Continuamos con la quinta de las cuestiones planteadas en la entrevista realizada por Webislam a Francisco Almansa, filósofo y editor del portal de Aletheia:
Resumiendo: La
diferenciación de Lo Uno, en tanto que Éste es la negación misma del
dualismo, ha de ser tal, que la afirmación de la Singularidad de cada
diferencia es inherente a la afirmación de la Singularidad de las otras
diferencias.
Hashim Cabrera.-En otro lugar de tu página leo: «el capitalismo, como sistema económico-social en el que el medio es lo absoluto, es aquél en el que la nada se ha “encarnado” plenamente. … Por lo tanto, y en relación con lo anterior, el retorno al ser, depurado de sus excrecencias pasadas, implica la subversión más radical de los antivalores de este sistema social». Esta afirmación, sin más, puede hacernos regresar a Sartre, a cierto existencialismo. ¿Qué significa para ti retornar al ser? ¿Cómo puede lograrse?
Francisco Almansa— Sartre es el filósofo de la nada, pues del ser, según él, nada se puede decir, sino que «es»; por lo tanto, es en el espacio vacío de la nada, y siempre en referencia a ese ser cerrado sobre sí mismo, donde se desarrolla el drama humano de la existencia. Y ésta es pura contingencia y punto de partida de cada conciencia, a la que Sartre llama «para sí».
E. Munch, El Grito (1893) |
La radical contingencia, pues, del «para sí», es la que hace que éste, en la experiencia de la náusea (que es para el filósofo francés la experiencia inmediata de la conciencia de ser pura libertad), busque en el ser en sí -del que nada se sabe, recuérdese, sino que «es»- el punto de apoyo para poder ser a su vez. Esta síntesis imposible que el para sí se propone entre su «libertad», radicalmente absurda, y el ser sin sentido, puesto que es un ser absolutamente mudo, es el «proyecto». La consecuencia de todo esto es que todo proyecto está abocado al fracaso, y que en el fondo es indiferente para la conciencia la naturaleza del proyecto elegido. Se puede «elegir» ser ladrón, mártir, dirigente de un pueblo, o cualquier otra cosa, pero como siempre es una «elección» de ser, el proyecto no es sino un acto de funambulismo entre el ser y la nada.
Cuando digo, por tanto, que en el capitalismo la nada se ha encarnado plenamente, lo que quiero decir es que el «medio», o aquello que por sí mismo nada es, es el alfa y omega de este sistema. Como todos sabemos, el dinero nada es en sí mismo, aunque posea, eso sí, cada vez menos, una base material: papel, metales, tarjetas de crédito, o hasta una simple anotación contable. Lo mismo sucede con cualquier otro medio, que, por muy importante que nos parezca, siempre remite a un fin humano. La tragedia de este sistema es que de los medios ha hecho fines absolutos, y los seres humanos nos hemos metamorfoseado en medios para conseguirlos.
La competencia, como ya expliqué en la respuesta anterior, resultante de la desacralización del mundo, y su corolario de desvalorización metafísica del ser humano, es la que, en un proceso que se ha hecho autónomo en relación a cualquier voluntad, ha erigido el medio en tótem absoluto, que rige como el hado de los antiguos nuestro destino. Sin embargo, en tal tótem no habita el espíritu de ningún animal, sino la simple nada.
Volviendo a Sartre, aunque éste se declaró anticapitalista y luchó contra el sistema tanto a nivel técnico como al nivel de la praxis, su tragedia consistió en que le proporcionó al capitalismo argumentos filosóficos que legitimaban el radical nihilismo que es propio de este sistema. Pues, como vemos, éste lo “tolera todo” siempre que dé beneficios.
En cuanto a las “excrecencias del ser”, me refiero a las diferencias incompatibles que lo Sagrado muestra en las distintas tradiciones debido al hecho inevitable para el hombre histórico de no separar suficientemente el grano de la paja. Los intereses temporales de los grupos humanos en la historia son confundidos, frecuentemente, con fines intemporales; por lo que, como todo lo supuestamente intemporal, ha tenido que recibir la sanción de lo Sagrado.
