ISAAC ROSA, La mano invisible, Seix Barral, 2011.
Es un dogma de fe afirmar que el trabajo dignifica. Que gracias al trabajo nos realizamos como personas, nos sentimos útiles, nos valoramos más a nosotros mismos. Que el trabajo da sentido a la vida, sirve para reafirmarnos, nos otorga un puesto de valor en la sociedad.
Sin embargo, en el marco del capitalismo, otras muchas realidades referentes al trabajo quedan ocultas. En este deshumanizador modo de producción, encontramos a mucha gente desempeñando trabajos mecánicos, físicamente duros, monótonos, manuales, inmersos en su propio infierno laboral que ocupa a diario la mayor parte de su tiempo.
Además se nos olvida que la única fuente de creación de valor es el trabajo humano y nos obstinamos en calificar a los dueños de los medios de producción como valientes emprendedores que arriesgan sus patrimonios. Nunca los contemplamos como detentadores de unos recursos sociales que les legitiman para sustraer a los trabajadores la plusvalía de su trabajo.
Estas reflexiones iniciales son las que afloran con la lectura del libro de Isaac Rosa La mano invisible, de reciente publicación. Los protagonistas del relato serán mecánicos, albañiles, limpiadoras, costureras, carniceros y teleoperadoras. Con estos, el autor pretende simbolizar a los millones de trabajadores y trabajadoras que realizan trabajos exentos de los valores anteriormente calificados como dogmas de fe.
Estos trabajadores y trabajadoras se encuentran «sometidos a su rutina laboral cotidiana con resignación, soportando muchas veces la humillación, otras la violencia o la explotación. Sufren dócilmente trabajos repetitivos y nada estimulantes, soportan sin rebelarse la deshumanización que el desempeño diario de una labor monótona puede producir. Son conscientes de su situación, pero también saben que necesitan el dinero que obtendrán con su trabajo.»
A menudo la literatura y el cine obvian este asunto, las novelas no suelen hacer referencia a los trabajos de sus protagonistas y, si lo hacen, se trata casi siempre de trabajos muy poco habituales y de enorme prestigio social. «Isaac Rosa con "La mano invisible" utiliza el medio literario para hacer reflexionar y abrir debate social sobre la faceta oculta del trabajo, la cara invisible, la que no queremos ver. Debido a la situación económica actual tener trabajo es casi un privilegio; no obstante "La mano invisible" no pretende centrarse en las condiciones actuales que atraviesa el mercado laboral, sino en la naturaleza del trabajo. El foco que enciende Isaac Rosa sobre el trabajo alerta sobre su significación social. El lugar concreto que ocupamos en la cadena productiva se ha convertido en nuestra seña de identidad, a menudo es el sustantivo que usamos para autodefinirnos. Se nos valora según el prestigio del trabajo que desempeñamos y esto nos deshumaniza».[1]
En definitiva, recomendamos la lectura de este libro del joven autor sevillano por suponer un ejemplo de literatura comprometida, en el mejor sentido del término, esto es, aquella que, consciente de los males de su tiempo, trata de hacer despertar las conciencias de todos nosotros.
Introducimos aquí un breve fragmento:
«No sólo en las oficinas; también en las casas fantaseaba de vez en cuando. Lo comentó con su compañera de limpieza aquel día, tras casi una hora hablando sin parar, a la espera del guardia que las sacase de allí, quedaron en silencio, sentadas en el porche, bebiendo agua en vasos anchos y pesados, con los pies sobre una silla, la vista perdida en el amplio jardín y la piscina iluminada, hasta que se miraron y les entró la risa porque las dos estaban pensando lo mismo: parecemos las señoras de la casa, aquí tomándonos el gin-tonic de antes de cenar y hablando de nuestras cosas. Rieron con una risa cansada, más bien esforzada, y les dio pie para una última confesión. Ambas reconocieron que alguna vez, en una casa donde se habían quedado solas para limpiar, jugaron a que la casa era suya, a que eran las señoras, se sentaron en un sillón del salón para ver cómo se veía todo desde su nuevo estatus, abrieron el armario para elegir un vestido que no llegaron a ponerse pues a tanto no llegaba su atrevimiento, curiosearon los estantes de baño para comprobar lo cuidada que tendrían la piel, caminaron por el pasillo hacia la cocina no como quien arrastra un cubo para cambiar el agua sino como quien recorre su casa y piensa en los preparativos de la cena, y de alguna manera se sentían audaces, aunque al final también ridículas. Y tú en esos momentos, siendo la señora, pensabas en contratar a una como nosotras para que te limpiase la casa. Anda, claro, y además yo iba a ser una señora cabrona, te ibas a enterar tú si caías en mis manos.
Como se esperaba, el carnicero ha dejado todo sin recoger, tras su conversación en el baño ha dado por firmado el contrato de sus nuevas condiciones, y ha decidido no retirar ni siquiera los restos del último despiece, para que ella lo haga desde hoy mismo y ya no pueda arrepentirse, sabedora de que cuando una limpiadora hace algo un día, ya tendrá que hacerlo toda su vida, le pasó en alguna casa donde tuvo la iniciativa de recoger algo que no le habían pedido, y la primera vez se lo agradecieron, pero cuando días después no lo hizo se lo reprocharon, educadamente pero se lo reprocharon, y aquello que nadie le había pedido se convirtió en una obligación más. Retira con asco los restos húmedos y pegajosos de lo que parece un despiece de pollos, lo echa todo al saco de basura y humedece una bayeta para refregar la sangre de la tabla. Después aclara los cuchillos y los coloca en los huecos que la mesa tiene para alojarlos, y toma la fregona para empujar hacia el sumidero los charcos rosados y espumosos. Se remanga la bata y mete medio brazo en el desagüe para retirar los trozos de carne y piel que lo obstruyen, y con otro fregado ya con agua jabonosa termina.» (pp. 172-3).
Juan Escribano Gutiérrez.
Relacionado con este tema recomendamos la entrada en nuestro blog: LA REPRESIÓN DEL TRABAJO LIBRE.
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