Pero desde el momento en que éste es asumido preferentemente como un medio para un fin externo a él mismo (como pueden ser la simple obtención de una retribución económica, o el logro de un estatus), pierde su naturaleza libre, y podemos hablar ya de trabajo enajenado, dependiente o relativo. Lo que se quiere subrayar es que cualquier trabajo debe poder afirmarse por sí mismo, independientemente de las utilidades centrales o marginales que lleve consigo, ya que únicamente lo que se hace por sí puede considerarse como verdaderamente libre.
Por otra parte, solamente lo que es libre encuentra la principal satisfacción en la realización misma del trabajo, siendo ésta la auténtica recompensa obtenida (lo que no obsta, naturalmente, para que sea retribuido). Pero en todo caso esa retribución no sería el fin primordial o más perseguido en su ejecución, y, en condiciones de libertad (esto es, no sujetas a necesidad o dependencia, que puede ser de diversos tipos), aquélla estaría subordinada a la realización que pudiéramos denominar «gratuita» del trabajo (puesto que encuentra la principal gratificación en sí mismo). A este tipo de trabajo es al que podemos denominar libre o vocacional, pues es el que permite la realización de nuestra singularidad; y en cuanto que nos permite ser nosotros mismos, nos hace también más libres[2].
Pero aquello que es más sí mismo también necesita menos de otros para ser; es decir, no parasita identidad, encontrando en el ser sí mismos de los otros –y, por tanto, en las realizaciones que les son propias- una satisfacción genuina. Por lo tanto, no necesita consumir naturaleza más allá de lo necesario para la reproducción óptima de su fuerza de trabajo, con vistas a, en última instancia, poder dar más de lo que se ha tomado, en el sentido de transformarlo en algo universal; esto es: que pueda ser utilizado o gozado por todos. Y, al contrario, como ya se expuso más arriba, la pulsión permanente de llevar a cabo realizaciones que son siempre por otra cosa (ya sea dinero, estatus o reconocimiento de cualquier tipo, que siempre es frente o a costa de otros), nos conduce a afirmaciones que, más bien, son de representaciones o imágenes falsas de nosotros mismos. Estas últimas, precisamente por carecer de ser, resultan insaciables, y, en definitiva, enormes consumidoras de recursos. En tanto que tales, son asimismo privadoras a otros de los recursos que les son esenciales, puesto que introducen una enorme distorsión en las prioridades y mecanismos sociales de producción.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, se puede además afirmar que:
1. Toda producción de bienes materiales, así como las formas de distribución y cambio inherentes a la misma, sólo son relativas a la afirmación de la singularidad humana y natural, considerada la primera tanto al nivel del individuo como al nivel del Nosotros.
2. Todo el proceso de la vida social se sustenta con la energía humana (fuerza de trabajo) consumida en el trabajo humano necesario para el mantenimiento de dicha vida social y con la energía tomada de la naturaleza.
3. El gasto de energía en ambos casos ha de ser conforme al objetivo de restituir a ambos sistemas a sus condiciones óptimas iniciales. No se puede gastar más energía que aquella que permite la regeneración óptima del sistema.[3]
En otras palabras, el fin de la economía o metabolismo material de una sociedad debe encontrarse subordinado, en última instancia, al reconocimiento y potenciación del ínsito ser singular del ser humano y de la naturaleza –en buena medida reprimido o agostado en ambos-, y que se manifiesta en su potencial creador, que se afirma por sí mismo, sin interés, por tanto (en nuestro caso), en recibir compensación o reconocimiento de mérito alguno por él. Y esto último puede muy bien verse en el carácter ejemplarizante de figuras singulares que pueblan toda la trayectoria histórica. Su trabajo o actuación no solo fue (y es) desinteresado –y, por tanto, sus vidas austeras o frugales-, sino que, por lo general, trabajaron, precisamente, para potenciar la singularidad –que es lo mismo que decir la libertad- de los otros y de la propia naturaleza y todos sus seres. Saber reconocer el valor de tales «excepciones» -más importantes, por cierto, que la «norma» o regularidad para cualquier ciencia- resulta fundamental a la hora de establecer las bases de una nueva –y urgente- antropología.
En estas circunstancias, seguir considerando al ser humano como un ser «de necesidades» resulta no solo contradictorio, sino contraproducente, pues lo sitúa en una condición dependiente que le impulsa imperiosamente siempre a tomar (o a pensar que ha de hacerlo). Desgraciadamente, no contribuye a contemplarlo como una realidad entitativa capaz de tomar posesión de sus propios límites y, por tanto, llevado espontáneamente a respetar la autonomía relativa propia de otras singularidades. Afirmar que el hombre «necesita» de la libertad, o que posee «necesidades como potencial», esto es, que tiene «necesidad» de plenitud[4], es algo así como decir que necesitamos ser lo que ya de hecho somos (aunque se admita que dicha cualidad ontológica no haya alcanzado su consumación históricamente). Y el ser, como nos recuerda Heidegger, es realidad, es desbordamiento, no carencia[5].


[1] La referencia para estas reflexiones, especialmente en K. MARX, Manuscritos…cit., pp. 111-112.
[2] Una de las raras reivindicaciones por parte de un economista en pro de una humanización del trabajo (no únicamente en el sentido de  hacer aceptable el trabajo, sino en el de que sea el propio ser humano el patrón de todo trabajo, teniendo seriamente en cuenta su relación con los fines de la existencia del hombre), en E. F. SCHUMACHER, El buen trabajo, Madrid, Debate, 1980.
[3] F. ALMANSA, «Principios para una nueva economía. Principios económicos del Afirmacionismo», Aletheia. http://aletheia-informa.blogspot.com.es/2010/11/principios-para-una-nueva-economia.html. 4 de junio de 2011. Se trata de una exposición de veintitrés puntos en total, siendo los citados los tres primeros.
[4] Una buena muestra de esta postura, del que se extraen las referencias en el texto, es el libro de J. SEMPERE, Mejor con menos. Necesidades, explosión consumista y crisis ecológica, Barcelona, Crítica, 2008.
[5] «El crear como comunicar; es importante aquí prestar oídos de la manera precisa. Todo crear es comunicar [Mit-teilen: com-partir] esto implica que el crear funda, establece o, como dice Hölderlin, instituye en sí mismo nuevas posibilidades del ser. El crear comparte y reparte un nuevo ser al ente tal como ha sido hasta el momento. El crear como tal, y no sólo su aprovechamiento, es un regalar.» M. HEIDEGGER, Nietzsche, Barcelona, Ariel, 2013, p. 313. (Cursivas en el original).

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