Retornar al Ser no es, por tanto, sino retornar a la transparencia del Origen, por la que nos podamos presenciar como lo que somos. Ahora bien, como ya he comentado en otras respuestas, esta transparencia sólo se alcanza afirmándonos como lo que realmente somos. Para lo cual es necesario renunciar a esos falsos yoes colectivos que hacen percibir al yo personal como extraños, y hasta menos humanos, a los otros «nosotros mismos»; pues esto da siempre pie para la utilización de esos otros. Y esos falsos yoes colectivos por los cuales intentamos reconocernos como «lo que somos» en todas las diferencias y en todos los cambios, se disocian internamente en la medida que no existen otros a los cuales estigmatizar; con lo que también la inhumanidad de los otros aparece como una gangrena entre «nosotros».
Ingmar Bergman, El séptimo sello (1957) |
Un diálogo que busque la auténtica aproximación a los otros pasa inevitablemente por un examen sincero de conciencia de nosotros mismos. La globalización, pese a todos los peligros, sufrimientos y retos que plantea, podríamos decir que, de alguna manera, también ha sido mediada por lo Sagrado, pues nos ha aproximado unos a otros lo bastante como para disipar tanto los mitos como los prejuicios con que nuestras respectivas tradiciones nos han hecho vernos y «no vernos» a la vez. Descubrimos, por tanto, que sólo hay un Hombre, y que nuestro fin es llegar a la meta de nuestra plena humanización; que a la postre coincide con el retorno a la Inocencia del Ser.
Hashim Cabrera. El proyecto de pensamiento que ofreces en tu
portal aparece bajo la denominación genérica de “Afirmacionismo o Teoría
de lo Uno”. Entre los argumentos aparecen citas de los Vedas,
concretamente de sus doctrinas de no dualidad. En otros contextos se
denomina unitarismo a esta manera de pensar. ¿Qué elementos
diferenciadores o novedosos tiene tu proyecto con relación a otras
formas históricas (teístas o no) unitarias de pensamiento?
— Francisco Almansa.
El elemento diferencial del Afirmacionismo, en relación a otras formas
históricas unitarias de pensamiento, está en su mismo punto de
partida, pues a nuestro entender, dichas formas, en su radical
reducción de la diferencia a la identidad, han desvalorizado en exceso
las manifestaciones temporales del Ser. Cuando en ellas, de una o de
otra manera, se hace de Lo Uno la ley absoluta, como por otra parte
debe ser, el Ser y el no ser quedan absorbidos en una indiferenciación
tal que inadvertidamente se le abre una puerta trasera al dualismo que
se pretendía expulsar, siendo la consecuencia más llamativa de lo que
podríamos denominar como «efecto de congelación de las diferencias».
Se busca, tras el fluir del tiempo, la esencia del Ser en la
Identidad, pero, en la inmanencia de este mundo, tal Identidad queda
reducida al intento de congelar lo que no es sino un corte sincrónico
en el tiempo de una sociedad puramente histórica. Es el caso de la
sociedad de castas en la India.
Cuando lo relativo se afirma como igual a sí mismo, más allá de todo
devenir histórico, sus diferencias adquieren, progresivamente, la
rigidez de lo inorgánico, y con ello necesariamente la vida deja de
fluir, que es precisamente (el fluir de la vida) lo que una visión
unitaria del Ser debe de explicar; porque la vida ama tanto la
diferencia del Ser, como asimismo su Identidad.
El
Afirmacionismo, pues, parte, como no puede ser de otra manera para una
teoría de lo Uno, de la Identidad, que es tanto ontológica como
lógicamente lo primero. Lo Uno, en tanto que tal, es el principio de
Identidad de todo ser; de igual manera que en lógica, sin tal principio,
toda su estructura se derrumbaría. A partir de aquí, la ley de la
autodiferenciación de Lo Uno coincide tanto con la lógica dialéctica
como con la lógica formal, pues éstas no son sino las formas universales
de la diferenciación siempre-ya-realizada de Lo Uno.
Cuando
hablamos de la Identidad absoluta de Lo Uno, parece que no quede más
que el silencio; sin embargo, si la Identidad de Lo Uno es absoluta,
significa que su afirmación, lógicamente absoluta, es asimismo la
negación absoluta de lo que Él no es. Vemos cómo la más pura Identidad
implica ya la negación. Y es aquí donde, a nuestro parecer, se da el
error lógico-dialéctico de otras formas unitarias de pensamiento.
Si Lo Uno es Todo, lo negado por Lo Uno es «nada» o ausencia absoluta de Ser. Algo que, desgraciadamente, se confunde con frecuencia con el espacio «vacío»,
que, como se sabe desde la Mecánica Cuántica, no está tan vacío; pero,
aunque así fuese, al espacio le es inherente la diferencia, ya que, al
ser extensión, el aquí no es el allí. Por tanto, lo negado por lo Uno
no es espacio, sino «ausencia» sin más; y como tal sin diferencia.
La
confusión surge cuando hablamos de su contrario, que como Identidad
absoluta tampoco posee diferencia alguna; y, como tal, es completamente
indeterminada, y por lo tanto: Nada. Aunque esta vez estemos, a
diferencia de la nada como ausencia absoluta, frente al Presente
absoluto de todo ser. Pero como Identidad absoluta que este Presente es,
es necesariamente «Diferencia absoluta» de lo que no es; y lo
que no es, es la nada como ausencia. Si la nada es la muerte, la Nada es
el Origen o fuente absoluta de toda Vida, pues es un autoidentificarse
incondicional por el cual se diferencia absolutamente de lo que no es:
la nada, en tanto que ausencia.
Esta diferenciación
entre nada y Nada, expuesta de esta manera tan sumaria, es también la
diferencia original entre el Afirmacionismo y los otros pensamientos de
Lo Uno. De la dialéctica de esta diferenciación se llega a un concepto
de Verdad que rompe con la idea de la misma que de ella,
frecuentemente, se tiene, al considerársela como un límite para la
libertad, pues en el Afirmacionismo la Verdad es la forma como la
Libertad absoluta de Lo Uno se autoobjetiva para servirse a sí misma de
Ley.
Se puede decir, por tanto, que el Afirmacionismo
es la teoría que partiendo de la Identidad absoluta, en su
diferenciación de la Nada llega a la Verdad como Singularidad, que no
impone, sino que inspira, para que la Libertad de cada uno -que no es, a
su vez, sino la afirmación de su singularidad, mediante la realización
de las posibilidades que le son inherentes- se realice, a su vez, en
comunión con la realización de la libertad de todos.
Se puede pensar que este pensamiento no es sino una versión adaptada de la filosofía de Hegel, por eso de «la Verdad al gusto de los tiempos».
Sin embargo, para nosotros, la filosofía hegeliana es la forma como el
Yo se piensa a sí mismo como Fin absoluto de todo devenir. Aunque
Hegel, en su introducción a La Lógica, nos dice que el pensamiento es
lo infinito, resulta que en el despliegue de la Idea, en su
autoobjetivación, vemos, en La Fenomenología del Espíritu, como el Fin
es un Yo que es un Nosotros, y un Nosotros que es un Yo. Es un
pensamiento de autolegitimación de un Yo/Nosotros que cree haber
alcanzado su culminación, pero que en realidad no es sino el canto del
cisne del mismo.
Tampoco se trata desde el
Afirmacionismo, como desde algunas filosofías orientales se pretende,
de la negación del Yo para alcanzar la fusión con Lo Absoluto; pues Lo
Absoluto se ama como Diferencia, así como la Diferencia, en la medida
que puede justamente diferenciarse de lo que no es afirmándose como lo
que es, ama la Identidad. De ahí que, en nuestro concepto de Verdad
-algo que nos es imposible exponer aquí-, cuando se ama a ésta, se ame
simultáneamente tanto a la Diferencia como a la Identidad.
H. C.: El modelo de globalización hoy dominante implica una forma de
vida que tiende a homogeneizar las prácticas culturales y las
identidades, y se vislumbra como un proceso de aculturación irreversible
pues muestra una capacidad sorprendente para neutralizar cualquier
disidencia y homologar u homogeneizar cualquier diferencia. ¿Implica esa
globalización alguna forma de sociedad o comunidad cuando el ser
humano casi ha olvidado sus vínculos no sólo con lo sagrado sino con la
naturaleza y con sus semejantes? ¿Cómo podría revertirse esa
tendencia?
—F. A.: Efectivamente, el modelo de
globalización capitalista tiene un poder que diríamos casi hipnótico
para neutralizar disidencias y hacer que la diferencia quede
esencialmente vacía de contenido. La cuestión estriba, a mi parecer, en
que la disidencia ha sido institucionalizada, y, por tanto, se le
permite «competir» con otros sujetos sociales…, que es
justamente asumir la ley por la cual este orden se perpetúa, y, a su
vez, pretende legitimarse; puesto que negar la competencia como ley de
relación humana significaría para los guardianes del mismo, así como
para una opinión muy trabajada ya al respecto, albergar pretensiones
totalitarias. De esta manera, han surgido unos nuevos tipos de híbridos
sociales, a los que podríamos catalogar de disidentes adaptados,
rebeldes acomodados o transgresores con reconocimiento social,
pensadores deconstructores, y así un largo etcétera. Lo que lleva a toda
esta mixtificación de identidades es la general aceptación de la ley
suprema de este modelo: la de que la legítima competencia es el motor de
todo progreso, y que el triunfo del vencedor merece una recompensa.
Sin
embargo, lo que rige la competencia es la falta, y no el Ser. Sólo se
compite por aquello que nos falta (alimentos, dinero, reconocimiento
social o paternal, trabajo, etc.); pues en tanto que no «experimentamos»
falta alguna, no nos precipitamos tampoco a competir para alcanzar lo
que tenemos o lo que somos. Cuando la falta es objetiva, como sucede
con el alimento o el trabajo, la consecución de tales metas no rompe
con frecuencia la solidaridad con los perdedores. No sucede así, por el
contrario, cuando la competencia hunde sus raíces en una falta
subjetiva o espiritual; pues entonces significa una ruptura de la
solidaridad humana, así como una negación querida, relativa o total, de
la Mismidad de los otros, que forma parte indisociable del éxito. Pero
es que además del triunfo que supone la desvalorización de los otros
(los vencidos), se considera de justicia una recompensa externa a la
misma realización «exitosa».
La esencia, pues,
de este competir, consiste en limitar al otro en relación a maximizar
la afirmación propia. Se necesita, por tanto, a los otros, porque sólo
por su desvalorización se puede alcanzar mayor grado de autovaloración.
Vemos cómo la competencia es una relación de valorización y
desvalorización simultáneas, de manera semejante a como sucede en el
proceso de explotación del trabajo analizado por Marx; pues, en éste,
una parte del valor que el trabajador transfiere a las mercancías se lo
apropia el capitalista. Con lo que en la medida que alguien o algo ha
sido despojado de parte de su valor, y, por tanto, desvalorizado,
alguien o algo a su vez recibe dicho valor.
Ahora bien,
¿qué significa desvalorizar? Para responder a esta pregunta, antes es
necesario saber en qué consiste valorizar. Cuando afirmamos la
identidad de algo o de alguien por sí misma, estamos valorizando ese
algo o ese alguien. En relación con una de las respuestas anteriores,
se verá que la valorización es la actitud espontánea de lo que llamamos
«inocencia activa». Se colige entonces que el sistema de
competencia universal, que es el capitalismo global, es en sí mismo la
más radical negación de la inocencia.
Asimismo, afirmar
la identidad por sí misma consiste a su vez en afirmarla por su
singularidad, por aquello que la distingue positivamente de las demás.
En este sentido podríamos decir que la competencia, como ley reguladora
social, es necesariamente la ley que afirma la vulgaridad; y que, por
lo tanto, asfixia lo singular en cualquiera de sus manifestaciones. He
aquí la paradoja del individualismo exacerbado del capitalismo: la
creación del hombre masa. Este hombre al que la publicidad le reclama
que sea él mismo comprando un producto que está pensado para que lo
compren millones de personas más.
Cuando mediante la competencia se nos desvaloriza o nos desvalorizamos, nos volvemos «otro más»;
o sea, se da una diferencia indiferente entre unos u otros. Esto es lo
que constituye un proceso de degradación del Ser y, por tanto, de
nihilización. En tanto que somos más o menos indiferentes, como objetos
de desvalorización, se nos reduce a la nada; mientras que al ser
valorizados se nos aparta de ella en la medida que se nos ve por
nosotros mismos o por nuestra singularidad.
En
cualquier pensamiento que afirme que todo es Uno, así como en toda fe
que vea en lo Sagrado la fuente Absoluta de todo valor, si no quiere
introducir el dualismo en el núcleo mismo de su cuerpo teórico o
doctrinal, habría de rechazar la competencia como ley reguladora de las
relaciones entre los hombres; pues Lo Uno es obvio que con nada
compite, y en la medida que Lo Uno es el Presente en todos y de todos,
competir significa negar en nosotros mismos y en los otros la
singularidad inherente a la propia afirmación de Lo Uno como Único.
La
negación del dualismo es una y la misma cosa que la negación del
competir, pues en todo dualismo la afirmación de una parte significa
necesariamente la negación de la otra; pero esto es justo lo que sucede
cuando se compite. Y si Uno es concebido inmediatamente como negación
de lo que Él no es, a su diferenciación le es inherente de forma
necesaria afirmarse como lo que Él es; o sea, diferenciarse de lo dual.
Pero sólo en la medida que diferenciarse es singularizarse se cumple
tal condición; pues lo singular no compite con lo singular, sino que,
en el marco de Lo Uno, lo afirma.
Robert Delaunay, Relief-disques (1936) |
En cuanto a cómo revertir la tendencia
homogeneizadora de un mundo dominado por la competencia, no puede ser
otra, a mi entender, que salir del círculo infernal de la competencia;
lo cual no significa, ni mucho menos, el no actuar, conforme prescriben
algunas interpretaciones del Taoísmo, la filosofía Zen o el Budismo,
sino actuar conforme a lo que somos realmente en su plenitud. Cuando
esto sucede, el actuar cambia cualitativamente a cuando competimos, ya
que la realización posee un valor por sí misma, y, por lo tanto, nada
se pide a cambio. Es un actuar que no «actúa» sobre su objeto,
en el sentido de que lo fuerce de una u otra manera, sino que se revela
como valorización gratuita, por cuanto su relación con el mismo es
conforme a la afirmación de la singularidad de ambas partes.
El
peligro de la no acción, según las interpretaciones a las que aludimos
anteriormente, es, a nuestro entender, el que introduce un dualismo
entre el mundo del Espíritu, de lo Sagrado, etcétera, y el mundo
profano de la política, la economía o la ciencia. Pues el primero es
concebido de tal manera que necesariamente desvaloriza al segundo.
Ahora bien, lo Sagrado o lo Espiritual no compite con lo profano; su fin
último es, a nuestro parecer, su plena reconciliación valorativa con
éste. Asimismo, el peligro de los «activistas» es que fían demasiado en
los medios para alcanzar los objetivos que se proponen, y de esa manera
se olvidan, o no ven, que ese es precisamente el pecado capital de
este sistema: su fe absoluta en los medios. Aquí no vale el tratar de
vencerlo con sus propias armas, sino de actuar como Alejandro frente al
nudo gordiano; pues como los medios no poseen valor por sí mismos,
confiar en ellos para arreglar lo humano, que es lo que vale por sí
mismo, es degradarlo a la condición de objeto.
Por
último, la homogeneización de cualquier diferencia, a la que haces
alusión en tu pregunta, por parte del sistema, no es síntoma de
vitalidad, sino de muerte. Por lo tanto, la tendencia es irreversible,
pero, a su vez, otra tendencia también irreversible está surgiendo: la
de aquellos que buscan una nueva alianza por la gratuidad y por la
transparencia de nuestras relaciones. ¿Acaso no es así la relación que
lo Sagrado mantiene consigo mismo?
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